– Si es redonda -dijo Philip-, no es la tuya.
No se atrevió a elegir pulseras ni pendientes, nunca había visto a Laura con algo así. Había unos pasadores de plata como rectángulos partidos. Philip compró uno. Se lo dio a Laura después, cuando estaban dentro de un café. Laura rompió el papel y estuvo acariciando el pasador todo el tiempo.
– ¿Y tú -dijo-, cuál es tu plaza?
– Está -contestó Philip- enfrente de mí.
Laura le había mirado cuando hizo la pregunta y siguió haciéndolo mientras él contestaba.
– Quieren el dinero al mismo tiempo que la lista -dijo Marian Wílson.
– ¿Podemos dárselo? -dijo Carter.
– Sí podemos. Pero en mi opinión no deberíamos.
– ¿Ha ocurrido algo?
– No -dijo Wilson.
– Habla -dijo Carter, y Wilson oyó el clic del mechero v la respiración que seguía a la primera calada.
– Tres millones de dólares es demasiado dinero por una lista y una declaración que podría escribir cualquiera.
– El año pasado gastamos once millones para conseguir ¿qué?; unas cuantas denuncias de supuestas violaciones de derechos humanos.
– No sólo eso. Hubo proyectos, y muchas denuncias fueron más que supuestas.
– Otras muchas no.
– No es lo mismo -dijo Wilson-. Parte de ese dinero tal vez lo hayamos perdido, pero no se volverá contra nosotros.
– Que unos cuantos cubanos se fuguen con nuestro dinero no quiere decir que se vuelva contra nosotros.
– Te refieres a la posibilidad de que sean unos corruptos. Eso no sería tan malo. Pero ¿y sí no lo son? ¿Y si todo esto es una maniobra del gobierno cubano?
– ¿Otra vez con lo mismo? ¿Por qué iban a prender ellos la llama del suicidio, con un airo riesgo de quemarse, sólo a cambio de tres millones? Y aun poniéndonos en lo peor, ¿qué pueden hacer con tres millones? ¿Comprar manzanas y regalar una a cada cubano? ¿Dieciocho millones de manzanas?
– ¿Supón que lo hicieran. ¿Qué pasaría en Miami?
– No creo que llegaran a enterarse. Los cubanos serían los primeros interesados en que nadie se enterase. Marian, ¿sabes algo que yo no sepa? ¿Por qué estás tan segura de que mienten?
– No lo estoy. Es sólo que me preocupa más que a ti cometer una equivocación.
– Si nos equivocamos y el exilio se encera, les diremos que corrimos el riesgo. Es nuestro trabajo.
– Preferiría que no ocurriera.
– Yo también -dijo Carter-.Tres millones no son doscientos dólares. Nos la estamos jugando, ¿y? Nos han ofrecido algo interesante, lo más interesante que hemos oído en los últimos veinticinco años. Nos gustaría conseguirlo a cambio de nada. ¿Tienes alguna propuesta?
– En el exilio hay personas razonables.
– Sin duda.
– ¿No podríamos consultarles?
– No, no podríamos. Las personas razonables de las que hablas no están arriba,
– La entrega será pronto -dijo Wilson.
– Llegaré el domingo a media tarde -dijo Carter.
Esa noche Laura le hizo prometer a Hull que al día siguiente cogerían el ferry hasta Hondarribia.
– ¿Has estado allí? ¿Te gusta?
– No he estado -dijo Laura-. Me gustan los ferrys.
Salían de un restaurante y fueron a sentarse a un bar con terraza cubierta. El mar sólo se oía.
Laura llevaba puesto el jersey azul claro. Se había recogido el pelo con el pasador de plata, pero sólo una parte. Su melena castaña seguía cayendo a los dos lados de la cara, aunque más liviana ahora. Hull la miraba y pensaba en su plaza. Había jugado a la galantería al decirle que ella era su plaza pero ahora se preguntaba si no podía ser cierto. Solicitaría un destino diferente. En vez de tratar de imponer su legítima aspiración al puesto de consejero, pediría un cargo honorable y no mal remunerado en alguna organización internacional. La EAO, por ejemplo. Se lo había ganado. De ese modo las cosas no serían tan violentas para él ni tampoco para Laura. Dispondría de más tiempo. Viajarían. Empezaría a escribir su libro. Y ella estaría con él, en las noches y en los mediodías. Un cierto sentido del futuro, un sentido que él había dejado de usar hasta casi perderlo y que alentaba en ella, en su forma de hablar, en las palabras que decía, en su forma de frotarse los ojos. Un cierto sentido del futuro empezó a despertarse en las yemas de los dedos de Philip y era parecido a la excitación sexual, pero no idéntico.
