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Habían llegado a la plaza de los Sagrados Corazones. Las calles partían como radios, el tráfico había aumentado v ellos eran dos hombres junto al semáforo en la oscuridad iluminada.

– Uno sabe que mata -dijo Sedal-. ¿Crees que los ingleses, los belgas, los españoles, los suizos no saben que su comodidad, heredada o adquirida, en cualquier caso inocente, mata cada día en otros continentes? Lo saben. Les calma pensar que al fin y al cabo ellos encontraron así las cosas. Son mayores, saben que la comida que ellos dejan en sus platos no irá a parar a los niñitos muertos de hambre. Todo es más complicado, dicen. Y olvidan. Olvidan lo que saben.

– De acuerdo, Agustín. Yo comparo Cuba con un país donde todo fuera lo bastante complicado como para permitirme olvidar. Porque en Cuba todavía tengo la impresión de que muchas cosas dependen de los que vivimos allí.

– Hay miles de personas que pagarían por tener esa sensación.

– No. Miles no. Muy pocas. Se paga por lo contrario. Después de cruzar la calle, Sedal se detuvo: -¿Tú sabes, Carlos? Los libros más tristes no son las novelas de personajes desgarrados ni los poemarios melancólicos. Los libros más tristes son los libros de los economistas. Pero no los libros de los ultraliberales, como ahora les llaman. Los libros más tristes son los libros de los economistas buenos. Quiero decir bondadosos. Los que defienden el Estado del bienestar: volvamos a él, dicen, volvamos a un mundo donde los derechos asistenciales no dependan sólo de cuánto hayas pagado. Y puede que en Europa decir esas cosas hasta sea valiente. Pero son libros tristes porque sus autores ni siquiera, se dan cuenta de cómo les oímos nosotros. Esos economistas buenos a lo que más se parecen es a un grupo de señoras hablando de qué cómodo resulta que haya hospitales y médicos gratis para la criada, la cocinera y el chofer.

Los dos hombres siguieron andando, callados.

Aquella mañana Marian Wilson se levantó en su casa con extrañeza. A veces le ocurría. Era como estar situada a dos centímetros y medio de las cosas. Dos centímetros y medio irreales, que sólo ella veía, que no le impedían colocar los tazones del desayuno de las niñas, calentar la leche. No le impedían besar a su marido, beber el café, subir las escaleras y acariciar a cada una de sus hijas para despertarlas. No se lo impedían pero estaban ahí, siguieron estándolo cuando todo el mundo se fue y Marian Wilson apagó las luces de la casa y se dirigió hacia el coche.

Conducía todavía con el pie cambiado, como quien no responde a la pregunta que le hicieron ahora sino a otra que le harán más tarde. Sentía soledad en el asiento, al tocar el volante, al ver los ojos del conductor de atrás en el retrovisor. Dos centímetros y medio de separación, o el pie cambiado, o notarse los labios. Tenía varias formas de llamar a ese estado que ya conocía y que nadie a su alrededor llegaba, normalmente, a percibir.

Saludó a los guardias en la embajada, sonrió a la secretaria, se encerró en su pequeño cubículo como cualquier día. Le pareció que se estaban reduciendo. Debían de ser ya sólo dos centímetros o tal vez uno y medio. Wilson acarició con las yemas de los dedos un rotulador que había sobre la mesa y luego la base de la lámpara. Tocaba frío del metal, el plástico tibio del rotulador, tocaba y esperaba que el mundo se le fuera acercando de nuevo, acortar las distancias, un centímetro, menos y después las cosas volverían a ser como cualquier mañana.

