– ¿Y si dice que sí?
– Dirá que no. Si dice que sí, ya te ayudaré a que parezca que se ha venido abajo.
«Dirá que no», Wilson recordaba con qué seguridad lo había vaticinado. También ahora estaba segura de que así había sido. De lo contrario, Marcos León se lo habría contado ya. «Dirá que no.»
La una y treinta. Wilson miraba su imaginario panel de mandos cuando la puerta se abrió. Marcos León, rectangular, sonriente, le tendía la mano. Se sentó frente a Wilson. Sus hombros rebasaban, con mucho, el respaldo de la silla.
– Hice lo que querías -dijo sin preámbulos-. Arrieta rechazó mi oferta. Dijo que no podía.
– ¿Qué más? ¿Te dio alguna explicación?
– No, y no quise preguntar más para que no le resultara extraño.
– Sí, hiciste bien. ¿Has visto algo nuevo, te ha llamado algo la atención?
– La verdad es que no. Siempre se comporta igual. Nunca ha sido un exaltado. Donde ve que puede haber negocio, entra sin dudar. Su negativa ha sido lo único raro.
– ¿Y de su dinero?
– Estuve averiguando. Nadie tiene datos concretos. No ha terminado de pagar la casa ni la tienda, eso sí lo sé con seguridad, me lo miraron.
– Es extraño -dijo Wilson-. Por lo que sé, movéis cantidades de dinero bastante sustanciosas.
– Llevamos una buena racha, sí. De todas formas, hay a quien le interesa estar endeudado por cuestiones fiscales. Puede que tenga mucho dinero en una cuenta.
– ¿Tú lo crees?
– Otros lo tienen. En el caso de Arrieta no estoy seguro. Hace poco tuvimos una buena oportunidad con una compraventa de barcos para chatarra. Hacía falta liquidez y él tampoco quiso entrar. De todas formas, no era como lo que me has pedido que me inventara. No era un negocio seguro, había riesgos, quizás fue por los riesgos.
– SÍ no fuera rico, si no tuviera ningún dinero en ninguna cuenta, ¿habría alguna explicación? Un pariente enfermo a quien deba mantener, hijos secretos, qué sé yo.
– Ninguna que yo haya podido averiguar. Está divorciado y su ex mujer ha vuelto a casarse. No tiene hijos. Sus padres vivían en Montevideo, pero ya han muerto.
– ¿Te fías de él?
– Me fiaba. Es un tipo callado. Si me pongo a pensarlo ahora, puede que sea demasiado callado.
– No me gusta fomentar el recelo entre vosotros innecesariamente -dijo Wilson-. Lo más probable es que sea una falsa alarma. Haré un par de comprobaciones y volveré a llamarte. Gracias por todo.
Marcos León se levantó y estrechó con fuerza la mano de Wilson. Ella le vio salir. Cuando la puerta se cerró detrás de aquel cuerpo grande, el imaginario panel de mandos había desaparecido. Estaba sola en su despacho funcional. El intercambio iba a hacerse esa misma tarde y ella no lo impediría. No tenía pruebas y, si hablaba ahora, Carter exigiría pruebas. Mil asuntos distintos podían mantener a Arrieta ocupado esa semana, una amante, un problema de salud, un negocio que hubiera hecho con otros, del que no quisiera hablar a Marcos León.
– Mil asuntos distintos -se oyó decir en voz alta.
Tomó la carpeta con el expediente de Sedal y se quedó mirando las fotografías. Cuando Wilson entró en la agencia, hacía ya casi veinte años, había leído novelas de espías por docenas. Después se le pasó la fiebre y luego ya casi nunca tuvo tiempo de leer sólo por gusto. Pero aún recordaba aquellas historias sobre la supuesta lealtad entre enemigos, sobre la fortuna de encontrar un enemigo a nuestra altura, un enemigo que nos honre. Sedal era ahora su enemigo. Estaba segura.
– Estoy segura -se oyó decir de nuevo en alto, aunque ahora ya no hablaba sola. Hablaba al rostro de Sedal que la miraba desde su mesa.