– Cuando esto termine -dijo-, ¿tú seguirás involucrada? ¿Serás de las que estén en Cuba promoviendo el suicidio?
– No puedo contestar a eso.
– No intentaba sonsacarte. No se me ocurriría. Sólo quiero saber tus planes, qué piensas hacer.
– Piensas hacer -dijo Laura-. Es como esa otra expresión: qué te hace pensar. ¿Cuánto crees que vale la vida de un norteamericano, de un estadounidense?
– ¿Nuestra renta per cápita?
– No. imagina una media aproximada. La renta per cápita de un iraquí, considerando el petróleo, no es baja. Pero las vidas de los iraquíes valen poco. Las vidas de los norteamericanos valen más, ¿cuánto más?
– Valen igual -dijo Philip Hull, solemne.
– No, no. -Laura sonreía-. Deberían valer igual, a lo mejor un día llega a suceder, pero el hecho es que ahora valen más. Tú lo sabes. Todo el mundo lo sabe. ¿Cuánto más? Con sinceridad, anda.; ^Gen veces más.
.,'-Tiras por lo bajo, pero bueno. Pongamos que es así. ¿Y- también cien veces más que la vida de un boliviano?
– Digamos que noventa veces más.
– ¿Y que la de un mexicano?
– Sesenta veces más.
– ¿Y cuánto más que la de un chileno?
– Sesenta veces más.
– ¿Setenta? -preguntó Laura.
– No. Sesenta -dijo Hull mirando a Laura directa mente a los ojos como si quisiera demostrarle que podía aguantar, que estaba dispuesto a aguantar.
– ¿Y que la vida de un salvadoreño?
– Noventa veces más.
– ¿Y que la vida de un cubano? -dijo Laura.
Hull creyó sentir la bofetada, el círculo rojo en la piel Le habían ofendido y quiso levantarse, dejarlo todo, volver a Madrid. Pero Laura tomó su mano.
– No estoy pensando en nosotros dos. Te pido sol que me contestes como teórico, como experto en relaciones internacionales. Tú querías saber. Quieres saber lo haré después.
– La vida de un norteamericano vale treinta veces más que la vida de un cubano -dijo Philip Hull.
– Ése es tu cálculo, tu cálculo real, no lo dices por estar hablando conmigo.
– Es mi cálculo real, aproximado pero plausible.
– Entonces valemos más que los bolivianos, más que los salvadoreños, más que los chilenos y que los mexicanos.
– En este momento sí -dijo Huí!.
– ¿Y hace diez años?
Hull se quedó callado. Deseaba acabar de una vez con aquello, pero al fin dijo:
– Hace diez años también.
– ¿Lo ves? -dijo Laura.
– No -dijo Hull-. No sé qué quieres que vea.
– Quiero que veas que Cuba no debe de ser un país tan horrible como lo pintan si ha contribuido a aumentar un poco el sentido común, el sencido de lo que debieran ser las vidas.
– No te preguntaba por tus ideas, te preguntaba por ti, por lo que vas a hacer.
– Supongo que yo también soy mis ideas.
– Laura, ¿por qué esta guerra ahora? Yo no desprecio Cuba, ni mocho menos a ti.
– Pero quieres saber -dijo Laura. Le temblaban los labios y Hull se dio cuenta de que había imaginado cualquier cosa, cualquiera menos verla llorar.
Laura ya no estaba, se había levantado, la vio de espaldas poniéndose su gruesa chaqueta negra. Cuando volvió a sentarse, parecía tranquila. Sólo dijo:
– Me estaba quedando fría.
Philip pidió la cuenta y Laura aceptó que la invitara. Volvieron paseando. En la oscuridad se distinguía la silueta negra de las montañas que iban a dar al mar. Ellos atravesaban la franja intermedia, la zona de las casas y los árboles y el alumbrado público. Siempre ocurría igual, había grandes extensiones y en medio zonas habitables. Y Philip Hull pensaba que tenía que encontrar la zona habitable de Laura Bahía, la zona habitable de él con Laura Bahía. No sabía bien por qué tenía que hacerlo o si era sólo que le gustaría o quizás que le dolía no encontrarla. El hotel se hallaba más lejos de lo que les pareció en taxi a la ida. Mientras andaban el fondo último del mar atenuaba la violencia de estar callados, de seguir callados. Sin embargo, ése era un día de historias y Philip imaginó ahora una para Laura: