– ¿Tú sabes a lo que más se parece Cuba ahora? -preguntó Sedal después de los saludos.
– Dímelo -dijo Arrieta.
– Se parece a una de esas grandes empresas que están a punto de ser absorbidas por un grupo mayor. Despedirán a más de la mitad del personal, ahorrarán en todo, eliminarán servicios imprescindibles pero poco rentables y harán que sea negocio.
– No les será fácil -dijo Arrieta.
Sedal se acercó también al borde del andén y pidió a Arrieta que le siguiera. Cruzaron la vía desierta por entre los raíles. Sedal fue hasta el punto de la ladera donde antes había estado observando. Se sentaron en una roca amplia junto a unos arbustos.
– A veces exageras con las precauciones -dijo Miguel Arrieta.
– Nunca se exagera.
Del interior de una cartera negra Sedal sacó un paquete envuelto en papel de embalar. Deshizo el envoltorio con cuidado y le mostró a Arrieta una mochila de montaña.
– Quiero que la veas -dijo-. Cuando le den el dinero, Laura lo meterá en una mochila igual. Después entrará en el metro. En algún punto de su trayecto habrá otra mochila idéntica con fajos de papel que será lo que ella me entregue. Y, después de un par de relevos, una chica vendrá probablemente en coche hasta aquí y apoyará la mochila con el dinero dentro ahí, en la esquina de esa pared.
– No me gusta la idea del metro.
– Estate tranquilo. Nadie lo conoce mejor que nosotros. Contamos con dos recorridos en ninguno de los cuales es posible que una persona siga a otra. Habrá dos mochilas con fajos de papeles para darle a ella libertad si encuentra algún imprevisto.
– Pero si la pierden, no sabrán que te lo ha dado.
– La perderán y volverán a encontrarla. Y, en cualquier caso, a mí me tendrán vigilado.
– Si ella les despista, sospecharán, no se creerán nada.
– Los recorridos están bien estudiados. No parecerá que es ella quien les despista, parecerá que son ellos quienes la pierden y después la vuelven a encontrar.
Miguel examinó la mochila y Sedal la guardó.
– ¿No podríamos tomar una cerveza? -dijo Arrieta.
– De acuerdo, pero no en el bar de la estación, no quiero que alguien vaya a fijarse en ti y se le ocurra saludarte el día de la mochila.
– Sigo pensando que exageras.
De- nuevo cruzaron la vía. Descendieron hasta una carretera y allí no había ningún bar.
– ¿Y mi cerveza?
– Un poco más adelante de esas casas encontraremos algo.
– ¿Cómo es Laura? -preguntó Miguel Arrieta.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Bueno, Hull me habla de ella, tal vez un día me la presente y yo no la he visto nunca.
– De eso se trata, de que no la hayas visto nunca.
– Igual la voy a haber imaginado, Agustín.
– Pequeña, uno sesenta y cinco de estatura, pelo castaño, flaca, ojos verdimarrones, alegre y melancólica.
– ¿Inteligente?
– Todas las personas alegres y melancólicas lo son.
– Ocrán-Sanabú -dijo Arrieta.
– ¿Qué?
– Nada, que no quieres hablar de ella, y lo acepto.
– Pero ¿qué palabras has dicho?
– Ocrán-Sanabú.
– ¿Qué significa?
– Significa déjalo. Significa no insistas. Es algo que me digo a veces. Mira, ahí hay un bar.
Entraron en un mesón de muebles rústicos y recios.
– Tengo una teoría -dijo Arrieta-, Esta vez es buena, esta vez puede que me dure unos cuantos meses.
– ¿Entonces, cerveza? -dijo Sedal, y pidió dos al camarero.
– Siempre me dio miedo perder y no por la derrota sino por la resignación -dijo Arrieta-. Siempre tuve miedo a ese momento en el que uno admite que nunca estará entre los ganadores y decide que sólo le queda pasarse al enemigo o vivir compadeciéndose de sí mismo.
– O trabajar para los que vengan detrás.
