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– Al principio yo pensé que nos habíamos equivocado -dijo Osorio-. Las detenciones, la guerra de Irak, los secuestros de naves, las condenas a muerte, los mil manifiestos. No era el momento para una operación de este tipo.

– Ya no lo piensas.

– Creo que ha sido bueno pasar a la ofensiva. Aunque sea una ofensiva pequeña, aunque sólo se vayan a enterar Wilson, Jorge Salinas y tres o cuatro personas más.

El piso de Mateo Orellán no era muy grande. La cocina era la habitación que producía mayor sensación de amplitud. En el centro había una mesa con cuatro sillas. El salón, en cambio, estaba invadido por sus libros y su mesa de trabajo. Había una especie de sofá con una tapicería azul marino y beige, ya muy gastada, y la vieja butaca de rejilla en donde Orellán leía. Sedal y Osorio hablaban allí, los dos en el sofá mirando a la butaca en donde él no estaba.

– No sólo el corrompido es culpable. También lo es el corruptor -dijo Sedal.

– Por lo menos la próxima vez tendrán que pensárselo dos veces antes de intentar comprarnos con sus dólares.

– Ahora se empieza a hablar de la resistencia de Irak -dijo Sedal-. Dicen que podría durar meses, y años. Pero resistir es sólo no dejarse mover, no haberse muerto. Teníamos que hacer algo más. -Sedal parecía estar acariciando en su regazo un gato imaginario cuando dijo-: Estamos intentando ser justos. Un país entero intentando ser justo. No pido que nos aplaudan, nadie lo pide. Pero deberían dejarnos vivir.

– Deberían -dijo Carlos-. Te noto preocupado.

– Ha surgido un imprevisto. Quizás no sea grave, pero quizás sí. Podrían haber seguido a Miguel Arrieta.

– ¿Tan pronto?

– Exactamente. Tan pronto. Para nosotros es importante que en Miami no lleguen a saber nada de esto. Sólo Carter debe enterarse, cuando el barco ya esté en Cuba y por un soplo nuestro.

– ¿Crees que es Wilson quien te ha seguido?

– No lo sé. Ni siquiera estamos seguros de que le siguieran. Le entretuvieron en la frontera, le pareció ver a alguien, puede ser todo una falsa alarma. Por otro lado, si hubiera sido Wilson podríamos estar tranquilos, porque es la primera interesada en que esto no se sepa. Y le hemos dado una salida. Tu viaje lo preparamos sólo para que ella piense que puede callar. Pero puede haberlo descubierto alguien más.

– ¿A qué tienes miedo?

– No sé quién trabaja para ella y me preocupa que se vaya de la lengua, que algún agente de Wilson le vaya con el cuento a Miami.

– Aunque pasara, ya sería tarde, ya no podrían hacer nada.

– Laura y Miguel están aquí todavía. No puedo mandarles hoy a Cuba, lo precipitaría todo, obligaría a Carter a provocar un incidente diplomático para salvar la cara y no queremos que nada de eso ocurra.

– Habla con Armando. Pide que os protejan, a Laura, a Miguel ya ti.

– Supongo que exagero, Carlos. Siempre exagero. Ni siquiera es seguro que le hayan seguido. Y los de Miami no van a correr el riesgo de actuar en un país como España, no les conviene. Pero estoy intranquilo.

Cuando Mateo Orellán leía en el salón, solía encender dos lámparas, porque no veía bien en la penumbra. Ellos sólo habían encendido una, con lo que la parte de la habitación más alejada quedaba a oscuras. Orellán acababa de llegar, había dejado un maletín en la cocina y empezó a atravesar a tientas el salón. Parecieron desconcertados al verle, como si hubieran olvidado que iba a venir. Después de los saludos, los abrazos, las preguntas, ocupó su vieja butaca.

– Llamaré a Armando -le dijo a Osorio Agustín Sedal.

– ¿Tú sabes lo último que he leído sobre nosotros, escritor? -dijo Sedal-. Que somos un materialismo sin materia.

– Estuvisteis a punto de serlo -dijo Maceo Orellán-, en los años del período especial. Pero eso ha cambiado.

– A que precio -dijo Sedal.

Osorio y el escritor le miraron. Ni siquiera estaban seguros de lo que había dicho porque había enredado las sílabas y porque Sedal no habría dicho eso, o tal vez, solamente, no lo habría querido decir.

– Al precio de la desigualdad -continuó-, al precio del búscate la vida, sé listo, aprende a moverte, que no está tan lejos del sálvese quien pueda capitalista.

Todos callaron. Después intervino Osorio.

– Está lejos -dijo, aunque su voz sonaba muy cansada-. A nadie se le pide que se busque la vida en lo esencial. No se ha alterado lo importante. Todavía.

Mateo Orellán venía de hablar de la desolación, de lo que se desuela y se destruye. Y allí, en su casa, entre sus libros, le pareció que no tenía derecho a esconderse como lo había hecho en Barcelona durante la presentación hablando de literatura. Más de una vez había considerado impúdico, obsceno, descarado si cabe hablar con los cubanos de su revolución. Porque él vivía en un país que sí daba la injusticia por sentada, en un país que expulsa al que tropieza, al que pierde y al que no puede correr. Y aceptaba ese país y hasta le convenía porque él estaba dentro de la pista, porque aún no le habían expulsado. Sin embargo, a veces el pudor era lo más impúdico, lo más indecoroso, a veces callar podía convertirse en una desfachatez y aquella noche no se escondió. Estiró los pies desde la butaca, los pies que no llegaban a tocar el suelo; luego dijo:

– ¿Sabéis por qué me hice comunista? Fue por un cuento, un cuento que me contó mi maestro en la escuela. Cuando me lo contó yo era bajito, como ahora, y tartamudo.

Sedal y Osorio rieron. Con el tiempo Mateo Orellán se había hecho un orador pasable, además de haber adquirido una buena habilidad para memorizar y recitar poemas.

– Me alegro de que os riáis, pero con diez años yo era llamativamente bajo y tartamudo. Aunque mi padre luchó por la república, con diez años yo no llegaba a entender muy bien las consecuencias de ser hijo de rojos. En cambio sí sabía lo que significaba ser bajo y tartamudo. En según qué grupos de chicos, aunque supongo que en casi todos, eso te convierte en un paria, si no tienes la suerte de que te adopten como mascota. Y a mí no me adoptaron. Un buen día oí en la radio a un señor hablando sobre no sé que variedad de leones y sobre cómo si en una manada de veinte hay uno o dos especialmente canijos, son castigados por el resto: se les golpea, se les priva de comida, hasta conseguir que mueran. Enseguida pensé que mi clase del colegio era la manada, y que estaban dispuestos a acabar conmigo. Le conté al maestro la historia de la manada. El debió de intuir mis temores, y me contó su cuento. Creo que es conocido pero yo no lo he vuelto a oír. -Orellán elevó un poco la voz-: Un guardabosques entró en un bosque y preguntó a los árboles si podía derribar uno de ellos; tenía intención de hacer un mango para su hacha. La mayoría de los árboles había estado en el bosque durante mucho tiempo. Eran vigorosos, eran fuertes, tan grandes que no había, hombre que tuviera los brazos tan largos como para poder abarcar su tronco. Fueron ellos quienes tomaron la decisión. Sí, bueno, digamos que tu petición es muy moderada. Puedes tomar aquel joven árbol que se encuentra allí solo.» Señalaron con sus cabezas hacia un joven fresno, el cual no había tenido tiempo de crecer para alcanzar el grosor de la muñeca de un hombre. El guardabosques agradeció a los árboles su amabilidad y, antes de que pudieran arrepentirse, derribó el fresno. Luego hizo un estupendo y fuerte mango para su hacha. Tan pronto como hubo fijado el nuevo mango a su hacha, se puso a trabajar. Esta vez no pidió permiso, no mostró compasión alguna. Derribó cuantos árboles se encontraban en su camino, tanto los grandes como los pequeños. En aquel momento, cuando vieron lo que estaba a punto de ocurrirles, los árboles dijeron tristemente: «Es completa y exclusivamente culpa nuestra el que vayamos a morir. Al sacrificar la vida de un árbol más pequeño y débil que nosotros, hemos perdido nuestras propias vidas.» La luz de la lámpara daba en los lomos de los libros, rebotando en los que estaban plastificados y eran blancos con grietas y arrugas de haber sido abiertos. Tal vez era el momento de que Mateo Orellán gastase una broma o les ofreciera cerveza fría. Osorio parecía ir a decir algo. Orellán le miró y decidió terminar su historia.