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Vivir con Eduardo comprando deuvedés a caballo dé: otros y siempre con un miedo de fondo a perder posiciones, a caer. Una vida triste si bien se mira, pero se trata de no mirarla bien, se trata de tomar la realidad como un tablero de damas del que se hubieran quitado los cuadrados negros. Y para no ver la ausencia, los agujeros, el cerco que dejó el marco en la pared, para eso están los sueños,

Parece complicado; sin embargo es sencillo, señor director. Bastante más sencillo que el avión turbo I. Porque fabricar ese avión significa estar del todo ahí, en la mesa el papel desplegado y abierto el manual. Estar en el presente haciéndose cargo de cada movimiento. En cambio usted y yo elegimos no residir nunca del todo. Por eso no. lloramos, señor director.

El amor es un pacto inseguro. Hay combinaciones duraderas. No obstante, se suele estropear y llorar no es necesario. Los astutos no lloran, señor director. Pueden llorar por fuera, pueden gemir y sollozar, pueden temblarles los labios, pero por dentro saben que no perdieron;. Que no perdieron porque no entregaron. Porque en lo más íntimo, en lo que sólo a ellos pertenece tampoco entró el amor y siguen a la espera, y anhelan el momento en que la vida por fin se cumplirá.

No se cumplirá nunca, señor director. Lo digo con asombro y desconcierto. Intentas mantener las cosas en orden y un día te das cuenta de que no lo harás. Veintiocho años es pronto para darse cuenta. O quizás no. Quizás usted cambien lo supo a los veintiocho años. ¿Qué hizo luego? Hizo como que Cuba no existía y, en medio del desorden, avanzó tomando posiciones. Se hizo fuerte para vivir bajo la ley del más fuerte escondiendo en sus sueños, en el lado más frío de la almohada, su debilidad. Entretanto, de vez en cuando, si se le presentaba la ocasión, escribía un texto o firmaba un manifiesto en donde solicitaba que la revolución cubana dejara de existir. Para usted no fue difícil. Para mí es imposible.

Descalza, pisa su suelo; en su reproductor de cedes, hace que suene esta vieja canción: «¿Dónde pongo lo hallado en las calles, los libros, las noches, los rostros en que te he buscador»

Laura Bahía

5

Había tormentas en Hendaya; el ferry estaba casi vacío. Laura resplandecía. Cuando llevaban diez minutos en el barco, salió el sol. Laura iba de un lado a otro asomándose a¡ agua. Después se sentó en el último banco, la cabeza inclinada sobre una barra blanca, su mano derecha en la mano derecha de Philip Hull. De vez en cuando, Laura cerraba los ojos y entonces Philip experimentaba una sensación de contrariedad.

– ¿En qué barco te estás imaginando ahora? -preguntó.

Laura abrió los ojos:

– En éste -respondió.

– ¿Por qué te gustan los ferrys? -preguntó Philip-. No van a ninguna parte. Quiero decir que van siempre al mismo sitio. Van y vuelven. No se quedan. No viajan. Se parecen más a un autobús urbano que a cualquier otra cosa.

– Me gustan por eso, porque no viajan -dijo jugando a aceptar la provocación-. Tú eres de las pocas personas que conozco que viajan de verdad. Viajar es no volver, al menos no volver durante mucho, mucho tiempo.

– ¿Estás pensando en Cuba?

– No siempre pienso en Cuba -dijo Laura-. Dices que los ferrys no viajan y yo pensaba que, en realidad, la mayoría de los viajes de hoy son como fantasías diurnas. No hay ninguna transformación; sólo juegas a que podría haberla, a que podría pasarte algo.

– Yo no juego a eso.

– Era una forma de hablar -dijo Laura-. No me refería a d sino a cuando se habla del viaje en general. Como si ir a Florencia o a Tánger significara poder perder el propio destino y aceptar otro que no sería el nuestro. A lo mejor el viaje fue eso, hace años. Ahora siguen hablando de él como si no hubiera cambiado, como sí ya viajar no fuera un acto artificial.

– ¿Te refieres a este viaje?

– ¿A nuestro viaje a Hendaya? -Laura sonrió y miró a Hull con un resto de tristeza-. No -dijo-. Los dos tenemos que volver y lo sabemos.

Se besaron. Las manos de Hull estaban sobre la piel de Laura. Entre el temblor y la risa buscaron un lugar más discreto, se fueron desnudando sin quitarse la ropa, a veces veían el mar.

Salieron del rincón como dos colegiales. Laura le propuso subir al piso de arriba. Allí sólo había una pareja con máquinas de fotos. Se alejaron de ellos. El barco se movía más. Una llovizna suave les mojaba las manos y la cara.

– Mira -dijo Philip señalando a la pareja de las cámaras-, turistas. Los ferrys son tan falsos como todo lo demás.

Philip Hull notó la violencia en su voz casi a la vez que Laura. No tenía nada contra ella pero necesitaba demostrarle que los ferrys no eran diferentes, que no había tregua ni podría haberla, ni siquiera la del tiempo de travesía, para quienes pensaban como ella.

– Sí -dijo Laura, y sintió rabia por ella misma, por los dos, porque deseaba el enfrentamiento que Hull estaba buscando. Trató de aparentar indiferencia y dijo-: Supongo que a estas alturas ya no son realmente útiles. Supongo que se mantienen por el turismo. Pero son bonitos.

– También Florencia es bonita-dijo Hull-, y Tánger.

– Nunca he estado allí -dijo Laura en el mismo tono desafiante que había usado Hull.

– ¿Entonces por que criticas a quienes viajan a esas ciudades o a oirás?

– No a quienes viajan, sólo a quienes piensan que viajando a Florencia, a Tánger, qué más da, podrían perder su destino y encontrar otro. Tú sabes, nadie se lleva el destino a los viajes, porque el destino pesa toneladas.

– Los emigrantes se lo llevan.

– En parte se lo llevan. -Laura intentó pensar que no era a Philip a quien quería atacar, ni era contra ella contra quien Philip estaba peleando. Pero aún dijo-: Los emigrantes no viajan: emigran.

– Si no soñamos con no volver es por miedo -dijo Philip.

– No lo creo -dijo Laura-. Soñar es fácil. ¿Quieres que planeemos no volver?

– Planes o sueños, qué más da.

– ¿Vendrías conmigo a Cuba?

– ¿Y tú, acompañarías en sus viajes a un agregado político norteamericano?

– Ves, ahora sí estás hablando de planes.

– También podríamos irnos del todo -dijo Philip-. Yo dejaría mi puesto en la embajada y tú dejarías…

– ¿Mi racionalidad? ¿Mis ideas?

– Dilo como quieras.

Laura bajó los ojos. En el suelo estaban tirados algunos folletos con el ferry fotografiado junto a cifras y restos de pisadas. Miró entonces hacia atrás, el horizonte y la estela de espuma, buscando la felicidad de hacía diez minutos:

– Y nos iríamos -dijo despacio- a Laponía, a vivir en casas esquimales.

Con una cierta ternura, Philip preguntó:

– ¿Tú estarías dispuesta a perder tu destino por venir conmigo?

– No sé -y parecía implorar- si es la mejor manera de plantearlo.

Philip Hull besó la lluvia en las manos de Laura. El barco se movía cada vez más y Hull también se movía, pero Laura estaba quieta como si no fuera un cuerpo ni tampoco un mástil ni la barra de una barandilla sino sólo un eje, una línea imaginada.

Miguel Arrieta se acercó al borde del andén de la estación de Robledo de Chávela. Sedal había llegado tres horas antes. Aunque el pueblo estaba a apenas una hora de viaje desde Madrid, ambos habían invertido más de dos horas en hacerlo, bajándose en estaciones intermedias y esperando hasta asegurarse de que era imposible que nadie les siguiese. Además, se habían citado con tres horas de diferencia.

No obstante, Sedal no las tenía todas consigo. Estuvo inspeccionando la estación. Oteó los alrededores con unos prismáticos. Cuando llegó Arrieta él permaneció a quinientos metros de distancia mirando, a la espera de que todas las demás personas, tres en realidad, que habían bajado del tren con Arrieta se hubieran ido.