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– Como quieras.

Al principio guardaron silencio. Sabían que al llegar al aeropuerto se produciría esa situación, contraria a todo lo vivido, por la cual cogerían dos taxis, o sólo uno, pero entonces Laura dejaría en su casa a Hull para después continuar o Hull, dando un rodeo, dejaría a Laura en su casa y se iría a la suya. Y así, culpables, solitarios, rehuían el contacto de los brazos, de los ojos, dos adúlteros sin marido ni mujer.

La discusión del ferry, bien que soterrada y minúscula, no les ayudaba a sobrellevar la obligada distancia. Por el contrario, les hacía más débiles, más necesitados el uno del otro, porque la recordaban sin cesar y sin cesar temían haber abierto una grieta y que se propagara, que en días o semanas se extendiera, un árbol invertido, por toda la pared.

Durante diez minutos clavaron la mirada en los respaldos delanteros, oyendo sin oír conversaciones, músicas, instrucciones de seguridad. Pero después del despegue las rodillas y los brazos se tocaron. No tuvieron que decir nada sino sólo dejar de violentarse pensando que sin duda irse cada uno a su casa era lo mejor. No era lo mejor, era lo impuesto, lo obligatorio, y al formularlo así los cuerpos parecían respirar. Sus manos ya descansaban juntas, se apoyaban el uno en el otro como si el contacto hubiera disipado el miedo.

– ¿Qué vas a hacer mañana? -preguntó Hull-. Necesito verte.

– ¿Dónde? -dijo Laura.

– Voy a intentar que te autoricen a entrar en mi casa.

Laura recordó entonces el micrófono que había abandonado en Madrid, en el interior del teléfono móvil. Pensó que Hull le tendía una trampa pero no tenía sentido. Aun así, a Sedal y a Armando no les gustaría.

– Yo también tendría que pedir autorización -dijo- y no creo que me la dieran.

– Sí, claro, en realidad a mí tampoco me la darían. Podemos ir al cine, dar un paseo, cenar juntos.

Laura callaba. Al poco Hull dijo:

– Tendremos que imaginar que Madrid es Hendaya. En vez de la ciudad donde vivimos, una ciudad adónde hemos ido. Buscaré un hotel agradable.

– No -dijo Laura-. Esta vez lo busco yo.

– Háblame de Sedal -dijo Hull, y no se sintió culpable porque preguntar a Laura por Sedal era igual que preguntarle por su infancia o por sus padres o por su trabajo. Era preguntarle por ella, era querer saber más de ella. Hull quería saber.

– Sedal -dijo Laura- es una de las mejores cabezas de Cuba- Eso no quiere decir mucho, porque en Cuba hay muchas buenas cabezas. Pero Sedal es tina de ellas. Puede ver y entender al mismo tiempo. Todo lo que yo sé de política, de economía, de filosofía, me lo ha enseñado él.

– ¿Ha publicado algo que te guste especialmente?

– Ha publicado bastantes artículos largos en revistas de pensamiento social y otras parecidas. Sólo que casi todos son artículos coyunturales. Creo que le gustaría poder parar un tiempo.

– ¿Y por qué no lo hace? Tiene edad de sobra para jubilarse.

– No me refería al trabajo, al horario y eso. Me refiero a la presión de ser cubano, ¿sabes? Ser cubano y sentirse responsable. Pero esto es algo que pienso yo. Nunca lo he hablado con él.

– No sé qué quieres decir.

– Si yo fuera Sedal -dijo Laura-, si yo pudiera ver y entender, en algún momento me gustaría ponerme frente a un atril y contar lo que veo y lo que entiendo.

– ¿Lo dices por la censura, por la falta de libertad de expresión?

– No, no es eso. Imagínate a un médico que ha comprendido algo del funcionamiento de las células, algo importante. Pero está en un pueblo y es el único médico. Tiene que tratar reumas, partos, apendicitis. No es que en ese pueblo le impidan publicar artículos sobre las células. Es que se sentiría estúpido con una cola enorme en la puerta de su casa y sin abrir la puerta porque está leyendo revistas y escribiendo artículos.

– ¿Cuba es ese pueblo?

– Supongo que he cogido un mal ejemplo. Cuba no es exactamente ese pueblo, es la sensación del médico lo que quería explicar.

– Lo entiendo -dijo Hull-. ¿Está casado?

– Casado y divorciado. Tiene tres hijos y dos nietos.

No pudieron verse cuando habían pensado. Sus horarios no coincidían. Laura tuvo que preparar lo que Agustín llamaba el recital. Hull estaba en el punto de mira y debía esmerarse en su trabajo habitual, además de tener que estar disponible a cualquier hora para Manan Wilson.

Entretanto, Laura había encontrado un hotel en una pequeña plaza del barrio de Huertas, con balcones que daban a la plaza y la posibilidad de imaginar que no estaban en Madrid. Llamó a Hull desde una cabina para decírselo. Acordaron reservar una habitación el sábado, a nombre de Laura.

Después de hacer la reserva, Laura se quedó en una terraza a pocos metros del hotel, pidió una cerveza y estuvo repasando el guión del recital. Sedal iba a acudir a su casa dentro de medía hora. No habían escrito frases ni nada parecido, estaban sólo los temas de que tendrían que hablar para que improvisaran sus propias palabras. En voz alta lo habían ensayado un par de veces, debían evitar cualquier sospecha de que estaban interpretando.

Aunque no tenía la certeza absoluta de que el teléfono móvil de Laura estuviera manipulado, todo parecía indicar que así era. En tal caso, a los de la embajada les bastaría con llamar a un número y el teléfono, incluso apagado, haría las veces de micrófono. Hasta ese día, Laura había mantenido alguna conversación íntima con Hull llevando ese teléfono encima, y también había hablado con Sedal de cosas sin importancia. La última vez acordaron verse en casa de Laura, pretextando dificultades para encontrar locales seguros.

Laura pagó la cerveza. Tal como habían convenido, Sedal ya estaba dentro de la casa cuando ella llegó.

– Han vuelto a seguirme -dijo él-, pero no pueden conmigo.

En el pequeño cuarto de estar de Laura había un sofá naranja claro de dos plazas y una mecedora de mimbre. Sedal ocupó la mecedora y pidió a Laura leche caliente con un poco de café.

Cuando Laura volvió de la cocina con el café, encontró a Sedal de pie, mirando por una ventana desde donde sólo se veía un patio de menos de un metro cuadrado con tuberías, dos filas de ventanas con visillos, cemento oscuro – y roto en el suelo y en las paredes.

– La ventana de mi cuarto da a un patio blanco con más luz-dijo Laura.

– Sí, me acuerdo. Con tu trabajo podrías vivir en una casa mejor.

– Pensaba que ésta iba a ser provisional. Además, mando dinero a mis tíos. Ahora no podría dejarlo de hacer.

– Siempre es igual. -Sedal volvió a la mecedora-. ¿Sabes ya lo que ha pasado con el convenio de Cotonou?

– No -dijo Laura.

– El Colegio de Comisarios ha pospuesto «indefinidamente» la consideración de la solicitud cubana. Lo esperábamos. Me da más coraje porque todo ha empezado aquí, con la propuesta de la ministra española: si no modificamos las sanciones impuestas a los mercenarios, disminuirán los planes de cooperación al desarrollo.

– Eso sí lo he leído -dijo Laura-. Vaya cooperación. ¿Qué ha pasado, Agustín? ¿Por qué querías que hablásemos?

Sedal continuó como sí no hubiera oído la pregunta de Laura.

– El caso es que hemos retirado la solicitud. Se acabó el convenio de Cotonou para Cuba. Qué te parece el orgullo.

– Creo que no es mucho lo que nos perdemos.

– Ya lo sé, Laura. Es bastante poco y no evitaría que tuvieras que seguir mandándole dinero a tus tíos.

– No somos el único país con emigrantes que mandan dinero a sus casas.

– También lo sé. Hacemos lo correcto, hacemos lo que podemos pero lo que podemos es cada vez menos. Porque la integridad es silenciosa, ¿sabes? Y el silencio no existe. El silencio no es más que ausencia de sonido.

. -¿Qué me tenías que contar? -volvió a preguntar Laura.