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– Lo sé. La cuestión es que yo necesito una autorización especial y no puedo pedirla con tan pocos datos. Quiero que le digas a Hull que exija ya una lista con nombres, y que tiene dos semanas. El tiempo que voy a estar fuera.

– ¿Y si se vuelven atrás?

– Dile que acepte pagar tres millones. Pero quiero nombres.

– No hay o, no hay alternativa. A mí me presionan y yo te presiono. Hull debe conseguir el trato y no necesito explicarte cómo. Es tu trabajo, tú eliges. Si no te fías de él, entra tú en la operación. Gracias, Marian.

Marian Wilson se levantó. La puerta estaba ahora a la distancia correcta, Wilson la cruzó y recorrió el pasillo de vuelta a su cubículo añorando los dos centímetros y medio de tristeza.

En el salón de la parte de atrás de la tienda de erectos navales, tres empresarios cubanos en el exilio hablaban con Miguel Arrieta. Marcos León, el más joven, tenía un cuerpo compacto, al modo de un rectángulo con pantalones vaqueros y camisa oscura del que asomaba un cuello delicado y una cabeza grande y compacta también. Rondaba los treinta y cinco años y parecía consciente de su fuerza, de la rapidez física y mental con que actuaba, como sí fuera el hijo de los allí presentes y estuviera dispuesto a hacerse cargo tanto de llevar las maletas como de supervisar cualquier papel que sus mayores tuvieran que leer o que firmar.

Diana Martín, en esa edad incierta que prolonga la treintena en las mujeres hasta los cuarenta y cinco, llevaba sólo dos años en España. Estudió en Harvard y puso en marcha una consultora en Miami con excelentes resultados. No obstante, desacuerdos afectivos con su esposo y socio la habían llevado a montar otra en España y nada hacía pensar que le pesara su nueva situación.

Manuel González era parco en palabras. Su pelo teñido no lograba ocultar su edad sino tal vez hacerla menos indolente, Aquel día cumplía sesenta y cinco años.

Por la mañana los cuatro habían cenado un acuerdo por el que venderían a un centro de investigación en Milán un microscopio electrónico de barrido procedente de Polonia valorado en setecientos mil euros. Ahora celebraban el cumpleaños de Manuel y el acuerdo. Diana y Manuel habían tratado con el funcionario italiano, Arrieta y Marcos se ocuparon de la negociación en Polonia. La comisión ascendía a noventa mil euros, de los que había que descontar los gastos del trasporte que ellos mismos, a través de Arrieta, se encargarían de gestionar.

El vino se estaba terminando. Arrieta sacó ron y whisky y todos se sirvieron.

– Cayó Tikrit, ya no queda nada -dijo Manuel González-. ¿Dónde están ahora todos esos agoreros que decían que Irak iba a ser otro Vietnam?

– En casa -dijo Marcos León-, sin hacer ningún comentario.

– Pero esperando -dijo Diana-. Nunca se cansan. Ahora estarán esperando a que los Estados Unidos cometan un error.

Arrieta callaba. Se levantó y trajo hielo y, en la misma bandeja, un plato de pequeñas raciones de dulce de guayaba con queso.

– Me lo han traído de Brasil -jugó a disculparse.

– Parecía cubano -dijo Marcos León, y todos rieron.

La conversación había agotado su mano, era preciso volver a repartir cartas y Diana Martín lo hizo cuando dijo:

– Mi hijo irá a Cuba este verano. No la conoce. Nunca ha estado allí.

Marcos León dijo:

– Yo nunca he estado en Japón. -Y todo el rectángulo de su cuerpo parecía una gruesa puerta cerrada.

– Ni yo -dijo Manuel González con violencia apenas contenida.

Absurdamente, Arrieta dijo:

– Yo nunca he montado a caballo.

– Pero habrás templado alguna yegua -dijo entonces

Marcos León estirando una pierna, adelantando un brazo, deshaciendo el rectángulo en su risa.

Los otros le secundaron, también Arrieta, cuya mirada encontró los ojos de Diana Martín más tímidos y atentos que el resto de la cara.

– Alguna -dijo Arrieta sin rehuir esos ojos pero sin alentarlos.

Manuel González se acarició la sien casi sin tocarla, como si temiera pintarse la mano. Después se recostó en el sillón y su voz intentaba buscar la calma, su propia calma:

– He oído -dijo- que están preparando una emisión de TV Martí en Cuba, con aviones de las fuerzas aéreas.

