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– Conozco algo de boxeo, señor -dijo plenamente consciente de lo que yo pensaba.

Mi abuela me lo presentó. Dijo que era su hijo, Antoine, su bebé, la luz de sus ojos; dijo que era dramaturgo, director de teatro, escritor, poeta.

El hecho de ser buen atleta era lo que me importaba. No comprendí al principio que era hijo adoptivo. Me di cuenta, sin embargo, de que no se parecía a los demás familiares. Mientras que los otros de la familia eran cadáveres ambulantes, él estaba vivo con una vitalidad que venía desde adentro. Nos llevamos muy bien. Me gustaba que entrenara todos los días, dándole de puñetazos a un saco de arena. Me gustaba inmensamente que no sólo le daba puñetazos sino también patadas, una mezcla asombrosa de boxeo y patada. Tenía el cuerpo duro como una roca.

Un día Antoine me confesó que su único ferviente deseo en la vida era ser un escritor notable.

– Lo tengo todo -dijo-. La vida ha sido sumamente generosa conmigo. Lo único que no tengo es lo único que deseo: genio. Las musas no me quieren. Tengo aprecio por lo que leo, pero no puedo crear nada que me guste leer. Ése es mi tormento; me falta la disciplina o la simpatía para atraer a las musas, así es que mi vida está tan vacía que no se lo puede uno imaginar.

Antoine continuó diciéndome que la única realidad que tenía era su madre. Dijo que mi abuela era su apoyo, su baluarte, su alma gemela. Terminó diciéndome algo muy perturbador:

– Si no tuviera a mi madre -dijo- no podría vivir.

Me di cuenta entonces de cuán profundamente estaba atado a mi abuela. Todas las horrendas historias que me habían contado mis tías acerca del mimado Antoine se hicieron verdaderas. Mi abuela en verdad lo había mimado más allá de la salvación. A la vez, parecían estar muy contentos juntos. Los veía sentados durante horas; él, su cabeza en el regazo de ella como si fuera todavía niño. Nunca había escuchado a mi abuela conversar con nadie durante tan largas horas.

De repente, un día, Antoine empezó a producir mucha obra escrita. Empezó a dirigir una obra dramática en el teatro local, una obra que él mismo había escrito. Cuando se estrenó, fue un éxito instantáneo. Sus poemas se publicaron en el periódico local. Parecía haber entrado en un estado creativo. Pero pocos meses después todo terminó. El director del periódico del pueblo abiertamente denunció a Antoine; lo acusó de plagio y publicó en el periódico la prueba de su culpa.

Mi abuela, desde luego, no quiso oír nada acerca del comportamiento de su hijo. Explicó que se trataba de una gran envidia. Cada una de esas personas del pueblo estaba envidiosa de la elegancia, del estilo de su hijo. Estaban envidiosos de su personalidad, de su gracia. Ciertamente, era la personificación de la elegancia y del savoir faire. Pero era un plagiador; no cabía la menor duda.

Antoine nunca defendió su comportamiento ante nadie. Me gustaba demasiado para preguntarle del asunto. Además, no me importaba. Sus razones eran sus razones en lo que a mí me concernía. Pero algo se rompió; desde aquel momento, nuestras vidas iban de salto en salto, por así decir. Las cosas cambiaban tan dramáticamente en la casa de un día para el otro que me acostumbré a que pudiera pasar cualquier cosa, lo mejor y lo peor. Una noche, mi abuela entró de la forma más dramática a la habitación de Antoine. Tenía una dureza en los ojos que nunca le había visto. Le temblaban los labios al hablar.

– Algo terrible ha sucedido, Antoine -empezó.

Antoine la interrumpió. Le rogó que le dejara explicarle todo.

Lo calló abruptamente.

– No, Antoine, no -dijo con firmeza-. Esto no tiene nada que ver contigo. Tiene que ver conmigo. En este momento tan difícil para ti, algo de mayor importancia ha sucedido. Antoine, hijo de mis entrañas, se me ha acabado el tiempo.

