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Es que no nos basta con las cosas verdaderas. Partir un trozo de pan y que en los dedos quede un rasero blanco. Si en un informe médico leyéramos que tenemos tres semanas de vida, qué importancia daríamos a tocar, a morder, a : que nos cojan la mano. Pero ese informe, que existe, todavía no es el nuestro. No nos basta con las cosas verdaderas ¡ y, ¿sabe, señor director?, detrás del no bastarnos, detrás este sernos, en secreto, el mundo insuficiente no hay rebelión ni desamparo sino astucia.

Yo creí que había rebelión. Yo busqué en el cuerpo blanco del agregado un tiempo fuera del tiempo, busqué mí desaparición y la del agregado bajo la colcha para el día se cumpliera. Creyendo que de otro modo no se cumpliría. Creyendo que todos los que no confiábamos en el día de hoy ni en las cosas verdaderas, escondíamos! sin duda una fuerza extraordinaria, como cientos de miles de motores apagados. Pero no escondemos nada. Somos astutos solamente.

Quizás por eso, porque ya sé que no guardamos rebelión ni desamparo, lo he comprado. Me refiero al manual de papiroflexia. Al principio siempre parece que lo conseguiremos, no es tan grande el esfuerzo. Tan sólo con doblar la punta hacia dentro y añadir dos pliegues vueltos en el extremo de las alas el avión flecha I, el común, el que no vuela tanto sino que cae pronto o se tuerce, se transforma en el avión flecha II, equilibrado y rápido. Esta vez lo conseguiremos. Esta vez, nos decimos, iremos paso a pase Le espero en el siguiente, el avión turbo I, señor director. No, no es verdad. No le espero en ese avión que tiene tantos pliegues hacia dentro, en escalón, hacia fuera. No ahí donde le espero.

Es en el túnel aún, en el camino paralelo de estas cartas. Porque son un lugar, son nuestro lugar y creo que sí,, que usted también lo afirmaría. Un lugar por ahora, un lugar reemplazable y transitorio pero que dura, como dura la potencia en el motor apagado hasta que lo encendemos y vemos que no se pone en marcha, que está roto. Aunque ¿y sí no lo está? Sueñe, señor director. Sueñe un rato conmigo.

Agita su aire, apaga su lámpara,

Laura Bahía

4

Philip Hull había estado dos veces más desnudo con Laura Bahía. La primera de nuevo en casa de Arrieta, tras prometerle que no volvería a pedirle la casa nunca más. La segunda mientras los chicos de Wilson peinaban la casa de Laura. Ellos salieron a cenar fuera de Madrid y se quedaron luego en un pequeño hotel cerca de un bosque. A cambio de su nuevo grado de implicación, Hull había pedido mayor libertad de movimientos. De manera que habían dormido juntos y habían amanecido en un pequeño cuarto desde donde se oía un río. Durante todo el tiempo supieron que estaban viviendo una experiencia delegada, dormir en esa cama en donde habían dormido y en donde dormirían cientos de parejas con encanto. Lo sabían, pero Hull no recordaba ahora el sol entre los árboles ni las tostadas o las tazas grandes del desayuno. Recordaba el calor de otra piel al lado de su piel y le extrañaba recordarlo. : Recordaba los ojos de Laura mirándole como si comprendieran todo.

Eran las doce y Hull había salido de la embajada aunque no debía hacerlo. Tenía una cita con tres parlamentarios del Partido Popular. Llegaría a tiempo. No obstante, el día anterior había visto un jersey azul claro muy fino, seguramente mezcla de lino y algodón. Hacía mucho que no compraba ropa a una mujer. A Ivana le había regalado libros y discos y una máquina de fotos y, una vez, unos pendientes. Entró en la tienda, luego metió el jersey dentro de su cartera. Anduvo de regreso presintiendo que se le Iba a conceder un plazo. No Wilson ni los jefes de Wilson ni tampoco los cubanos ni Laura, sino el azar iba a otorgarle un plazo para el asombro. Un plazo para no preguntarse si merecía (o que le estaba pasando, si era un castigo o era una dádiva.

