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– Te voy a contar algo. Mí plaza -dijo- iba a estar en la mina de un lápiz. Yo iba a ser un anciano muy delgado, capaz de valerse por sí mismo. Viviría en una ciudad pequeña de un país con sol durante todo el año. Mi hijo y mi nuera vendrían a pasar una o dos semanas conmigo. Mi nieto, con veinte años ya, vendría por su cuenta para cambiar de aires y hablar con su abuelo de algo que no fueran mis propias batallas. Yo iba a vivir con cierta comodidad. Yo iba a esperar la muerte tomando vino blanco y aceitunas en las mesas al aire libre de un bar, quizás en el pueblo donde dicen que vivió uno de los atracadores del tren de Glasgow, Mojácar, en Almería. Pero mi plaza no escaria en Mojácar, ni en Almería, ni en Río, ni en Managua, ni en Maryland, el lugar donde nací. Mi plaza iba a estar en las minas de unos lápices de jóvenes desconocidos. Ellos, con sus lápices, habrían subrayado algunas frases de mis cartas desde Managua. Y mi plaza estaría allí, en las minas de los lápices, en los minúsculos fragmentos de grafito desprendidos para quedarse en el papel formando algunas líneas. Mi plaza iba a ser un momento cruzado entre dos tiempos: cuando yo escribía y cuando un joven o una joven estudiante de relaciones internacionales comprendiera alguna de las pocas no-verdades absolutas que ahora sé y que yo iba a dejar caer en ciertos párrafos de esas cartas bolivianas o nicaragüenses. Allí, en el grafito desprendido y también en el perfil del índice y el pulgar que sostienen el lápiz, en la fuerza precisa con que aprieta la mano. Ahí estaría mi plaza, pero ahora te toco -dijo Philip- y mi plaza no me parece suficiente.

Hull apretó el hombro de Laura como si fuera a cogerlo, como si pudiera cogerlo y llevárselo. Después le hizo cosquillas en la nuca suavemente y continuó:

– No me parece suficiente porque he imaginado al joven que subrayaría mi libro con mis años, escribiendo su libro y soñando su plaza en la mina de lápiz del joven que vendrá.

– ¿Y si ese chico hiciera algo con tus no-verdades? -preguntó Laura.

– ;Qué podría hacer? Nada. No podría…

Laura hizo callar a Hull poniendo primero una mano en sus labios y después su boca. El deseo estaba en la punta de sus pechos, en el borde de la piel, lo llevaba consigo y sólo hacía falca una leve mordedura para que toda ella le llamara y Philip Hull asentía con las manos rojas y eran los diez o quince minutos que aún les faltaban para llegar a la habitación como dar en el blanco de todas las imaginaciones, como saber, porque sabían, porque tenían la absoluta certeza, que iban a tocarse durante un sueño largo y nítidamente recordado y al mismo tiempo asible, real.

CUARTA CARTA

Todo empezó a estropearse. No, no estoy pensando en la irritación, ¿quien no conoce la irritación, cuando la sierra eléctrica corta el hierro y hace brotar un arco de partículas incandescentes que cubre la oscuridad? Es el gasto, es el roce de las células de un cuerpo, porque a veces dos se parecen a un cuerpo y son un organismo vivo. Conocemos la irritación, sabemos que se disipa. En segundos o en horas las partículas de fuego desaparecen y con ellas una mínima parte de nosotros. No, no fue por la irritación.

Sucedió de repente. Yo me dejaba llevar por él, él se dejaba llevar por mí y no había más preguntas. No había prisa. Pero aún no habíamos vuelto de nuestro primer viaje cuando mordimos la manzana. Supongo que tuvimos miedo de que alguno de los dos se adelantase. De que alguno de los dos eligiera un lugar antes que el otro y empezara a fijar el rumbo. Supongo que tuvimos miedo precisamente por ser tan difícil elegir un lugar para los dos.

