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– Mejor tarde.

– Entonces, lo nuestro deberíamos arreglarlo pronto.

– Mañana.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Deja quieto a Arrieta. Deja quieto todo este asunto, por ahora.

– ¿Qué vas a darme?

– Influencia.

Marcos León asintió.

– ¿A qué hora mañana?

– Tarde. A las ocho.

– ¿No me harás esperar otra vez?

– No creo -dijo Wilson.

Aquélla fue una cita cabal, porque el amor, que no existe, acoge a los desesperados. Hull y Laura habían quedado a las siete en el hotel. No obstante y sin haberse puesto de acuerdo, los dos llegaron con más de una hora de antelación. Pensaban que querían estar a solas, aguardar al otro tratando de aclararse las ideas. Pensaban que querían pensar y no era cierto. Los cuerpos se tocaron a plena luz. Querían estar desnudos y juntos a plena luz, la carne era imperfecta y lujuriosa y cálida, no era lisa, no era la carne satinada, resbaladiza, de las películas sino la carne exacta que les constituía,!a carne necesaria y placentera de dos cuerpos libres en una habitación. Porque la libertad que no existe, acoge a los desesperados.

Philip Hull y Laura Bahía se amaron con desesperación. Y como los extremos se tocan, como el final del círculo es su principio, como el punto más bajo de la pendiente es el comienzo de la pendiente más alta, en el límite de su desesperación, allí donde no veían nada o donde sólo veían defección, ruptura, vieron en cambio lo posible, vieron cercanía y continuidad.

– Soy cubana -dijo Laura después.

-Estaban tendidos de costado, el uno frente al otro.

– Y yo soy norteamericano.

– No es sólo que haya nacido en Cuba, es que soy procubana, como decís vosotros, es que me importa la revolución.

– Soy demasiado viejo -dijo Hull. Nunca, pensó, se habría creído capaz de decírselo a ella en voz alta.

– ¿Para qué? -dijo Laura

– Para ti.

– ¿Para mí para qué?

– Dentro de unos años seré mucho más viejo.

– Yo también. -

– No tú sólo serás un poco más mayor.

– Entonces tú sólo serás un poco más viejo.:

Laura cerró los ojos. Enseguida Hull se dio cuenta de que dormía. Se levantó. No tenía sueño. Se dio una ducha, se vistió, y Laura dormía aún. Sentado en una butaca, hojeó una revista turística que había sobre la mesa. Y la miraba dormir. El futuro le pareció posible, te pareció benigno como un día sin calor excesivo y sin un frío perturbador. El aburrimiento le pareció posible. Desear encontrarse con Laura en el pasillo o darse cuenta con ella de que ya son las siete y la luz se retira. Durante años lo había repudiado con horror. Como si el aburrimiento fuera prueba irrefutable de cierta conformidad. Ahora le parecía prueba de vida. El siempre había vivido a la carrera. Persiguiendo siempre un resarcimiento, una compensación por algún gasto o pérdida que ya no conseguía recordar. Y ahora la lentitud le parecía posible. Terminar cada cosa que empezara. Dejar de ir a la zaga de lo que merecía, de lo que había creído merecer e ir en paso parejo con los días de la semana, con los meses del año, con los años que le quedaban para morir. No era conformidad. La lentitud no era conformidad sino tal vez la prisa. Como haber perdido algo y abrir uno tras otro, corriendo, los cajones, levantar las carpetas y los libros, los abrigos, y empezar con los cajones otra vez: la prisa era aceptar que no lo encomiaríamos y en cambio estarse quieto, hacer memoria para recordar en donde lo pusimos, eso era la lentitud.

Laura se dio la vuelta, aún dormida. Mientras la miraba, Hull consideraba absurdo aunque profundamente lógico decirse que era viejo pero no tan viejo como para no tener hijos si es que eran hijos lo que Laura quería, lo que yacía detrás de su insistente para qué, "¿viejo para qué?». Era absurdo y profundamente lógico querer abandonar ahora la calle principal y torcer por una calle más pequeña con una mujer a quien había conocido hacía tres escasos meses, una mujer a cuyo lado la vida podía ser imperfecta, cálida y exacta como un tramo de piel. Vio que se despertaba.

No le preguntaría, pensó. No la pondría entre la espada y la pared ahora. Gestionaría primero su posible traslado a una organización internacional. Hablaría con Wilson y sólo después le pediría a Laura una respuesta. En cuanto a Cuba, había ciento ochenta y nueve países en la ONU. Estados Unidos era uno de ellos. Cuba era otro. Aún les quedaban ciento ochenta y siete para elegir, para lograr salir del laberinto.

Desayunaron a las seis de la tarde, café, zumo, tostadas. Fueron al Jardín Botánico como si fuera el jardín de una ciudad que hubieran visitado, pero también como si fuera un parque. De nuevo Laura se tumbó en un banco y apoyaba la cara en el muslo de Hull. Sólo durante unos minutos la conversación que había tocado libros y árboles y la bola del mundo y el dinero, sólo por un corto espacio de tiempo fue a parar, sin que al principio se dieran cuenta, a Cuba, a la posibilidad de una planificación racional. Entonces discutieron pero como si no discutieran, como si apenas se contaran lo que habían hecho el día anterior. No querían discutir. Habían hecho un pacto. No hablarían del futuro, de su posible futuro común hasta que cada uno de los dos hubiera resuelto su propio futuro. Se habían dado un plazo de tres días.

SEXTA CARTA

Me disipo a su lado, le decía. Llaman disipación a la conducta de los libertinos. Pero disipar es hacer que una cosa que está en el aire sea cada vez menos densa hasta desaparecer. Claro que nunca desaparece del todo. Aunque la niebla se disipa y deja de verse, queda en el aire extendida. Disiparme ahí, a su lado, significa aceptar que la materia no es siempre plomo, carne, madera. También en ocasiones roza lo invisible. Porque s¡ la energía es masa por la velocidad de la luz al cuadrado, entonces la energía es materia cambien, es una forma de la materia, y así las conexiones, las chispas diminutas que deben de saltar en el cerebro cuando una neurona se conecta con otra, son materia también, y cuando yo le escribo y usted me lee saltan chispas microscópicas, y usted y yo nos hacemos menos densos.

«Lo imposible al actuar sobre lo posible engendra un posible en la infinidad.» Lezama Lima. Un autor cubano. Tantas cartas y no le he hablado nada de Cuba. Nada concreto, una calle, un carro, una revista. Porque se diría que Cuba no es algo concreto. La verdad es concreta, pero la relación de las personas con Cuba empieza antes de la verdad. Las personas en España, por ejemplo, nunca dicen: en Cuba funcionan mal los autobuses, convendría…, y llene usted los puntos suspensivos. O bien: en Cuba han metido presas a personas por escribir a sueldo de un gobierno enemigo lo que, no obstante, seguramente pensaban, convendría… Nunca dicen convendría, sólo dicen: por lo tanto la revolución cubana no tiene sentido y debe dejar de existir. La parte por el todo. Quiero decir que nadie en España dice de España, o de Francia o de Inglaterra: la sanidad pública no funciona bien, por lo tanto la democracia representativa debe dejar de existir. Dicen en cambio: convendría invertir más dinero o tomar cualquier otra medida. Nadie dice: en España el índice de sida en las prisiones es alarmante, por lo tanto acabemos con el capitalismo. Ni Lezama, ni La jiribilla, ni las olas del malecón. No puedo hablarle de las cosas concretas porque antes de las cosas concretas usted ya ha decidido que la revolución cubana debe dejar de existir.

Así pues, dejemos Cuba. Volvamos a los sueños. A los suyos, señor director, que son también los míos: «Lo imposible al actuar sobre lo posible engendra un posible en la infinidad.» Por eso amamos la literatura, por lo que engendra. Ésa es la última razón. Las demás razones tal vez sean complejas, amplías y personales, pero no son la última, la necesaria, la imprescindible.