»Quiero que comprendas que esto es inevitable -siguió-. Tengo que irme, pero tú debes quedarte. Tú eres la suma total de todo lo que he hecho en mi vida. Por bien o por mal, Antoine, eres todo lo que soy. Dale una oportunidad a la vida. Al final, estaremos juntos de nuevo de todas maneras. Entretanto, debes hacer, Antoine, debes hacer. Lo que sea no importa, con tal de que hagas.

Vi el cuerpo de Antoine estremecerse de angustia. Vi cómo contrajo su ser total, todos sus músculos, toda su fuerza. Era como si cambiara de velocidades, desde su problema que era como un río, al mismo océano.

– ¡Prométeme que no te vas a morir hasta que mueras! -le gritó.

Antoine asintió.

Al día siguiente, siguiendo el consejo de su consejero-brujo, mi abuela vendió todas sus pertenencias, que eran bastantes, y le dio todo el dinero a su hijo, Antoine. Y al día siguiente, muy temprano, se llevó a cabo la escena más extraña que jamás habían presenciado mis ojos de diez años; el momento en que Antoine se despidió de su madre. Fue una escena tan irreal como la de un set de filmación; irreal en el sentido que parecía haber sido inventada, escrita en alguna parte, creada por una serie de ajustes que el escritor hace y que el director lleva a cabo.

El patio de la casa de mis abuelos era el decorado. El protagonista era Antoine, su madre la primera actriz. Antoine viajaba ese día. Iba al puerto. Iba a abordar un crucero italiano y cruzar el Atlántico a Europa, un viaje de placer. Estaba tan elegantemente vestido como siempre. Lo esperaba fuera de la casa, un taxista, sonando la bocina imperiosamente.

Yo había sido testigo de la última febril noche de Antoine, queriendo desesperadamente escribirle un poema a su madre.

– Es pura mierda -me dijo-. Todo lo que escribo es una mierda. Soy un don nadie.

Le aseguré, aunque yo tampoco era nadie para asegurárselo, que lo que escribiera sería maravilloso. En un momento dado me sobrevino el entusiasmo, y crucé ciertos parámetros que nunca debería haber cruzado.

– ¡Créemelo, Antoine! -le grité-. Yo soy un peor don nadie que tú. Tú tienes mamá. Yo no tengo a nadie. Lo que escribas, sea lo que sea, va a estar muy bien.

Muy cortésmente, pidió que me fuera de su habitación. Había logrado que se sintiera un idiota al tener que tomar consejos de un nene que era un don nadie. Amargamente, sentí mi arrebato. Hubiera querido que siguiera siendo mi amigo.

Antoine tenía su abrigo perfectamente doblado y lo llevaba sobre su hombro derecho. Llevaba un traje de un verde precioso, de cachemir inglés.

Se oyó la voz de mi abuela:

– Tenemos que apresurarnos, amor -dijo- El tiempo apremia. Tienes que irte. Si no te vas, esta gente te va a matar por el dinero.

Se refería a sus hijas y a sus maridos, que estaban fúricos cuando se enteraron de que su madre muy calladamente las había desheredado, y que el horrendo Antoine, su archi-enemigo, se iba a ir con todo lo que tenía que haber sido de ellas.

– Siento tener que hacerte pasar por todo esto -dijo mi abuela en tono de disculpa-. Pero como bien sabes, el tiempo marcha a otro compás que el de nuestros deseos.

Antoine se dirigió a ella con su grave voz, preciosamente modulada. Parecía, más que nunca, un actor de teatro.

– Sólo te pido un minuto, madre -dijo-. Quisiera leerte algo que escribí para ti.

Era un poema de agradecimiento. Cuando terminó la lectura, hizo una pausa. Había una riqueza de sentimientos en el aire, una vibración.

– Que hermosura, Antoine -dijo mi abuela con un suspiro-. El poema expresa todo lo que me querías decir. Todo lo que yo quería oír de ti. -Hizo una pausa por un instante. Entonces sus labios se abrieron en una sonrisa exquisita.

– ¿Plagiado, Antoine? -le preguntó.

La sonrisa de Antoine era igualmente radiante: