– ¡Oiga, señor Acosta! -le grité-. ¿Puedo acompañarlo?
Advertí que se había quedado parado; otra vez, era más bien una sensación corporal que de la vista misma, pues el matorral estaba muy espeso.
– Claro que puedes, pero sólo si le encuentras una entrada a la maraña -me dijo.
Eso no presentaba ninguna dificultad para mí. Durante mis horas de ocio, había marcado una entrada con una piedra de buen tamaño. Después de un proceso interminable de ensayo y error había encontrado que existía un pequeño espacio, y si lo seguía a lo largo de tres o cuatro metros, llegaba a un sendero donde podía ponerme de pie y caminar.
El señor Acosta se me acercó y dijo:
– ¡Bravo, mocito, lo lograste! Sí, ven conmigo, si quieres.
Fue el principio de mi asociación con el señor Leandro Acosta. A diario íbamos de cacería. Nuestra asociación se hizo patente, ya que me iba de la casa desde la primera hora de la mañana hasta la puesta del sol, sin que nadie supiera dónde andaba, y un día mi abuelo me reprimió con severidad.
– Tienes que saber elegir a tus conocidos -me dijo-, o vas a terminar como ellos. Yo no tolero que este hombre te afecte de ningún modo. Claro que te va a pasar su ímpetu. Y tu mente se volverá como la de éclass="underline" inútil. Te lo digo, si no pones fin a todo esto, lo haré yo. Le echo encima las autoridades por haberse robado mis pollos, porque sabes, carajo, que viene a diario y me los roba.
Hice todo por mostrarle a mi abuelo que lo que decía era absurdo. El señor Acosta no tenía que robarse los pollos. Tenía a su alcance la vastedad de la selva. Podía sacar de allí cuanto él quería. Pero mi postura enfureció más a mi abuelo. Me di cuenta de que lo que pasaba es que mi abuelo le envidiaba al señor Acosta su libertad, y esa realización lo transformó para mí, de un cazador afable, a la expresión máxima de algo que es a la vez deseado y prohibido.
Traté de limitar mis encuentros con él, pero era demasiada la atracción. Luego un día, el señor Acosta y tres de sus amigos me propusieron algo que él nunca había hecho: cazar un buitre, vivo y sin haberlo herido. Me explicó que los buitres de esa región, que eran enormes y llegaban a tener una envergadura de dos metros, tenían siete tipos diferentes de carne en el cuerpo y que cada uno de esos siete tipos tenía un propósito «específico para la curación. Dijo que lo deseable era que el buitre no se hiriera. El buitre tenía que ser muerto por tranquilizante, pero no con violencia. Era fácil matarlos con escopeta, pero en ese caso la carne perdía su valor curativo. Así es que el arte era cazarlos vivos, algo que él nunca había hecho. Había llegado a una solución con mi ayuda y la ayuda de tres de sus amigos. Me aseguró que su conclusión era la más debida ya que estaba basada en cientos de ocasiones de haber observado el comportamiento de los buitres.
– Necesitamos un burro muerto para llevar a cabo esta faena, algo que ya tenemos -me declaró alegremente.
Me miró, esperando que le preguntara qué se haría con el burro muerto. Como no le hice la pregunta, continuó:
– Le sacamos los intestinos y le metemos allí unos palos para mantener la redondez de la panza.
»El líder de los buitres es el rey; es el más grande y el más inteligente -siguió- No existen ojos más agudos. Es lo que lo hace rey. Él es el que va a ver al burro muerto y va a ser el primero en aterrizar. Aterrizará con el viento en contra para confirmar, por el olor, que el burro de veras está muerto. Los intestinos y los órganos que le saquemos los vamos a amontonar a su trasero, por afuera. Así parece que un gato montés ya se ha comido una parte. Entonces, lentamente, el buitre se acercará al burro. No tendrá prisa. Vendrá saltando-volando, y entonces aterrizará sobre la cadera del burro y empezará a mecer el cuerpo del burro. Lo tumbaría si no fuera por las cuatro estacas que le vamos a meter como parte de la armadura. El buitre quedará parado sobre la cadera durante un tiempo; esto servirá de aviso a los otros buitres para que lleguen y aterricen por allí. Sólo cuando ya tenga tres o cuatro de sus compañeros a su alrededor, comenzará a hacer su trabajo el buitre rey.
