Llegaban tarde, aunque el avión también. Corrieron por los pasillos mecánicos, confirmaron la puerta en la pantalla azul. Una vez en el sitio, Laura dejó que Pablo vigilara las pequeñas avalanchas de viajeros.
Ella fue a sentarse. Había recaído algunas semanas antes de conocer a Hull. Estaba sola, hacía frío, no funcionaba en su casa la caldera de la calefacción. Estaba con abrigo dentro de su casa y puso música, una canción sobre la infidelidad. Luego bailó sola en su pequeño salón sin ventana a la calle. Y el temblor vino. Lo único que Armando bahía conseguido era que no se le hubiera colado sin saberlo. Laura lo había reconocido y lo había dejado entrar, cal vez lo había llamado. Tal vez, más fuerte que el deseo de contar y de existir y de tener la armadura o el amuleto mágico que nos permitan seguir existiendo, seguir contando, tal vez más tuerte fuera el deseo del emborronamiento y de la confusión: no sostener los propios rasgos, no responder a un nombre ni a unas características, no ser en la foto movida las facciones que aún reconocemos sino lo que se mueve, la franja borrosa. Ser al fin el temblor que está en la voz, que pasa de unas voces a otras, de unas manos a otras, y no ser más en cambio la dueña de una voz que tiembla a veces. Después se había ido, a veces durante horas, a veces durante días. Pero siempre volvía. Sin llamar al timbre, sin tener un nombre.
Un temblor no identificado, pensaba cuando vio acercarse a Pablo con Armando Cienfuegos, cuarenta años, aunque ya debían de ser cuarenta y cuatro pero seguían pareciendo cuarenta o algo menos. El la saludó desde lejos, sonreía. Laura también sonrió.
– Si les presiono -decía Hull a Wilson- se darán de baja, dirán que no les interesa, -juega sucio.
– A mí no me pagan por jugar sucio. -Entonces diles que tienen que hablar conmigo. -¿Y si no quieren? -dijo.
– Tendrás que hacerlo tú. Tú te metiste en esto. -Para ser un mensajero, nada más.
– Vamos, Philip.
Ahora sólo se oía el zumbido del silencio en el teléfono.
– ¿Por qué tanta prisa precisamente ahora?
– Hay empresarios norteamericanos que quieren ganar dinero con Cuba. Y están cansados de los impedimentos que pone el exilio.
De nuevo el zumbido.
– Marian, ¿no es esto lo que vosotros llamáis un objetivo de oportunidad?
– Podríamos perderlo, perder la oportunidad.
– También se trata de un objetivo con una alta posibilidad de crisis, ya que te gustan los tecnicismos.
– Sí -dijo Hull.
– ¿Entonces?
– Espero vuestras órdenes.
– Quiero que nos ayudes a registrar la casa de esa chica. Y, lo más urgente, quiero que me digas ¡a marca y el modelo exacto de su teléfono móvil. También quiero a Sedal, tienes que averiguar cuándo le ve, dónde. Como ella no te lo va a decir, tendrás que dejarme que la siga de nuevo, pero esta vez contando con tu ayuda. Por otro lado, vas a ofrecerles los tres millones que querían y les dirás que sólo tienen quince días para entregarte los nombres.
TERCERA CARTA
Porque los sueños adulan nuestra impotencia. Eso es todo. Hermosa impotencia, conmovedora impotencia, inolvidable, dicen los sueños y amagan invitaciones. Haber podido ser y no haber sido dicen los sueños y se bañan los ojos en lágrimas que, sin embargo, no se desbordan.
Muchas veces he mirado mi vida con los ojos bañados apenas por un brillo mientras imaginaba el túnel que perforó la tierra al lado de mi vida, el camino paralelo, la recamara. He mirado mi vida pensando en el desvío que pude haber tomado y creyendo que aún lo podría tomar.
