Me extraña no haberle encontrado nunca todavía, señor director. Me extraña no haber coincidido con usted en ese pequeño trozo de alfombra densa. Porque la entrada al lugar de los sueños fragorosos es pequeña, señor director. Una vez cruzado el umbral el espacio se expande, los sueños se dispersan. No son tantos ni son tan distintos, los sueños, peto son casi infinitas las modalidades. ¿Nunca en el umbral, nunca mientras aguardaba, nunca quieto y a la espera sobre el cuadrado rojo de la melancolía vio mis ojos? Tal vez si hace memoria los recuerde. Tal vez si hace memoria de ahora en adelante pueda reconocer ojos de alfombra roja, densa, en hombres y mujeres, ojos de tristeza suave no causada por una verdadera desgracia. Incluso al oír algunas voces es fácil darse cuenta, y en las fotografías y en la forma de andar, y en las manos que existen a veces sobre las mesas como separadas del busto que habla y usted ha imaginado que las cogería, que se marcharía al hotel del ventanal con esas manos.
Alguna vez tenemos que haber coincidido. Como dos heroinómanos esperan en la puerta al camello que habrá de abastecerles, usted y yo de pie y en el umbral si bien distintos de los heroinómanos porque la heroína ciega la conciencia. La heroína puede llegar a ser un camino sin retorno pero de nuestros sueños, los providenciales, los fragorosos, se vuelve siempre. Son camino de ida y vuelta siempre. Se toman decisiones por los sueños. Se hace o se deja de hacer.
Alguna vez hemos tenido que cruzarnos en la melancolía, señor director. Alguna vez hemos tenido que mirarnos a la cara y reconocer en el otro la misma tristeza. Y entonces comprender que la melancolía no era nuestra empalizada, no era defensa propia como suele decirse, sino concupiscencia.
Se disipa a su lado, señor director,
Laura Bahía
6
La entrega del dinero y la entrega de la lista, el intercambio, se hizo a la hora convenida, las cuatro de la tarde, en un pequeño parque, en realidad diminuto, triangular, de la colonia de El Viso. A las cuatro no había nadie allí, nadie más que ellos: Laura, el agregado y, a distancia, los que debían verificar la firma de Sedal además de centinelas de ambos bandos encargados de velar por la seguridad del dinero.
Laura y Hull hablaron mirándose a veces a la cara pero nunca a los ojos. Laura dijo que sólo traía la lista, habían resuelto posponer la entrega de la declaración hasta el día en que tuviera lugar la entrevista de Carter con Jorge Salinas. Hull no hizo ademán alguno y sólo se retiró para darle a George el recibo de Sedal y la lista. Mientras George procedía a la verificación, telefonearon a Wilson y a ella tampoco pareció importarle la ausencia de la declaración.
– La firma es correcta -dijo George pasados diez minutos. Entretanto, Laura había metido el dinero en una mochila alta, como de montañera, y esperaba a Hull sentada en el borde de un banco con la mochila ceñida a la cintura y a los hombros. Hull la miraba sabiéndose observado por varios ojos desde distintos ángulos. Se colocó, sin embargo, muy cerca de Laura y le dijo que la firma era correcta. Después, absurdamente, se acercó para besarle la mejilla y le pareció que Laura prolongaba unos segundos la proximidad o que al menos retiraba la cara a cámara lenta.
Laura echó a andar, deprisa. Philip Hull no la miró; se dirigió al lugar donde estaba George, volvió con él a la embajada.
George le hablaba de tenis, de un partido de tenis que había estado viendo la tarde anterior. Pero Hull no le escuchaba. La lentitud de Laura al mover la mejilla resonaba en su propia mejilla como la vibración de un arco de metal- No obstante, la noche anterior y aún más por la mañana, al levantarse, Hull se había preguntado si no estaría cometiendo un error, un error absoluto e inexplicable. En ocasiones le había ocurrido ver un mueble en un escaparate o una chaqueta y desear comprarlo, y buscar el momento para hacerlo, pero al entrar en la tienda, o a veces antes, volver a pensar en el mueble, en la chaqueta, y parecerle pretencioso o del todo innecesario. A veces también le había ocurrido estar seguro de que un bar estaba en una calle o de que un restaurante tenía la puerta azul, estar completamente seguro y discutirlo con alguien y convencerle, pero luego, antes de haberlo comprobado, darse cuenta de su equivocación y tener que reírse de su énfasis de hacía unos minutos. También le sucedía con las mujeres. Desear a una mujer, rondarla, colmarla de atenciones y una mañana, a menudo antes de haberla conseguido, despertarse ligero, como relevado de una ardua misión, pensando en la mujer igual que en cualquier otra persona, y luego vería, oírla, decirle cualquier cosa sin nerviosismo ya, sin miedo, sin apenas interés.
Ante sus monosílabos corteses, George terminó callándose. Llegaron a la embajada pero Hull no quiso entrar. Le parecía que las paredes y el corto espacio de su despacho le impedirían ver con claridad su error posible, recordar con claridad la lentitud de la mejilla de Laura en su mejilla, comprender con claridad lo que le estaba pasando. Se quedó en la calle barrida por el sol de mayo, le dijo a George que iba a acercarse a una farmacia un momento, pero no fue a ninguna farmacia sino que echó a andar en dirección al puente de Juan Bravo.
No había demasiados coches circulando, Hull miraba la sucesión de colores, negro, gris, gris, blanco, verde, rojo. Podía haberse equivocado, pensaba, era más que pro-hable que su aventura con Laura fuera sólo eso, una aventura. La sencilla satisfacción de desear y verse deseado, no tan distinta de la satisfacción al contestar a una pregunta cuya respuesta conocemos. Podía estar cometiendo un error garrafal al empeñarse en un futuro que además rebosaría de complicaciones.
Hull se detuvo en un semáforo, hacía calor y como siempre que se dirigía al puente de Juan Bravo sintió cierto rubor de que le viesen, de que alguien desde el interior de un coche le reconociera, sudoroso y vulnerable. Porque no debían los agregados políticos de las embajadas asomarse a los puentes, no en los puentes urbanos de Madrid a las cinco y media de la tarde sino sólo tal vez de madrugada, o asomarse a puentes románicos en parajes agrestes lejos de la ciudad. Hull cruzó, no eran las complicaciones lo que le preocupaba, tal vez incluso le excitaran algo. Era el error, el error absoluto, como pensar que el resultado de una ecuación debía de ser cinco y que sin embargo fuera tres o diecisiete. Era haberse equivocado por completo y que Laura no fuese su interlocutora ni el calor en la piel ni juntos atravesar las noches y los días, sino que fuese tan sólo una visitante.
Pasaban los coches rápidos a su lado; cuando se detuvo en la acera del puente, se acodó mirando cómo también pasaban debajo de él. El largo río de la Castellana. Coches y autobuses en ambas direcciones, árboles, separación. El puente era su sitio para ver horizonte.
Con su horario no podía permitirse salir de Madrid ni siquiera desplazarse hasta el templo de Debod. Podía contener el impulso, permanecer en su despacho, conformarse con tomar un café, acaso con ir de verdad a la farmacia. Pero de vez en cuando necesitaba dirigir la mirada lejos y, admitió, no contenía sus impulsos, a veces no conseguía contenerlos. Era un inconveniente, Wilson así lo consideraría. También él, aunque notaba cómo su cuerpo iba encontrando el centro de gravedad ahí, sobre ese puente, y su mirada parecía volar.