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Me acerqué a la ventana para cerrarla, aunque ya no oía el ruido. Me di cuenta de que estaba cerrada con llave y de que afuera estaba oscuro. ¡Era de noche! El cuarto estaba cerrado. Abrí las ventanas. No podía comprender por qué las había cerrado. El aire de la noche estaba fresco. El estacionamiento estaba vacío. Se me ocurrió que el ruido había venido de algún coche que aceleraba en el callejón entre el estacionamiento y mi edificio. Dejé de pensar en ello y regresé a mi cama para dormirme. Me acosté a través de la cama, los pies en el suelo. Quería dormirme así para ayudar a la circulación en las pantorrillas que estaban tan doloridas, pero no estaba seguro si sería mejor tenerlas hacia abajo o quizás levantarlas sobre una almohada.

Empezaba a descansar cómodamente y a dormirme de nuevo, cuando me vino un pensamiento con tanta fuerza que me puse de pie de un simple movimiento. ¡Había saltado a un abismo en México! En seguida, llegué a una deducción casi lógica. Como había saltado al abismo deliberadamente para morir, tenía que ser un fantasma. Qué extraño, pensé, que regresara como fantasma a mi despacho/apartamento en la esquina de Westwood y Wilshire en Los Ángeles después de muerto. Con razón mis sentimientos no eran los mismos. Pero si era fantasma, razoné, ¿por qué sentía la ráfaga de aire fresco en la cara, o el dolor en las pantorrillas?

Toqué las sábanas de la cama; eran reales. También el armazón de hierro. Entré en el baño. Me miré al espejo. Mi semblante sí podía ser de fantasma. Me veía como el mismo demonio. Tenía los ojos hundidos, con círculos negros alrededor. Estaba deshidratado, o muerto. En una reacción automática, bebí agua directamente de la llave. La tragué. Tomé trago tras trago, como si no hubiera tomado agua durante días. Sentí mis profundas inhalaciones. ¡Estaba vivo! ¡Por Dios, estaba vivo! Lo sabía sin la menor duda, pero no estaba rebosante de gusto como debiera haber estado.

Un pensamiento raro cruzó mi mente: había muerto y revivido antes. Estaba acostumbrado a eso; no significaba nada para mí. La intensidad del pensamiento, sin embargo, lo hizo un cuasi-recuerdo. Era un cuasi-recuerdo que no se originaba en las situaciones en que mi vida había estado en peligro. Era algo muy distinto. Era, más bien, el conocimiento nebuloso de algo que nunca había sucedido y que no tenía razón ninguna de estar en mis pensamientos.

No había duda ninguna en mi mente que había saltado al abismo en México. Estaba ahora en mi apartamento en Los Ángeles a una distancia de cuatro mil kilómetros de donde había saltado, sin recuerdo alguno de cómo había regresado. De manera automática, llené la tina de agua y me senté. No sentía el calor del agua; tenía los huesos helados. Don Juan me había enseñado que en momentos de crisis como éste, debía usar el agua corriente como factor purificante. Me acordé y me metí bajo la ducha. Dejé que el agua caliente corriera por todo mi cuerpo durante una hora.

Quería pensar racional y tranquilamente acerca de lo que me pasaba, pero no podía. Los pensamientos parecían haberse borrado de mi mente. Estaba sin pensamientos, y a la vez lleno hasta más no poder de sensaciones que me sobrevenían y que era incapaz de examinar. Todo lo que podía hacer era sentir sus golpes y dejar que pasaran por mí. La única elección conciente que hice fue vestirme y salir. Me fui a desayunar, algo que siempre hacía a cualquier hora del día o de la noche, en el restaurante Ships, que quedaba sobre Wilshire, a una cuadra de mi despacho/apartamento.

Había caminado tantas veces desde mi despacho a Ships que me sabía cada paso del camino. Esa misma caminata, esta vez fue una novedad. No sentía mis pasos. Era como si hubiera un cojín debajo de mí o como si la banqueta estuviera alfombrada. Casi me deslizaba. Me encontré de pronto en la puerta del restaurante después de lo que pensé que habían sido dos o tres pasos. Sabía que podía tragar alimentación porque había tomado agua en mi apartamento. También sabía que podía hablar porque me había limpiado la garganta y maldicho mientras corría el agua sobre mí. Entré en el restaurante como siempre. Me senté a la barra y la mesera que me conocía se me acercó.