– ¿Cómo te has enterado? -preguntó Marcos León-. ¿Qué sabes?

– Es sólo un rumor -dijo González-. Mi mujer llegó ayer de Miami y allí estaban muy embullados con la idea. Emitiendo la señal desde los aviones sería posible que toda la isla lo viera.

– ¿Y qué piensan emitir? -preguntó Diana.

– No lo sé, ya sabes, se supone que es secreto, y a lo mejor son puras fantasías.

– Debe de ir en serio esta vez -dijo Arrieta-. A mí también me ha llegado algo.

Aún tardaron media hora en irse. Marcos y Manuel iban delante. Arrieta había ido a buscar las cosas de Diana. Ella recostó su espalda en el pecho de Arrieta mientras él le ponía la chaqueta. Cuando Diana se volvió, Arrieta le acarició la mejilla.

– Hace tiempo que he renunciado al fuego -dijo-. Pero si un día quisiera quemarme, ninguno mejor que el tuyo.

Diana Martín tomó con elegancia las dos manos de Arrieta entre las suyas, sólo un instante.

– Nos esperan -dijo.

– ¿Cuándo termine esto vas a volver a Cuba? -preguntó Pablo a Laura.

– Creo que sí.

El metro se detuvo sin motivo aparente en medio del túnel. Recién llegada a España a Laura le habían inquietado esas paradas. Después comprobó que las paradas eran normales, nadie se asustaba y el tren siempre volvía a ponerse en marcha. Tal vez porque ésta era la primera vez que iba en metro al aeropuerto había recordado ahora su antigua inquietud. Pero no ocurrió nada, el tren arrancó de nuevo, ya sólo quedaban dos estaciones. Iban a recoger a Armando Cienfuegos, quien había adiestrado a Pablo durante dos años y a Laura durante seis veranos. Le había enseñado cientos de pequeños trucos aunque, en realidad, una sola cosa: seguridad.

Agentes de la Seguridad del Estado, ése era el nombre oficial que recibían, y Armando le enseñó a no despreciarlo, a no considerarlo una cuestión formal. Ellos trabajaban pata que el Estado estuviera seguro y para eso ellos tenían que estar seguros. La primera vez que lo oyó Laura tenía diecinueve años. Solía temblar. Como otros se ruborizan, como otros son tímidos y no aciertan a hablar a quien quisieran y otros sí aciertan pero luego se arrepienten y farfullan y meten las manos en los bolsillos cuando están solos, Laura solía temblar. Parecía estarse dirigiendo a otra persona con dulzura o con indiferencia, o acaso divertida, y entonces su voz empezaba a temblar. No era un tartamudeo, era temblor, como una vibración en el origen de cada sílaba y también en las manos. Luego pasaba.

Cuando Armando les habló de segundad ella pensó no lo conseguiría. Habría querido hacer cualquier cosa por la memoria de sus padres y quizás no cualquier cosa pero sí muchas por Cuba y por la revolución. Cualquier cosa de las novelas de espías: fotocopiar, fotografiar, saltar, perseguir, ser perseguida. Haría cualquier cosa pero siempre con su voz llena de agujeros. Sin embargo Armando le pedía que dejara de temblar.

Llegaron. Laura estaba nerviosa como si hubiera robado algo. Sabía que Armando se daría cuenta. Al principio Laura lo había hecho, se había convertido en una agente de la Seguridad que era distinto de ser una persona segura, distinto del equilibrio, el autodominio y la convicción. Armando no pedía contar con individuos de carácter seguro, no le importaba el carácter sino algo anterior al carácter. Seguro como decimos: éstas son las llaves, seguro; mi amigo vendrá, seguro; la marea subirá a las dos, seguro. Seguro en la medida en que no está expuesto a dejar de ocurrir. «Ustedes no me digan que no hay nada seguro porque ya lo sé. Cambian la cerradura, matan al amigo, estalla el planeta tierra, pero ésas eran las llaves, pero el amigo venía, pero la marea iba a subir.» Laura lo hizo, aprendió a dejar de temblar en los momentos necesarios. Era casi como creer en Dios. Como llevar en un saco la armadura que le haría invencible y no usarla nunca pero saber que podría hacerlo. Era saber que su vida contaba. Después un día, no hacía tanto, todo había vuelto a ser como al principio.