– Tienes razón, pero para eso hay que ser fuerte. Yo no soy tan fuerte. Yo jugaba a pensar que ganar o perder era cuestión de tiempo, que nunca está del todo terminada la partida. Era una mala teoría, un pobre consuelo. Ahora tengo la teoría de la infiltración. Yo no soy un infiltrado, Agustín. Yo filtro en realidad. Los grupos de exiliados con los que entro en contacto pasan a través de mí y me dejan su información como si fuera cal u otra sustancia que yo retengo. Infiltrarse es distinto. El agua se infiltra en la tierra, penetra en sus poros y la tierra cambia. Una continua y persistente infiltración, ésa es nuestra salida. La única posible si no queremos mentirnos ni tampoco resignarnos.
– ¿Con nuestra salida te refieres a la tuya y la mía, o a la de Cuba?
– La tuya, la mía, la de Cuba, la de los comunistas que existen diseminados por la tierra.
– Te estás volviendo muy cristiano, tú.
– Es posible. Pero lo que intento es buscar una salida no trascendente. No convertiremos la tierra en mar, pero cuantos más seamos más charcos, más jaleo. Actuar para modificar el equilibrio.
– ¿Cómo?
– Creciendo y multiplicándonos.
– Muy cristiano, sí.
– Es mi mejor teoría, por ahora.
– ¿Y qué tiene que ver con esas palabras: Ocrán-Sanabú?
– Esas palabras son de un tiempo en que no tenía teorías. Cuando pensaba que perder es aceptar que las cosas no signifiquen, no vayan hacía ninguna parte.
– Le daré vueltas -dijo Sedal-. Ahora tenemos que trabajar.
– Creí que ya habíamos terminado.
– Quedan los detalles de la compra.
– Ya están resueltos. Tecnología punta, holandesa y coreana. Los holandeses montarán ellos mismos una empresa pantalla si les pagamos al contado, claro.
– ¿Y las comisiones?
– Con el bloqueo siempre suben, ya lo sabes. Un diez por ciento, no he podido conseguir menos.
– ¿Hull podría sospechar algo?
– Hull no conoce mis negocios con tanto detalle.
– Pero los americanos querrán seguir la pista de ese dinero.
– No tan pronto. Eso dijiste.
– Es verdad -dijo Sedal-. Les daremos una buena batería de pistas falsas.
– ¿Qué hará Laura? ¿Vais a llevarla a Cuba?
– Tiene que decidirlo ella. ¿Y tú, Miguel? ¿Qué harás tú con Hull?
– Faltan dos meses o menos para que le trasladen. Después supongo que nos distanciaremos.
– Traicionar es duro.
Miguel Arrieta dio algunos golpecitos en la mesa, tarareando «se te olvida que me quieres a pesar de lo que dices»:
– Yo no hablaría de traición, hablaría de enfrentamiento. Le he oído tantas veces decir que está cansado de su trayectoria profesional, que se la dejaría olvidada en cualquier parte. Si algo sale mal, podría estropearle un poco esa trayectoria. Pero confiemos en que no ocurra.
– ¿Y si ocurre?
– El sabe de sobra que yo no estoy en su mismo bando, siquiera porque está convencido de que yo no tengo bando, ni el vuestro, ni tampoco el suyo.
– Le has cogido cariño.
– Sí. Eso no voy a negártelo. Tiene tantas dudas. Aunque si le pidieran que me aplastara, creo que lo haría. -Arrieta dejó quieta su mano. Y, mirando a Sedal, miraba detrás de él a un punto indefinido cuando dijo-: A veces se quiere por necesidad.
Volvían en el avión, Hull en el lado del pasillo y Laura junto a la ventanilla. Hull había hecho pasar a Laura, ella obedeció para no frenar a los otros pasajeros pero una vez sentada dijo:
– No voy a mirar.
– ¿Tienes vértigo? -preguntó Hull.
– No. Pero no voy a mirar.
– De todas formas yo prefiero aquí. Tengo un poco de vértigo y me gusta levantarme. No te cedo la ventana por galantería.