Sentado aquella mañana en Ships, todo lo que me había ocurrido en estado de conciencia acrecentada durante los años con don Juan, desde el más pequeño detalle se convirtió otra vez en un recuerdo continuo sin interrupción. Don Juan había lamentado el hecho de que un chamán hombre que es por fuerza el nagual, tuviera que ser fragmentado a causa del bulto de su masa energética. Dijo que cada fragmento vivía un rango específico de un ámbito total de actividad, y que los sucesos que experimentaba en cada fragmento tenían que unirse algún día para formar una visión completa, consciente, de todo lo que había pasado en su vida total.
Mirando directamente a mis ojos, me dijo que esa unificación lleva años y que le habían contado de algunos casos de naguales que nunca llegaron al ámbito total de sus actividades de manera consciente y que, a consecuencia, vivían fragmentados.
Lo que experimenté esa mañana en Ships fue algo más allá de lo imaginado en mis más aberradas fantasías. Don Juan me había dicho repetidas veces que el mundo de los chamanes no es un mundo inmutable, donde la palabra es final, sin cambio, sino que es un mundo de fluctuación eterna donde nada puede darse por hecho. El salto al abismo había modificado mi cognición tan drásticamente que ahora permitía la entrada de posibilidades indescriptibles y portentosas.
Pero todo lo que podría decir acerca de la unificación de mis fragmentos cognitivos no es nada en comparación con su realidad. Esa mañana fatal en Ships, experimenté algo infinitamente más poderoso que lo que experimenté el día que vi energía tal como fluye en el universo por primera vez, el día que me encontré en cama en mi despacho/apartamento después de haber estado en el campo de UCLA, sin realmente ir a casa de la manera en que mi sistema cognitivo lo exigía para que el suceso entero fuera real. En Ships, integré todos los fragmentos de mi ser. Había actuado en cada uno con certeza y perfecta consistencia, y sin embargo no tenía idea alguna de cómo lo había hecho. Era yo en esencia, un gigantesco rompecabezas; y encajar cada pieza en su lugar, produjo un efecto que no tenía nombre.
Estaba en la barra de Ships, sudando profusamente, cavilando inútilmente, haciendo preguntas que no podían tener respuesta. ¿Cómo era todo esto posible? ¿Cómo llegué a estar fragmentado de tal manera? ¿Quiénes somos, en verdad? Ciertamente no las personas qué nos han hecho creer que somos. Tuve recuerdos de sucesos que nunca ocurrieron, en lo que a un centro mío concernía. Ni siquiera podía llorar.
– El chamán llora cuando está fragmentado -me había dicho don Juan una vez-. Cuando está completo, lo sobrecoge un escalofrío que puede, por ser tan intenso, acabar con su vida.
Estaba experimentando tal escalofrío. Dudaba volver a encontrarme con mis cohortes. Se me hacía que todos se habían ido con don Juan. Estaba solo. Quería reflexionar, llorar la pérdida, dejarme ir en esa tristeza, complaciente como siempre había sido. No podía. No había nada que lamentar, nada para entristecerse. No importaba nada. Todos nosotros éramos guerreros-viajeros y a todos nos había tragado el infinito.
Todo ese tiempo, había escuchado a don Juan hablar del guerrero-viajero. Me había gustado la descripción inmensamente, y me había identificado con ella de manera puramente emotiva. Sin embargo, nunca había sentido lo que verdaderamente quería decir con eso, no obstante las muchas veces que me había explicado el sentido. Esa noche, en la barra de Ships, supe de lo que hablaba don Juan. Yo era guerrero-viajero. Para mí sólo eran válidos los hechos energéticos. Lo demás eran adornos sin importancia alguna.
