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Hoy he vuelto a mirarle sin que él me viera a mí. Con unos prismáticos, he entrado en un portal cercano al de su casa y me he subido al sexto. Las ventanas de los descansillos dan al callejón por donde siempre pasa cuando no viene en coche. Yo estaba allí apostada como si quisiera dispararle o tal vez cubrirle. Ha pasado a su hora, le he visto en el doble arco de los prismáticos igual que a una minúscula figura de cine mudo y parecía que andaba un poco a cámara rápida.

Si tuviera que elegir mi fantasía de amante, aquello que se busca, no sería el desnudo en los maizales, ni un marido ideal, ni el príncipe en su caballo blanco; sería en cambio cualquiera de esas criaturas, grillos, genios, ya sabe, que se caracterizan porque silbas y vienen, porque las convocas y aparecen, y entonces, se diría, te pueden proteger. Es posible que yo subiera para eso, para velar por él, para poner en él la rara convicción de que durante unos segundos desde la altura le han mirado con deseo. Pero ahora pienso que a lo mejor subí para el descrédito: para verle cruzar, diminuto, a cámara rápida, para imaginarme ahí a su lado, diminuta, a cámara rápida: dos figuras insignificantes, dos cómicas figuras que, cuando el amor termine, nadie recordará.

Y es que parece que va a terminar. Hay señales: la bombilla fundida, los agravios, el sol que da en el folio, este lugar al margen desde donde le escribo, su cuarto o dondequiera que usted se encuentra ahora y mi salón con mesa y con ventana unidos en un tiempo imposible que yo sustraigo, con el que yo traiciono, un tiempo que ya no quiero compartir con el hombre que amo.

En cuanto a usted, a usted que me ha retado sin saberlo, le diré mi desafío, la apuesta que le hago y que consiste en impugnar los sueños, los suyos y los míos, los providenciales, los fragorosos, impugnarlos antes que el amor termine.

Besa el cristal de su ventana,

Laura Bahía

3

Philip Hull y Laura Bahía habían quedado en verse en el Instituto Iberoamericano de Finlandia. Era un lugar público pero tranquilo. Había una exposición de un solo pintor. Todos los cuadros tenían el mismo tema, el viento, y una belleza extraña: playas con toldos rasgados, cipreses como protegidos por telas rayadas.

– Así que no vais a darme la declaración -dijo Hull.

– Todavía no.

Hull se movió hasta el siguiente cuadro. Laura le siguió. El viento parecía soplar realmente en ese espacio azul, gris y rojo de cometas solas. Hull lo miraba y no habría podido decir quién midió mal la distancia, o bien quién se bamboleó más; lo cierto es que ambos brazos se tocaban ahora, el brazo de Hull contra el hombro y el brazo de Laura, y Hull no iba a corregir esa distancia.

– Si os pido información y no me la dais, cómo pretendéis que os crea -dijo Hull.

Entretanto, la presión en el brazo sucedía al margen de las palabras. Hull persistía en esa presión y disfrutaba viendo cómo Laura hablaba sin que su voz se diera por enterada de lo que pasaba en su brazo, como si no estuviera disimulando ante los cuatro visitantes que junto a ellos se movían por la sala sino ante sí misma.

– Nuestros infiltrados en los grupos que llamáis de oposición iban cada poco tiempo a ver a sus oficiales para que los preparasen carpetas con la información que vosotros les pedíais. Si quisiera engañarte me habría resultado más fácil pedir que me hicieran una declaración falsa.

– O no hacerlo y contarme lo que me estás contando. El truco de que no somos traidores y no delatamos, y precisamente porque somos auténticos no re damos lo que quieres, es igual de viejo.

– Es verdad -dijo Laura. Parecía tranquila.

Philip Hull tampoco se inmutó. Sabía que al final su trabajo era decidir. Y decidir siempre significaba apostar, en alguna dirección. Decidir era lo contrario de tener datos fiables según los cuales actuar. Decidir se valoraba tanto precisamente porque los datos no eran del todo fiables. Con cada decisión lo que se pagaba no era la decisión sino la soledad al haberla tomado. O te Fías o no. Eso era todo. Si nunca te fías, te quedas sin aliados. Si siempre te fías, te engañan.

