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Arrieta unió en un segundo la mirada al espejo derecho y a Hull. Después calló. Hull miraba por la ventanilla anuncios de urbanizaciones, coches y camiones, una vía de tren que parecía correr en paralelo a ellos pero al momento desapareció. Cuando habían pasado más de diez minutos, Arrieta dijo:

– Equivocarte ¿en qué?

– No puedo dejarlo pasar, Miguel. No voy a ser capaz de dejarlo pasar. Me gustaría ser útil a esa chica.

– Parece que ya estás siéndolo. Querrán algo de ti, no tienes más que dárselo.

– Estás loco. No me refiero a serle útil como agregado. Ella hace su trabajo y yo el mío. Es el cuerpo. Esa chica está pidiendo…

Arrieta, sin mirarle, le interrumpió:

– ¿Pero tú te oyes? ¿Vas a decirme que la chica está pidiendo guerra?

– No.

Callaron. Hull buscaba las palabras y comprendía que Arrieta se empeñase en recordarle lo que él era, sus años, su puesto, la carga de esperabilidad que precedía a cada uno de sus actos, de sus frases. Salieron de la autopista; en un cruce Arrieta se desvió por una carretera secundaria.

– Esa chica -dijo Hull- está pidiendo, tanto como yo ahora te pido que escuches lo que voy a decir sin juzgar hasta el final de la frase, está pidiendo que la toquen como lo pediría un ramo de flores del que han cortado la cinta y la goma y que no tiene jarrón. Que la toquen para evitar que se deshaga, para evitar que los pies y los hombros y las manos, la cabeza, pierdan su consistencia de ramo y caigan sobre la mesa o sobre el suelo.

– Vale. Había que esperar hasta el final. ¿Y tú? ¿Tú necesitas que te toquen?

– ¿Quién no, Miguel? Pero supongo que lo que sobre todo necesito es tocar, tocar para recordar que puedo tocar y sostener y a lo mejor impedir que un cuerpo se desmorone.

– Es esa nave, la primera -dijo Arrieta.

Hull vio tres especies de cobertizos grandes, cuadrados, con aspecto de nuevos aunque también con aspecto de estar hechos con restos de materiales viejos que destacaban en una parte del tejado o en una viga de la pared.

Mientras esperaban en la entrada de la verja, Hull dijo:

– Me da miedo no tener sitio. Que no haya sido para nada de lo que te estoy contando. Me da miedo creerme que lo hay.

Un nombre les abrió la puerta. Antes de cruzarla, Arrieta sólo dijo:

– Poco. Tienes poco sitio.

El hombre les acompañó hasta la puerta del primer cobertizo, que estaba abierta. En el interior había cientos de botes cilíndricos de diferentes tamaños. Atravesaron los pasillos que se formaban entre los botes para llegar a una pequeña mesa de oficina. Allí los esperaba otro hombre, éste de rasgos orientales. Arrieta le entregó algunos papeles y mientras el hombre los miraba, Arrieta iba firmando otros que el hombre había puesto delante.

– Entonces, ¿el jueves? -dijo el hombre.

– A las seis y media estará aquí el camión.

– ¿Quiere mirar?

Arrieta asintió.

– Enseguida termino -le dijo a Hull.

Arrieta y el hombre se internaron de nuevo por los pasillos. De vez en cuando Arrieta se detenía y señalaba uno de los botes. El hombre elegía entre dos o tres palancas metálicas y lo abría. Arrieta a veces parecía limitarse a oler el contenido, pero en un par de ocasiones Hull le vio introducir un palo en el interior y hacer el gesto de removerlo.

Cuando terminaron, el hombre se dirigió a la puerta y permaneció allí esperándolos. Arrieta fue a buscar a Hulclass="underline"

– Ya podemos irnos.

– ¿Me dirás qué hay?

– Disolvente.

– ¿Es un efecto naval?

– Yo tengo más negocios.

– Lo sé -dijo Hull,

– Y yo sé que lo sabes.

Hull deseaba seguir hablando de Laura Bahía, pero Arrieta conducía en silencio. Por fin, cuando atravesaban un pueblo, fue Arrieta quien dijo:

– Vamos bien de tiempo, ¿quieres que paremos a tomar un café?

