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El martes Hull se quedó trabajando hasta tarde. La guerra estaba provocando una acumulación de carpetas con asuntos pendientes y le producía una suerte de calma empezar a cerrarlas, responder los correos, dar el visto bueno o denegarlo mientras, como si fuera una cualidad del aire, percibía que la embajada se iba vaciando, esa mezcla de ecos de pasos, bajas en el tablero de luces de la fachada y teléfonos que ya nadie descolgaba. A las nueve y media él también apagó su despacho, cruzó unas dependencias solitarias, salió a la noche y echó a andar.

En Madrid Hull había tenido una amante. Sólo una, aun cuando sus colegas y él mismo jugaran a insinuar un historial de múltiples relaciones en cada destino. Hull la llamaba para sus adentros su amante porque era una mujer casada, si bien cuando ambos empezaron a verse ella se estaba separando. Era casi tan joven como Laura. Tenía treinta y un años. Claro que entonces Hull tenía algunos años menos. Su relación duró dos años y medio. Hacía más de un año que no se veían. Ahora ella tendría treinta y cuatro, tal vez treinta y cinco. Siete más que Laura, se dijo Hull. Se llamaba Ivana y trabajaba en la radio. La había conocido en un encuentro con los medios de comunicación sobre las elecciones en Estados Unidos. Hull recordaba la sensación de echarla de menos, se recordaba a sí mismo en la embajada imaginando que iba a su casa y encontraba a Ivana descalza oyendo música mientras se preparaba la cena. Más de una vez lo había hecho. La casa de Ivana estaba cerca de Atocha, en una calle estrecha de nombre todavía insólito para Hull, Amor de Dios.

Hull no quería ver a Ivana ahora, a lo mejor le habría divertido jugar a esa canción española de título Pasaba por aquí, llamarla desde una cabina cercana y saludarla. Pero en realidad ni siquiera quería eso. Probablemente Ivana estuviera casada o al menos con otra pareja, acaso embarazada. No quería verla, sólo quería verse a sí mismo cuando iba a visitarla y por eso paró un taxi y le dio la dirección de la calle Amor de Dios, aun cuando recordara borrosamente que, después de dejarlo, una vez ella le dijo que iba a mudarse.

Registró entonces Hull un movimiento brusco, tal vez una caída o una carrera, pero apenas hizo caso. Fue el taxista quien unos minutos después dijo:

– ¡Pasa, gilipollas! Y si no, quítame el morro de encima de una vez. Pues no, no pasa.

Hull miró hacia atrás y sólo vio un taxi que se cambiaba de carril.

Cuando ya iban a entrar en Amor de Dios, el taxista pitó e insultó esta vez a un coche que le impedía hacer bien el giro. No era un coche, era un taxi, era el mismo taxi, y Hull dijo:

– Discúlpeme, no me voy a quedar en esta calle, he olvidado algo. Lléveme a General Arrando.

El taxista le miró un segundo y murmuró algo que Hull no alcanzó a oír. ¿Le seguían los cubanos, le seguía Manan Wilson, le seguían los superiores de Wilson sin haber contado con ella? El taxista vio por el retrovisor la expresión abstraída de Hull y emitió un gruñido, pero ahora la cara de Hull parecía irritada, casi furiosa mientras Hull pensaba que su capricho adolescente habría podido comprometer a Ivana o a los desconocidos que vivieran en su piso, que hasta su gesto de regresar a casa podía resultar contraproducente para él, para la operación, para los cubanos si es que no eran ellos los que le seguían.

El miércoles, Laura y Agustín Sedal terminaban de redactar el informe para Hull cuando apareció Carlos Osorio, quien acababa de llegar de Bruselas. Entró sin llamar. Pensaban que sería alguien de la empresa que les cedía el local y, al verlo, se sobresaltaron. Osorio les contó que esa madrugada habían secuestrado una lancha con cuarenta pasajeros, algunos, niños. Parecía que el secuestro se iba a saldar sin víctimas, pero Osorio había oído que estaba considerándose la posibilidad de pedir para los secuestradores la pena de muerte. Además, ya se sabía que las peticiones fiscales para los disidentes mercenarios encarcelados eran singularmente altas.

Después, Osorio dijo:

– A veces no basta con tener razón.

Agustín y Laura lo miraron. Osorio era un hombre de cincuenta y tantos años, con el pelo gris extremadamente corto. Era de los que nunca dudaban, ni siquiera por un exceso de convencimiento sino más bien debido a un rasgo de carácter, como no duda por lo general mientras baila aquel a quien le gusta bailar. Y ahí estaba ahora, desconcertado, como perdido en medio de ¡a habitación.

– Vamos, Carlos, siéntate.

Carlos lo hizo y siguió hablando:

– He tenido tiempo de acostumbrarme a todo lo que dicen de nosotros, y a lo que seguirán diciendo. He tenido tiempo de acostumbrarme a nuestros errores, que no son pocos. A todo me he acostumbrado, pero lo que yo no esperaba, lo que ha aparecido de repente y no voy a ser capaz de soportarlo, son los sueños, mis jodidos sueños.

– El tiempo todo lo cura, dicen -dijo Sedal

– Los sueños no. Una vez que aparecen ya tú no te libras, no puedes volver a guardarlos en dondequiera que estuviesen. Porque en algún sitio estaban y yo no lo sabía. Intento que vuelvan a ese sitio. Es inútil. ¿Tú me entiendes? No caben. Las puertas no cierran. Cuando menos lo espero me sorprendo pensando en lo que yo haría si tuviera a mi cargo un programa de investigación alimentaria con fondos suficientes. Y no me pregunto quién pondría esos fondos.

– Venga, Carlos -dijo Sedal-, estos días están siendo duros. ¿Crees que los demás no tenemos esa clase de fantasías?

– No lo sé. ¿Tú las has tenido?

– Y mucho más zonzas. Me he imaginado dando conferencias sobre la legitimidad del poder político en Europa. Me he imaginado en Ginebra, con mi mujer, viviendo en un hotel y paseando todas las mañanas por el campo después de uno de esos desayunos continentales, tal vez con un carro pequeño.

Laura sabía que de algún modo no era su turno. No debía participar en la conversación. Porque ellos imaginaban lo que no harían. Aunque Osorio aún tenía edad para aceptar una oferta de cualquier universidad extranjera, la balanza de los años pesaría más, Laura casi podía poner la mano en el fuego. En cambio ella todavía podía ser otras Lauras. Si las cosas cambiaban en Cuba dentro de cinco años, a nadie le importaría demasiado, ni siquiera a ella, su pasado comunista y podría tener otra vida. Otra vida sucesiva.

– Tantos años -dijo Osorio- y lo que hemos aprendido es que la fuerza vence a la razón.

– No es poco -dijo Sedal.

– ¡Es algo que sabíamos antes de empezar!

– Las cosas no se saben hasta que se hacen.

– Me parece -dijo Osorio recomponiéndose, con la voz más firme y un cuerpo que ya no se abandonaba sobre la silla- que este proyecto suicidio está demasiado cerca.

– ¿Demasiado cerca? -Pero Sedal en realidad no preguntaba.

– Demasiado cerca de lo que algunos, a veces, hemos pensado.

– Así deben ser las tapaderas.

– Exacto -dijo Osorio, y sacó unos papeles-. Aquí tienen la declaración que me habían pedido. No se la den ahora. -Se dirigió sólo a Laura-. Tú debes saber que existe y que él sepa que tú lo sabes. Pero no se la darás hasta que tengamos el dinero.

Sedal tomó la declaración y empezó a leerla. Osorio volvió a perder pie.

-Ahora no, ya la verás más tarde -dijo, y luego-: Me han dicho que aquí en España había un juego que empezaba así: De La Habana ha venido un barco cargado de caballos…

– Catalejos -dijo Laura.

– Campanas -dijo Sedal.

– Hacia La Habana ha partido un barco cargado de… -dijo Osorio.

-Computadoras -dijo Agustín Sedal

Los dos miraron a Laura.

– ¿Es para eso? -preguntó ella.

– Sí. Entre dos y tres mil equipos de varias clases.

– Pero… -empezó Laura.

– Pero nosotros podríamos comprarlos. Es lo que ibas a decir, ¿verdad? -dijo Sedal.