– ¿Y cuál va a ser mi papel en todo esto, señor Acosta? -le pregunté.
– Tú te escondes dentro del burro -me dijo inexpresivo-. Fácil. Te doy un par de guantes de cuero de diseño específico, y te sientas allí y esperas a que el rey de los buitres rasgue con su enorme pico poderoso el ano del burro y meta la cabeza para empezar a comer. Entonces lo agarras del pescuezo con las dos manos y no lo dejas suelto por nada.
»Mis tres amigos y yo vamos a estar a caballo, escondidos en una barranca profunda. Yo estaré vigilando el asunto con lentes de distancia. Y cuando vea que has agarrado al rey de los buitres por el cuello, venimos a galope tendido, nos echamos encima del buitre y lo dominamos.
– ¿Puede usted dominar a ese buitre, señor Acosta? -le pregunté. No que dudara de su destreza, sólo quería que me lo asegurara.
– ¡Claro que puedo! -dijo con toda la confianza del mundo-. Todos vamos a llevar guantes y polainas de cuero. Las garras del buitre son muy poderosas. Pueden romperle a uno la tibia como si fuera una ramita.
No tenía salida. Estaba atrapado, clavado por una excitación exorbitante. Mi admiración por el señor Leandro Acosta no tenía límites en ese momento. Lo vi como verdadero cazador, de gran ingenio, sabio y astuto.
– ¡Bien, hagámoslo! -dije.
– ¡Macho! ¡Así me gusta! -dijo el señor Acosta-. No es menos de lo que esperaba de ti.
Había puesto una manta gruesa detrás de su silla de montar y uno de sus amigos simplemente me levantó y me sentó sobre el caballo del señor Acosta, justo detrás de la silla, sobre la manta.
– Agárrate de la silla -dijo el señor Acosta-, y al agarrarte, agarra también de la manta.
Salimos a trote corto. Cabalgamos como una hora hasta llegar a unas tierras planas, secas y desoladas. Nos detuvimos junto a una tienda de campaña, parecida a las de los vendedores de mercado. Tenía un techo plano para dar sombra. Debajo del techo había un burro muerto, color marrón. No parecía haber sido muy viejo; parecía un burro adolescente.
Ni el señor Acosta ni sus amigos me explicaron si habían encontrado el burro o lo habían matado. Esperé a que me lo dijeran pero no iba a preguntarles. Mientras hacían los preparativos, el señor Acosta me explicó que la tienda estaba allí porque los buitres vigilaban desde grandes distancias, dando vueltas en lo alto, fuera de vista pero ciertamente capaces de ver todo lo que por allí pasaba.
– Estas criaturas son criaturas sólo de vista -dijo el señor Acosta-. Tienen un oído miserable y el olfato no lo tienen tan bueno como la vista. Tenemos que rellenar todos los agujeros del cadáver. No quiero que te asomes por ningún agujero, porque si te ven el ojo nunca bajarán. No deben ver nada.
Metieron unos palos dentro de la panza del burro y los cruzaron, dejándome lugar para meterme. En un momento dado, hice finalmente la pregunta que me tenía intrigado.
– Dígame, señor Acosta, este burro seguramente se murió de alguna enfermedad, ¿no? ¿Cree usted que me pueda afectar?
El señor Acosta levantó los ojos al cielo:
– ¡Carajo! No puedes ser así de tonto. Las enfermedades de los burros no pueden ser transmitidas al hombre. Vamos a vivir esta aventura y no preocuparnos por los pinches detalles. Si yo fuera más bajo, estaría yo dentro de la panza del burro. ¿Sabes lo que es cazar al rey de los buitres?
Le creí. Sus palabras eran suficientes para crear una capa de confianza sin par sobre mí. No me iba a descomponer y a perderme el suceso de sucesos.
El momento aterrador vino cuando el señor Acosta me metió dentro del burro. Luego estiraron la piel sobre la armadura y le hicieron costuras para cerrarla. Dejaron, sin embargo, una parte abierta contra el suelo para dejar circular el aire. El momento horrendo para mí fue cuando se cerró por completo la piel sobre mi cabeza, como la tapa de un ataúd. Respiré profundamente, pensando solamente en la excitación de agarrar el rey de los buitres por el cuello.