¿Sabe por qué llamo fragorosos a los sueños, a los suyos y a los míos, señor director? Por el estrépito, sí, por el estruendo, porque no dejan oír, así el mal tiempo en los acantilados, y son confusos, así el fragor de la batalla. Los sueños fragorosos no son los sueños de quien aspira a comprarse tres vacas, a tener una tienda o un hijo futbolista. No consisten jamás en lo concreto, ni siquiera en lo fantástico concreto, que nos toque la lotería o nos lleve a una estrella un platillo volante. Ni son, tampoco, los sueños colectivos, el sueño de un país que en el año 1992 estaba en quiebra y soñó con salir adelante y avanzó hacia el lugar marcado por su sueño.

Los sueños fragorosos en cambio dicen: cuando se haga la transición en Cuba yo…, y se abren los puntos suspensivos y resuena el fragor de lo impreciso porque los sueños fragorosos son iguales en Madrid y en La Habana, en Copenhague y en Montevideo, dibujan el contorno evanescente de una vida sin trabas, lejana, extraordinaria, donde hacer daño a otro y darse cuenta no fuera posible. Dibujan en su caso, señor director, tal vez, borrosos horizontes de reconocimiento sin las servidumbres del reconocimiento, o un confuso periódico en verdad independiente, valeroso, fiel a la verdad y al mismo tiempo célebre, influyente, deseado; dibujan la contradicción sin que se vea. Detrás del fragor aguardan sus contrarios pero no se distinguen, porque si se distinguieran dejarían de ser sueños de los que sólo oímos el murmullo para ser la prosa didáctica y vulgar que esos sueños aborrecen, la prosa que debería explicar cómo puede darse una explotación del hombre por el hombre mala y una buena, una injusticia mala y una buena.

Yo tuve un novio, o algo parecido. Podría haber olvidado Cuba y vivir ahora con él, ir ascendiendo un poco en la asesoría fiscal, disfrutar comprando muebles y viendo el vídeo o la televisión cuando cae la noche. Si Cuba no existiera yo podría haber vivido con Eduardo comprando deuvedés y con los sueños. Pero existe Cuba, que es corno decir que existe la posibilidad de actuar. La posibilidad de un sitio no sometido a la lógica del beneficio que siempre lleva aparejada la lógica de la beneficencia. Con todas sus limitaciones, claro. Con el conflicto y el error que están dentro de la isla y con la presión que está fuera. Porque Cuba no es un paraíso ni podrá serlo nunca. No hay paraísos en la tierra, no hay cielos en la tierra sino cierra en la tierra.

Yo podría haber vivido con Eduardo comprando deuvedés si la revolución cubana no existiera. Y en los momentos del absurdo, al exprimir al emigrante, al consolar al despedido, al sonreír al poderoso, al acumular y al temer, me calmarían los sueños, los suyos y los míos, señor director. Porque usted también fue de izquierdas, dicen, y quiso no vivir a costa de otros. Pero es así como vivimos. Nosotros a costa de otros, y otros a nuestra costa, más a la mía que a la suya, si me lo permite. Fuimos de izquierdas y vivimos para siempre como si fuéramos de derechas, qué importa a quién votemos si el criterio sigue siendo que algunos hombres y algunas mujeres vayan a caballo de otros hombres o de otras mujeres. No es romántico, eso. Es más bien vergonzante y puede hacernos tener mala conciencia. Claro que a lo mejor usted ya es de derechas y yo no logro imaginar bien la cabeza de un hombre de derechas. Aunque no se cambia nunca por completo precisamente porque cambiar implica permanecer, el triángulo cambia sólo si sigue siendo triángulo, si se convierte en luna ya no cambia, deja de ser, desaparece y viene el astro en su lugar. Pero si el hombre deja de ser, muere, por eso sólo cambia a trozos, sólo unas partes cambian y otras continúan. De la mala conciencia que aún le pueda quedar, le diré que es inútil. No hay rebelión en ella porque la rebelión tendrá que venir de quienes nos soportan sobre sus hombros o de qué fuéramos nosotros capaces de expulsar a los que pesan sobre los nuestros. Y no lo haremos, señor director.