Philip retiró su brazo pero sólo para tomar a Laura por el hombro con aparente naturalidad y dirigirla hacia un nuevo cuadro.

– Estoy cansado de ver exposiciones -dijo-. Supongo que temen no poder protegerte si nos vemos en un lugar privado.

De nuevo sus brazos se tocaban. Tal vez ahora la presión hubiera aumentado cuatro o cinco atmósferas. Laura se separó para buscar la cara de Philip.

– Tengo que irme -dijo-. Cuando leas los informes me llamas.

– Tres millones es mucho dinero.

– Lo que ofrecemos es más de lo que podríais conseguir trabajando veinte años con vuestros opositores en la isla.

Laura puso la mano en el cuello de Philip Hull. Se besaron en la mejilla. Luego Philip rozó los labios de Laura con los suyos al mover la cara y las bocas se abrieron como remolinos, como túneles, como el vértigo de estar cayendo en sueños y sin embargo mantenerse, las dos lenguas entrelazadas, suspendidas mientras en el estómago perdura la sensación de caer pero en la boca, el vuelo.

Después del beso Laura salió sin mirar a Hull. Echó apenas un vistazo a la pareja de chicas, al hombre mayor y al joven que miraban los cuadros. Cuando Laura se hubo ido, Hull también les miró. Se dijo que era una sala demasiado pequeña. Si alguien les hubiera seguido, a él, o a Laura, o a los dos, se habría quedado merodeando fuera del edificio, no podría exponerse a estar tan cerca de ellos en un sitio cerrado.

Un coche furgoneta verde hizo sonar la bocina. Hull se había retrasado al ver cómo se abría el cielo gris de la mañana. Resolvió cambiar de ropa en el último momento y, ya cuando salía, recordó que había dejado su teléfono en el bolsillo de la primera chaqueta. Sonrió al oír la bocina desde su tercer piso, como si no estuvieran en el centro de Madrid. De noche había llovido, el sol rebotaba en el agua y a las ocho y media de la mañana de un sábado apenas circulaban coches por la calle de Hull. Tener cincuenta y siete años, pensaba, no era sustancialmente distinto de tener cuarenta y cinco ni treinta y dos, ni en realidad de tener diecinueve años. Lo era, por supuesto, el cuerpo y la memoria daban fe, pero Huí! abrió la portezuela del coche y dejó caer la chaqueta en el asiento trasero como si tuviera diecinueve años aunque no los tenía, aunque era consciente de que no los tenía y sólo estaba dejando caer la chaqueta con la nostalgia de una segunda oportunidad.

– Si te aburres, no digas que no te lo advertí -dijo Arrieta.

– Para mí esto es una excursión, un día de excursión -dijo Hull.

– No querrás que cante -dijo Arrieta-. Tenemos que estar a las diez en la primera nave y a las doce en la segunda. Espero que antes de las tres podamos estar en un buen asador.

– No te preocupes por mí. Soy de esos que meten la nariz entre las tablas de la valla de una obra porque les gusta ver a los obreros trabajando.

Entraron en un túnel y al poco ya estaban saliendo de la ciudad. Arrieta no parecía necesitar conversación. Hull miraba la carretera. Después de besar a Laura se había mordido las manos, atado los labios para no volver a llamarla hasta el día convenido y ahora esperaba ver en el asfalto una respuesta, un brillo instándole a buscarla.

– Voy a acostarme con ella -dijo al cabo de un rato Hull.

– ¿Ella lo sabe? -rió Arrieta.

– Creo que sí.

– Te dije que era una trampa.

– Es posible que sea una trampa, pero no por la chica.

– Veo que es una buena actriz.

– No, Miguel. Yo no debería contártelo. No debería haber roto el círculo de tiza en donde hemos entrado ella y yo. Mi única justificación es que no te lo cuento por mí. Te lo cuento por ella. Porque no quiero equivocarme.