La nostalgia es tan dulce porque pensamos que todavía podríamos, que en alguna parte las cosas permanecen a la espera y si sólo por fin nos decidiéramos estarían ahí, estaría el caballo al pie de la ventana, el coche del amigo al otro lado del muro de la prisión. Estaría aquel a quien podríamos haber amado, mayor y con tres hijos y con otras lealtades pero no importa, la nostalgia borra el contexto y nos conduce hasta los ojos bañados apenas por un brillo de aquel a quien pudimos haber amado y para quien también existe un túnel, un camino paralelo, una recámara.
Los muertos, dije, son lo que no hicieron. Pero los vivos no. Los vivos han entregado lo que no hicieron, se lo han dado a los sueños. Si Riera de otro modo, si les perteneciera, entonces cada vivo andaría con lo que no hizo debajo del brazo como un periódico y lo podríamos ver. Pero no lo vemos.
¿Qué ha pasado conmigo?, le escucho preguntar. ¿Qué me hicieron los sueños para que ahora me lance contra ellos y quiera combatirlos, refutarlos, dejar constancia de su inexactitud? ¿Qué trampa me han tendido o -vaya, no sé por qué percibo en sus ojillos un aire paternal- tal vez no han sido ellos, tal vez yo sola he ido cayendo?
Peto voy a devolverle la pregunta, en realidad voy a cambiarla: ¿qué me han hecho a mí sus sueños? Los suyos, sí. Usted ya está en su sitio. Ha accedido al lugar de las casas con servicio doméstico, las dobles residencias, los viajes, la tranquilidad del dinero que siempre llega. Usted dirige un periódico y no es ese periódico de incumplimientos que cada hombre y cada mujer podría llevar debajo del brazo, en donde constaría todo cuanto quiso hacer y mereció pero no hizo. No. Usted dirige un periódico nacional, de gran tirada, importante, muchos dirían que es el más importante. Ahora yo le pregunto: ¿qué me han hecho a mí sus sueños, señor director?
La pregunta está lejos de ser teórica; es real, la deposito aquí como quien deja un huevo del que va a salir un pájaro. Espero al pájaro. Mientras tanto me gustaría contarle que los sueños, los individuales, los fragorosos, están destruyendo Cuba. Quiero decir que trabajan en sigilo, constantes, para destruirla. Espero al pájaro. ¿Qué me lían hecho a mí sus sueños? No su ambición, no sus proyectos, no sus ideas e intereses, no. Sus sueños, señor director, me han confundido.
A lo mejor usted y yo nos parecemos. A lo mejor usted guarda un dolor, quién no lo guarda. Pero incluso un dolor resulta diferente con residencia de verano, acciones, poder. Tal vez a usted se le ha muerto un ser querido, o ha estado muy enfermo, pero incluso eso es distinto con dinero y poder. Si es distinto el dolor, ¿cómo no habrá de serlo el resto de las cosas, la risa o la rabia? Todo es distinto en usted y en mí; todo, menos los sueños. Sus sueños se comunican con los míos, lo quieta usted o no. Por eso existe la literatura. No importa siquiera que usted se retire, deje de leer. Los hombres son patrimonio de los hombres, las vidas son patrimonio de las vidas y las imaginamos.
En cuanto a sus provectos, a sus sueños reales, aquello que desea tener o conseguir, podría imaginarlos con acierto y también con error. Si usted, un poco antes, se ha visto duplicando su fortuna, recibiendo reconocimiento o resarciéndose de alguna pequeña humillación mientras su fantasía hilaba una secuencia de acontecimientos, es asunto suyo. Pero los otros, los imposibles, cuando ya arde la almohada y usted le da la vuelta, cuando los párpados superiores bajan y se diría que tocan fondo y algo se mueve en su interior apenas dos o tres segundos. Los otros los conozco, se lo juro. Los sueños fragorosos no tienen narración sino a veces un rostro, un tacto o un paisaje. Yo conozco ese rostro, ese tacto, ese paisaje. Sé lo que dicen. Dicen que el día se cumplirá.
El día por fin se cumplirá y habrá un momento muy vivo, duradero, un tiempo fuera del tiempo. Entonces otras serán las prioridades, otra la puntuación o el orden de su biografía, señor director. Entonces, en ese momento, en ese resplandor fuera del tiempo toda su vida se cumplirá, tendrá sentido.