QUINTA CARTA
«Entonces tu cola se dividirá en dos y se convertirá en lo que los seres humanos llaman piernas, Pero has de saber que eso te producirá tanto dolor como si una espada recién afilada te rajase por la mitad.» La pequeña sirena, de Andersen. ¿Lo recuerda? «A cada paso que des te parecerá que pisas cuchillos afilados y que tus pies sangran.» Yo lo recuerdo. Casi siempre en los cuentos las transformaciones se producen sin dolor, son instantáneas y completas. Pero esa cola de sirena que se resiste a dejar de serlo. Imagino que habrá habido multitud de interpretaciones sexuales para esa imagen, aunque creo que de niña no pensé en el sexo cuando escuchaba el cuento, y tampoco ahora. Pienso en el dolor de dejar de ser lo que se es, en cuánto puede durar.
Una espada de dos filos nos corta y luego, a cada paso, cada vez que las piernas se separan y los pies tocan el suelo, sentir que se pisan cuchillos afilados. Nunca nos duele tanto querer a alguien. La imagen de Andersen no deja de ser excesiva. Nunca nos duele tanto, pero nos duele. Porque un buen día hay un cuerpo a nuestro lado y comprendemos que si ese cuerpo desapareciera sería para nosotros una mutilación. Entonces damos un paso atrás. Como somos astutos damos un paso atrás y preservamos no nuestra autonomía, no nuestra libertad, no nuestras costumbres, no todo aquello que si de verdad quisiéramos podríamos en buena parte mantener aun entregándonos del todo. No. Damos un paso atrás y lo que preservamos es nuestra cola de sirena para que no se parta, para que no nos duela al caminar.
A veces cometemos traición, somos infieles porque con el impulso de los primeros días, el arrebato y el obnubilamiento, conseguiremos separarnos de aquel o aquella a quien amamos y por quien habríamos podido renunciar a nuestra cola de sirena. Cometemos traición para no renunciar. Y vamos manteniendo en torno nuestro un foso infranqueable. Queda el amor al otro lado. De tanto en tanto vienen huéspedes a vernos, de tanto en tanto consentimos en bajar el puente levadizo para que entren, para salir nosotros. Pero siempre regresamos. Ahí en el castillo, torres rojas, estamos solos y los pasos no duelen.
Yo conocí el dolor con el agregado. No era el dolor de la sirena, era más leve, a menudo es más leve, aunque doliera. No era el dolor melodramático de la espada y la sangre sino el constante y pequeño dolor de tener el destino dividido y saber que lo que le pasara al agregado estaría de algún modo y para siempre sucediéndome a mí. Luego, un día, quise hacer el pacto, como todos los que sueñan.
Hacer el pacto, retirarse al castillo, que aunque siguiéramos viéndonos, tocándonos, el dolor cediera y se dulcificase porque el destino de cada uno volvería a ser el destino de cada uno, y volvería a resultar posible imaginarse en la proa de un gran barco o en un país nevado sin dar cabida al otro en la imaginación. El agregado también lo quiso. Quizás a usted le gustaría saber quién fue el primero.
Saberlo forma parte del interés humano, pero le diré que no tengo constancia, no sé quién quiso retroceder antes y, francamente, creo que no importa- Es el castillo lo que importa; son las habitaciones y las torres y el bosque al otro lado del foso que a veces es un bosque y a veces arena blanca o un acantilado. Es ese raro castillo del cual podemos entrar o salir con libertad porque sus muros son de aire o de menos que el aire para nosotros. En cambio para los otros es un recio castillo de piedra dura.
Tal vez fui yo la primera. Tal vez fue el agregado. No importa, en ningún caso el otro quedaría dispensado de la astucia con que pretendió no entregarse del todo. En ningún caso el otro quedaría dispensado de la melancolía, tristeza suave no causada por una verdadera desgracia; alfombra roja de los sueños; sendero con curvas en el cuadro por donde pasábamos al otro lado, al mundo del cuadro, al mundo fuera de aquí. Tristeza suave, pendiente suave de tobogán o alfombra roja: no la delgada alfombrilla que se tiende al pie de los aviones y es apenas una tela sino la alfombra gruesa donde al poner los pies se diría que el suelo está varios centímetros más abajo. Y después sólo queda dar un paso: hemos cruzado el umbral, ya estamos en los sueños.