Esa noche, al esperar mi comida, otro intenso pensamiento irrumpió en mi mente. Sentí una ola de empatía, una ola de identidad con las premisas de don Juan. Había llegado finalmente a la meta de sus enseñanzas: era uno con él como nunca lo había sido. Nunca había sido cuestión de que luchara contra don Juan o sus conceptos porque me eran revolucionarios o porque no cumplían con la linealidad de mis pensamientos como hombre occidental. Era, más bien, que la precisión de la presentación de los conceptos por don Juan siempre me asustaban a muerte. Su eficacia parecía ser dogmatismo. Era esa apariencia lo que me había impulsado a buscar aclaraciones y hacerme actuar a lo largo de sus enseñanzas, como si hubiera sido un creyente reacio.
Sí, había saltado al abismo, me dije a mí mismo, y no me morí porque antes de llegar al fondo del barranco, dejé que el oscuro mar de la conciencia me tragara. Me entregué a él sin temores y sin remordimientos. Y ese mar oscuro me había proveído con lo que me era necesario para no morir y para terminar en mi cama en Los Ángeles. Esta explicación no me hubiera aclarado nada dos días atrás. A las tres de la mañana en Ships, era mi todo.
Di un golpe sobre la mesa como si estuviera solo en la sala. La gente me observó y sonrió a sabiendas; no me importaba. Tenía la mente enfocada sobre un dilema insoluble. Estaba vivo a pesar de que había saltado a un abismo hacia mi muerte, hacía diez horas. Sabía que tal dilema nunca podría resolverse. Mi cognición normal requería una explicación lineal para satisfacerla y las explicaciones lineales no eran factibles. Ése era el quid de la interrupción de la continuidad. Don Juan había dicho que esa interrupción era brujería. Sabía esto ahora con toda la claridad que tenía a mi alcance. ¡Cuánta razón había tenido don Juan al decir que para quedarme atrás necesitaba toda mi fuerza, todo mi control, toda mi suerte y, sobre todo, los cojones de acero del guerrero-viajero!
Quise pensar en don Juan, pero no pude. Además, no me importaba don Juan. Parecía haber una barrera gigantesca entre nosotros. Sinceramente, creí en aquel momento que el pensamiento extranjero que se me había estado insinuando desde que había despertado era verdad: sí era otro. Un cambio se había efectuado al momento de mi salto. De otra manera, me hubiera encantado pensar en don Juan; hubiera sentido anhelo por él. Hasta hubiera sentido un momento de resentimiento porque no me había llevado consigo. Ése hubiera sido mi ser normal. En verdad, no era el mismo. Ese pensamiento aumentó hasta que invadió todo mi ser. Cualquier residuo de mi antiguo ser que hubiera retenido se desvaneció en ese momento.
Me sobrevino un nuevo estado de ánimo. ¡Estaba solo! Don Juan me había dejado dentro de un sueño como su agente provocador. Sentía que mi cuerpo perdía su rigidez; empezó a hacerse flexible, grado por grado hasta que pude respirar profunda y libremente. Solté una carcajada. No me importaba que la gente me mirara y que esta vez no me sonrieran. Estaba solo y no había nada que pudiera hacer.
Tuve la sensación física de entrar realmente en un pasaje, un pasaje con fuerza propia. Me tiró hacia dentro. Era un pasaje silencioso. Don Juan era el pasaje, quieto e inmenso. Ésta fue la primera vez que sentí que don Juan estaba vacío de fisicalidad. No cabía ni el sentimentalismo ni el anhelo. No podía extrañarlo porque estaba allí como una emoción despersonalizada que me atraía.
El pasaje me desafió. Tuve una sensación de ebullición, de ligereza. Sí, podía viajar por ese pasaje, solo o acompañado, quizás para siempre. Y el hacerlo no era ninguna imposición para mí, tampoco era placer. Era más como el principio del viaje definitivo, el destino ineludible del guerrero-viajero, era el principio de una nueva era. Debería haber estado llorando con la comprensión de haber encontrado ese pasaje, pero no. ¡Estaba enfrentándome al infinito en Ships! ¡Qué extraordinario! Sentí un escalofrío correr por mi espalda. Oí la voz de don Juan diciendo que el universo es en verdad insondable.