– Te ves malísimo hoy, corazón -me dijo-. ¿Estás con gripe?

– No -le contesté, aparentando estar de buen humor-. He estado trabajando demasiado. Estuve despierto durante veinticuatro horas escribiendo un ensayo para una clase. A propósito, ¿qué día es hoy?

Miró su reloj y me dio la fecha, explicándome que tenía un reloj especial con calendario, un regalo de su hija. También me dio la hora: 3.15 a.m.

Pedí huevos con biftec, papas y pan blanco tostado con mantequilla. Cuando se alejó a traerme el pedido, otra ola de horror me sobrevino. ¿Era una ilusión el haber saltado al abismo en México al anochecer del día anterior? Pero aunque el salto hubiera sido simplemente una ilusión, ¿cómo era que había regresado a Los Ángeles desde un lugar tan remoto sólo diez horas después? ¿Había dormido durante diez horas? ¿O era, que me había tomado diez horas para volar, deslizar, flotar o lo que fuera a Los Ángeles? El haber viajado a Los Ángeles por vías normales desde el lugar donde había saltado al abismo no era posible porque tomaba dos días de viaje para llegar a la Ciudad de México desde el lugar donde había saltado.

Otro pensamiento extraño me sobrevino. Tenía la misma calidad de mi cuasi-recuerdo de haber muerto y revivido antes, y la misma calidad de serme totalmente ajeno. Mi continuidad estaba ahora rota sin posibilidad de repararse. En verdad había muerto de una forma u otra en el fondo de aquel barranco. Era imposible comprender el hecho de estar vivo y desayunando en Ships. Era imposible mirar hacia atrás a mi pasado y ver la línea ininterrumpida de sucesos continuos que todos vemos cuando echamos la vista hacia el pasado.

La única explicación a mi alcance era que había seguido las órdenes de don Juan. Había movido mi punto de encaje a una posición que me previno la muerte, y desde el silencio interno, había hecho el viaje de regreso a Los Ángeles. No había otra base en la que me pudiera apoyar. Por la primerísima vez, esta línea de pensamiento me era totalmente aceptable y totalmente satisfactoria. No me explicaba nada en verdad, pero sí señalaba un procedimiento pragmático que había comprobado de una forma sencilla cuando encontré a don Juan en el pueblo de nuestra elección, y este pensamiento pareció calmar mi estado de ánimo.

Intensos pensamientos empezaron a aparecer en mi mente. Tenían la cualidad única de aclarar problemas. El primero que surgió tenía que ver con algo que me había molestado siempre. Don Juan lo había descrito como algo que ocurre usualmente entre chamanes hombres: mi incapacidad de recordar sucesos que habían tenido lugar mientras estaba en estados de conciencia acrecentada.

Don Juan había explicado que la conciencia acrecentada era un desplazamiento mínimo de mi punto de encaje que él lograba, cada vez que yo lo visitaba, al darme un golpecito en la espalda. Con tales desplazamientos me ayudaba a atraer campos de energía que usualmente estaban en la periferia de mi conciencia. En otras palabras, los campos de energía que usualmente estaban a la orilla de mi punto de encaje estaban al centro durante ese desplazamiento. Un desplazamiento de esta naturaleza tenía dos resultados para mí: una agudeza extraordinaria de pensamiento y percepción, y la incapacidad de recordar, una vez que volvía a mi estado de conciencia normal, lo que había ocurrido durante el otro estado.

Mis relaciones con mis cohortes era un ejemplo de ambos resultados. Tenía cohortes, los otros aprendices de don Juan, mis compañeros para mi viaje definitivo. Había tenido interacción con ellos sólo durante estados de conciencia acrecentada. La claridad y el ámbito de nuestra interacción era magnífico. La única falla para mí era que en mi vida cotidiana existían como cuasi-recuerdos conmovedores que me llenaban de desesperación, de ansiedad y expectativas. Podría decir que en mi vida normal andaba siempre en busca de alguien que iba a aparecer de pronto delante de mí, quizá saliendo de un edificio de oficinas, quizá dando la vuelta en una esquina y chocando contra mí. Adondequiera que fuera, mis ojos iban de aquí a allá, involuntariamente y sin cesar, buscando a gente que no existía pero que sí existía más que nadie.