Al rato, Norman Carter le pidió que fuera a su despacho. Wilson entró sintiéndose casi por completo segura de sí misma. Rozó el borde de la puerta con el dorso de la mano y, al sentarse, extendió con prudencia la palma derecha sobre el brazo de la butaca. Le llamaron la atención los mechones como agrupados y en desorden del pelo de Norman Carter. Solía llevar una suerte de nube de pelo castaño y escaso pero uniformemente repartido, suave, flotante. Y ahora esos mechones tristes, desatendidos, en vez de envejecer a Norman Carter le rejuvenecían, le hacían sólo rozar la cincuentena. Más joven, pero más débil, Norman Carter hablaba por teléfono y Wilson encontraba en su voz inflexiones de ansiedad y de violencia que no conocía. Se preguntó si no estaría fantaseando en exceso debido a sus dos centímetros y medio de separación. Después se le ocurrió que también Norman Carter podía haberse levantado como ella, ausente de su propia vida. Pero costaba creerlo. Probablemente sólo se había acostado tarde, había dormido mal, se había levantado tarde y sin tiempo de ducharse y lavarse el pelo. Carter colgó con furia.

– Esa gente de Miami -dijo-. Son ridículos y tienen demasiado poder.

– ¿Qué ha pasado?

– Van a echar abajo otra vez la propuesta de autorizar los viajes a Cuba y, desde luego, impedirán que se suavice el embargo. No me sorprende. Me harta. Por primera vez teníamos a demócratas y republicanos unidos en un mismo objetivo, por otra parte rentable, y ya es seguro que no saldrá. -No quieren correr riesgos -dijo Wilson.

– Quedarse quieto también es un riesgo. Llevamos cuarenta años con la misma política. Es un riesgo y una torpeza.

– Más de setenta opositores en la cárcel, tres hombres fusilados. Es normal que no les parezca un buen momento.

– Justo el mejor. La guerra de Irak ha terminado pero sería una locura pensar que podemos permitirnos algo así con Cuba. Y en Miami lo saben. En cuanto a esos opositores detenidos, lo siento, sí, claro, pero el exilio tiene parte de culpa. ¿Cómo pueden dejar que se les cuelen doce agentes de la seguridad del Estado? Yo te diré cómo: la chapuza, la prisa, el dinero fácil. Lo que tenemos allí dentro no es una oposición ni es nada.

– Escás furioso.

– Estoy harto. Ya sé que hay personas nobles y lo siento por ellas. Pero ¿y las otras? Picaros que se buscan la vida. Se inventan un grupo de ochenta cuando en realidad son cuatro, sólo para cobrar más. ¿Qué podemos hacer nosotros con eso? Si de lo que se trata es de comprarles, hagámoslo abiertamente. Entremos por la puerta principal para hacer negocios con ellos.

– ¿Y eso qué cambiaría?

– Dinero, negocios, empresas, beneficios. Hagamos de Cuba un verdadero paraíso turístico y la revolución simplemente dejará de tener un papel. Se extinguirá.

– Yo…

– Tú no lo ves así. Casi nadie lo ve así. Y unos cuantos estamos cada vez más cansados. Y tenemos prisa. Muy bien. Tenemos que pactar con el exilio, son de los nuestros, qué le vamos a hacer. Pero al menos seamos más fuertes que ellos. Y esto te afecta directamente a ti.

– Tú dirás.

– Necesitamos sacar ventaja a Miami, necesitamos saber más que ellos, ser nosotros los que llevemos la iniciativa.

– ¿Has visto los informes?

– Los he visto. Basura.

– Los cubanos no quieren pillarse los dedos.

– No hay un solo nombre. Ingresarían nuestro dinero en cuentas para tener aseguradas a las familias de los que promovieran la operación. Se atreven a decir que si la operación saliera bien nos lo devolverían. Muy bonito. Basura.

– Sin duda son insuficientes. Faltan nombres y direcciones. Pero si lo que dicen es cierto, no van a dárnoslos ahora. No pueden dejar a esas personas a la intemperie.

– Muy bien. Que guarden sus secretos y lo hagan todo gratis.

– Hace dos meses re pareció bien que les ofreciéramos dinero a cambio de información. Entonces no lo aceptaron. Es posible que se lo hayan pensado mejor.

– Insinúas que quizás sean menos de los que dicen y no estén interesados en el suicidio político sino sólo en irse.

– Pero aun así nos interesa, habría un escándalo, aumentarían los conflictos internos -dijo Wilson.