Seguramente no lo merecía. Casi con toda probabilidad no era un castigo sino un don y no lo merecía pero el azar le deparaba ahora un plazo para no hacer preguntas y andar por la calle con un maletín en donde había un regalo envuelto. Buscó su cuerpo en un escaparate. Un hombre alto y un poco vencido, con un secreto. Entró en un restaurante con barra y pidió caté solo. Los camareros llevaban chaqueta blanca y pajarita, no había televisión, sobre las mesas ya estaban extendiendo manteles blancos.

Hull pensó que había envejecido y que le compensaba pagar más caro el café a cambio de ese bienestar silencioso. No merecía a una mujer a esas alturas de su vida, el plazo para no pensar ni siquiera importaba porque no le hacía falta pensarlo, porque lo sabía. Y recordaba a Miguel Arrieta, la soledad no se elige, hay un día en el que vemos que somos el pistolero, que no seremos el hombre de familia ni siquiera sí, como en su caso, se tenía un hijo y una nuera y un nieto. No merecía una mujer, bastante tendría con encontrar el tono en el que iba a escribir un libro, su libro. Como las cartas persas de Montesquieu serían las suyas cartas desde Bolivia, o Brasil, desde Managua o acaso cartas desde el error dirigidas a jóvenes estudiantes de relaciones internacionales en donde lo contaría casi todo, porque son los diplomáticos que se equivocan los que al fin saben.

Philip Hull miró el maletín cerrado y sus ojos subieron hasta la madera casi negra bajo su taza de café. Desde hacía años había sabido que no iba a dedicarse a hacer maquetas cuando le retiraran. No haría maquetas, no se compraría un terreno ni plantaría tomates sino que en largas páginas escritas a un solo espacio dejaría constancia del error y de la dicha. Sabía cómo hacer con el error, lo había imaginado en su despacho, en fines de semana, había tomado notas a veces en los interminables viajes de avión. En cuanto a la dicha, en cuanto a los minutos y los meses de dicha que habían sido reales y que ahora no parecían tan lejanos, Hull siempre supo que tendría que dar cuenca de ellos aun cuando sólo hablara de negociaciones y de operaciones, porque es la dicha lo que afirma y certifica y describe la voluntad de un hombre.

Pagó el café. Estaba desorientado. Lo estaba como quien vuelve a casa dispuesto a cenar algo, ver una película y meterse en la cama pero recibe una llamada y ha de quitarse las zapatillas, calzarse, abrigarse, salir de casa porque ha ocurrido algo y a las nueve, las diez, tai vez las once de la noche, la jornada vuelve a comenzar. Salió del bar llevando en su maletín la jornada que empezaba como un paseo nocturno, repentino. Salió pensando en la piel azul de aquel jersey envuelto. No merecía a una mujer ahora y sin embargo no tenía derecho a ocultarse ni huir. Estar con ella o no estar con ella era la medida de su tiempo. Y recordar poemas olvidados.

Laura Bahía y Armando Cienfuegos hablaban en otro de esos locales que algún particular les cedía cuando no querían usar la embajada ni sus propios domicilios. Esta vez se trataba de un pequeño despacho de abogados. Agustín Sedal llegó con retraso.

– Lo siento -dijo-. Parece que yo también estoy bajo vigilancia.

– Ya registraron la casa de Laura -dijo Armando.

– Estáis seguros, claro -dijo Sedal.

– Han sido cuidadosos, pero no tan cuidadosos -dijo Laura-. Yo había puesto mis trampas previsibles y otras que no podían imaginar. Armando me preparó bien.

– ¿Hay micrófono? -preguntó Sedal

– Por el momento no he encontrado nada -dijo Laura.

– En La Habana están apurados -dijo Armando-. Por otra parte, Laura acaba de contarme que han aceptado los tres millones.

– Ya, ¿cuándo ha sido? -dijo Sedal.

– Esta mañana -dijo Laura.

– Me sorprende -dijo Sedal-. Creí que iban a cubrirse más, que esperarían a estar seguros de que Laura o yo somos unos corruptos en potencia.