Arrieta torció por una callejuela y aparcó. El bar era muy oscuro, pequeño. Se acodaron en la barra y Hull, con firmeza, le pidió:

– Háblame de ti.

– ¿Después de tantos años?

– Después de tantos años me he ganado el derecho a preguntar. ¿Qué ocurrió contigo? Te diste de baja. No sé ni cuándo ni por qué. ¿Fue una mujer, un hijo?

– «Nadie sabía su historia, mas la legión suponía que un gran dolor le mordía como un lobo el corazón.»

Arrieta silbó la siguiente estrofa. El camarero era un hombre muy viejo que ni siquiera le miró.

– No lo conocerás -dijo Arrieta-. El himno de la legión española. ¿Qué fácil sería, eh, Philip? Contarte que tengo un hijo terrorista o que mataron a mi mujer en un atentado. O decirte que estoy enamorado de ti. Pero ninguna de las tres cosas es cierta. MÍ ex mujer vive en Orense, creo que alguna vez te lo he dicho. No tengo hijos. No estoy enamorado de ti. Y en cuanto a darme de baja, no sé, a unos les toca ser el pistolero y a otros el hombre de familia. Yo siempre pensé que iba para hombre de familia pero la vida me ha ido colocando en el lugar del pistolero. Al final te acostumbras.

Arrieta cogió su taza de café y se dirigió a la única mesa del bar, una mesa de fórmica, pequeña, junto a un ventanuco por donde entraba luz. Hull le siguió comprendiendo que, una vez más, debía dejar ese tema.

– ¿Por qué piensas que tengo poco sirio con Laura?

– Por lo mismo que tú. Se supone que estás, que estáis llevando a cabo algún tipo de misión.

– Sí, se supone. No puedo hablar de eso, no puedo contarte nada concreto. Sin embargo, te diré que es un asunto interesante. Más de lo que yo podía imaginar.

– Si quieres tener sitio espera a que hayáis terminado lo que sea que estéis haciendo. Entonces llamas un día a la chica y la invitas al cine.

– No puedo, Miguel. No se cuánto durarán estas gestiones: ¿dos, tres meses? A mí me quedan cuatro para irme.

Arrieta le miró y parecía desconcertado. Luego dijo:

– ¿Y la trampa? ¿Ya no temes que pueda ser una trampa?

– La chica no, de veras. La misión, como tú la has llamado, aún no lo sé. Tal vez sea demasiado interesante. Pero yo soy sólo un intermediario, igual que ella. No va a poder sacarme nada que no les haya dicho.

– Entonces, ¿por qué querías hablar conmigo?

– Porque sé que tienes razón. Debería esperar. Todo sería más claro, más limpio, si esperara. Pero no voy a hacerlo. No quiero perderla.

– ¿Y?

Las rodillas de Hull chocaron contra las patas de la mesa e hicieron que se derramara un café que aún no había probado.

– Necesito un sitio… físico, quiero decir. Me vigilan los míos. Supongo que tienen miedo de que meta la pata.

– ¿Tenemos a uno de los tuyos por aquí? -dijo Arrieta con dureza.

– No. Ya saben quién eres tú. Que yo te vea no les preocupa. Necesito un sitio para estar con Laura.

– Quieres mi cama.

– Tu casa es el único sitio donde me dejarán en paz.

– ¿Y a ella?

– Ella está entrenada, podrá despistarles. Además, me han concedido un plazo sin vigilancia, sin que la vigilen a ella, para la negociación.

– No me interesa que algunos de mis clientes vean a una chica cubana en los alrededores de la rienda.

– Obedeceré tus instrucciones, horas, forma de entrar. Sólo una vez.

– ¿Sólo una vez?

– Sí. Si todo sale bien, ya me las arreglaré. Tendré que hablar con ellos o hacer algo.

Laura se puso unos pantalones vaqueros que no se ponía hacía al menos tres años. Rebuscó en el fondo del armario hasta encontrar unas viejas zapatillas blancas. Cogió una camiseta blanca y una chaqueta de lana abierta azul marino. No quería ir elegante pero sí en cambio distinta de como había estado viéndose en el último año, de cómo habían estado viéndola los demás. Salió a la calle con la impresión de que dos pasos por delante le precedía su propia determinación. Había oído la voz de Hull, lo que la voz decía pero también la voz. Y había sabido.