Unas horas antes, en la Embajada de Cuba, Laura Bahía estrechaba la mano de Agustín Sedal. La extraordinaria altura de Sedal hizo que su mesa pareciera un poco ridícula cuando él volvió a sentarse, casi una mesa de parvulario para ese individuo erguido y moreno de setenta y un años. Laura Bahía guardó en el bolsillo el papel con las direcciones que le habían dado. Dijo adiós al guardia de seguridad. Eran las ocho y cuarto de la noche, la calle estaba desierta. Laura se abrochó un chaquetón negro. Algunos perros, ocultos eras las verjas de grandes casas del barrio, ladraron al oírla pasar. La boca de metro aún estaba a diez minutos. También el interior del metro estaba vacío. Nadie en las taquillas ni por el pasillo. Sólo un mendigo al final del andén y, algo más cerca, un chico de unos veinte años que llevaba una venda en el brazo izquierdo.
Llegó a su casa poco después de las nueve. Pensó en cenar algo, pero más que hambre sentía cansancio y se tumbó vestida sobre la cama. El dormitorio, como el resto del piso, daba a un patio interior. A Laura le pareció que un relámpago entraba por el patio dejando sobre los muebles pequeños penachos de luz. Luego vino el primer trueno.
Philip Hull no conseguía concentrarse; siempre le pasaba cuando no había descansado lo suficiente. Se levantó a cerrar la puerta de su despacho en la embajada americana y después permaneció de pie, sin acercarse a la ventana o a coger un pisapapeles para sopesarlo y volverlo a dejar sobre la mesa. De pie, pegado a la puerta, como si fueran a dispararle, pensó, pero nadie le iba a disparar. Sólo estaba nervioso. Era un hombre inestable y el deseo de calma de la noche anterior con su emparedado blanco y su vaso de leche se había desvanecido. Volvió a la mesa, sin sentarse consultó la agenda y después el ordenador. Ni una sola cosa interesante entre las citas, llamadas y correos pendientes. Sin embargo, ahí estaba ese jueguecito de la Embajada de Cuba. Un asunto menor, en realidad. Cualquier miembro de su equipo podía hacerse cargo. Pero era el único asunto no del todo previsible entre los más de treinta que le aguardaban y decidió quedárselo.
¿Qué pretendían? Porque sin duda algo pretendían. Los cubanos llevaban casi mes y medio con aquella provocación. Una chica de veintiocho años inexperta, incapaz de esconder su rastro o quizás dedicada en exclusiva al trabajo de dejar ese rastro para que ellos lo vieran.
Volvió a sentarse. Sus pequeños zapatos taconearon súbitos. Hull era un hombre alto de complexión media. Cuando no tenía ninguna cita profesional que lo impusiera procuraba eludir el traje y acudía al trabajo ataviado con jerseys de calidad manifiesta, con pantalones informales. Detestaba, en cambio, los zapatos de aire deportivo, las grandes suelas gruesas, la sensación de calzarse para ir de excursión al campo cuando sólo iba a conducir, a pisar el suelo de la embajada y tal vez algunas calles. En su lugar prefería unos tradicionales mocasines negros cuya piel se le ajustaba al pie hasta el punto de marcar los huesos y cuya suela era casi inexistente. Tenía el pelo castaño abundante, lo que permitía que las canas no destacaran apenas. Los ojos claros, la cara amplia, las manos grandes y fuertes, la indumentaria, todo causaba una impresión de sosiego y seguridad, pero al llegar debajo de la mesa aquellos pies pequeños y como disociados de toda la figura invitaban al posible interlocutor a preguntarse de nuevo con quién estaba hablando. En cuanto a los calcetines, solían ser finos también, granates, verdes o negros, de textura traslúcida. Aquel día eran verdes, acanalados, y repetían con suavidad el taconeo nervioso de los pies mientras Hull llamaba a Marian Wilson por el teléfono interior.
La agregada de seguridad entró con varios papeles en la mano. Tenía treinta y nueve años. Aunque no ocultaba su ambición, sabía ser paciente y por ambos motivos Hull confiaba en ella.
– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó Hull señalando con la cabeza los papeles de Wilson, el primero de los cuales era un informe sobre las nuevas fuentes de la Embajada de Cuba que Hull le había hecho llegar con el ruego de que no lo difundiera.
– ¡De momento, nada especial! Se lo encargaré a George o a Elisabeth. Tiene aspecto de ser una estratagema. Y, en todo caso, conviene saber más antes de tomar cualquier decisión.
– Me gustaría, si crees que es posible, ocuparme yo, personalmente.
– ¿Por qué? -quiso saber Wilson con una inquietud que a Hull le hizo sonreír.
– Por nada especial. Es algo tan tonto como que sólo me quedan cinco meses en Madrid y necesito un poco de aire.
– ¿Aire?
– Aire libre, salir, moverme por lugares que no sean salas de recepciones y mesas de convenios. -De pronto Hull añadió-: Te invito a un café.
No era algo que hiciera a menudo. Y menos con aquella mujer a quien había besado una sola vez un año atrás. La besó por sorpresa al doblar ambos la esquina de una calle cuando regresaban de un acto oficial, sin que le impulsara la violencia del deseo ni tampoco un sentimiento de autocompasión y búsqueda de protección. Iban los dos andando, era de noche, apenas les quedaban unos metros para llegar al sitio donde esperaba el coche de la embajada. Hull se imaginó preguntándole qué pasaba en su noche mientras su marido dormía, sus dos hijas dormían, a ella un ruido inesperado la hacía abrir los ojos y, entonces, transcurrían varios minutos hasta que recobraba el sueño. En vez de preguntar, Philip Hull había intentado robar esos minutos cuando su boca halló unos labios sorprendidos que no se entreabrieron. Tal vez no había nada en esos minutos, un repaso de la agenda, un recuerdo del día o una anticipación. Pero tal vez hubiera desilusión y rabia, y Hull quería tocarlas con su lengua. Después miró a Marian Wilson, lo siento, ha sido un impulso, tengo problemas: no volverá a ocurrir. Al día siguiente, Hull tuvo que contarle sus problemas en la cafetería de la embajada. Le habló de aquella chica de Nicaragua y mintió un poco. Mintió también al contarle la historia de la muerte de su ex mujer y supo que había logrado cerrar el caso. Ese beso fallido ya no se interpondría en su relación profesional. Supo también que él seguiría como hasta entonces, noches de rabia quieta, ardiente la mejilla, todo lo que no haría golpeando sus sienes como el granizo.
En la cafetería estuvieron considerando qué buscaban los cubanos. Marian Wilson le recriminaba por haber retenido el informe.
– Es el tipo de cosas que le gustan al consejero -se excusó Hull-. Lo escribe entre exclamaciones, se lo entrega a la ministra en una bandeja: «Los cubanos envían a una española a entablar contacto con grupos; algunos podrían estar relacionados con la lucha armada.» Y codo se precipita y se crean problemas y platos rotos antes de tiempo.
– Pero yo pienso como tú, creo que es una estratagema -dijo Wilson-. Los de inteligencia tenemos demasiada mala fama. Si me lo hubieras mostrado antes, yo habría esperado. En cambio, si por lo que sea el informe llega a filtrarse sin haber pasado por mí, habrías tenido serios problemas.
Hull conocía a Wilson y quiso apurar cualquier duda. -¿Y si tú y yo nos equivocamos? -preguntó-.;No pueden estar haciéndolo de forma tan burda precisamente para que pensemos que quieren otra cosa?
Marian sujetó su cara con las dos manos. Conservaba una gestualidad de estudiante que a veces la hacía parecer mucho más ¡oven de lo que era.
– Están acorralados. Están en la cuenta atrás. No se van a meter ahora de verdad en ese lío. Grupúsculos armados, inmaduros, vulnerables. No lo creo.
– Sin embargo, se permiten el lujo de jugar. El riesgo de que nos aprovechemos de la situación y filtremos la noticia es alto.
– Nos conocen -dijo Wilson-. Saben cómo trabajamos. Nuestro equipo no se moverá hasta tener más datos. Ni siquiera puedes demostrar con quien habla la chica realmente, sólo en qué locales entra, o mejor: en qué portales de qué locales se deja ver cuando entra.