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No sé durante qué enfermedad infantil, sí es que hubo una enfermedad infantil, tomó usted qué libro y hacia qué parajes le condujo. No conozco su relación con las palabras, los géneros, con algunos personajes, con algunos autores y propósitos. Pero sé que usted ha rezado como yo la oración de Lezama aun sin haberla oído nunca:

Ángel de la jiribilla ruega por nosotros.

Y sonríe. Obliga a que suceda.

Enseña una de tus alas, lee: Realízate,

cúmplete, sé anterior a la muerte.

Vigila las cenizas que retornan. Repite:

Lo imposible al actuar sobre lo posible,

engendra un posible en la infinidad.

Ya la imagen ha creado una causalidad,

es el alba de la era poética entre nosotros.

Ahora ya sabemos que la única certeza

se engendra en lo que nos rebasa.

Por eso leemos, por eso amamos la literatura. Por lo que nos rebasa. Un beso son dos lenguas que se frotan y recorren la boca ajena, pero la literatura dice: boca que vienes de lejos a iluminarme de rayos. Cito para usted a Miguel Hernández y no importa sobre todo el poeta, el poema, la historia, el personaje. Importa el incremento. Los panes y los peces. Usted lee y adquiere un extraño dominio sobre el mundo real. Las páginas se tornan extensibles como si más allá guardaran otras cosas, otros sitios. La mano que roza su mano tiene plumas y manos de yeso cortadas, y usted sabe que existe una playa abierta, una extensión sin límites, el mundo que con los ojos vueltos hacia dentro reconocemos y acatamos. La vida no es la vida, señor director: es la vida con el incremento. Allí donde algunos dirían que se acaba la realidad, usted y yo sabemos que continúa, que detrás del follaje da comienzo una región nueva y nuestra.

¿Usted ha subrayado libros, señor director? Yo he subrayado libros, he memorizado poemas, he subrayado párrafos. Y cuando parecía que estaba quieta o pensativa, no pensaba: recorría el desierto africano, la estepa rasa. Yo he regresado a casa como si me esperaran, ellos, los personajes, el espía que surgió del frío, el Larsen acabado de El astillero, el cónsul de Lowry, el periodista conmovedor y cínico de Graham Greene. Y no se trata de hacer una lista. Si antes usé palabras de Julio Cortázar, sí menciono a Onetti o evoco a Cernuda no lo hago con ánimo de aprobar o cuestionar. La pregunta aparece junto con cada obra y no después de ellas. La pregunta dice: ¿Pero de dónde procede el incremento? Pero lo que se engendra en lo que nos rebasa: ¿qué lo engendra, y cómo lo hace, y para qué? A veces me preocupa, señor director.

El término plusvalía se ha vuelto tan antiguo porque ya no es preciso discutirlo, todos saben y reconocen que el beneficio no sale de ninguna parte sino de alguna, de la parte del trabajo que no se paga y de la expropiación del tiempo de vida. Dicen que no ocurre lo mismo con la literatura. Dicen que el capital simbólico, los miles de conexiones neuronales que se disipan y crean una envoltura, una atmósfera dentro de la atmósfera, no es capital real, dicen que no es dinero robado ni expropiación de la vida. Amamos la literatura por el incremento pero ¿de qué está hecho? ¿Adónde nos conduce, de dónde nos separa el incremento? Y sobre todo, señor director: ¿adónde no nos conducirá nunca? ¿Cuáles son los imposibles que no se dicen, que no actúan nunca sobre lo posible en la literatura?

Mírela ahora desde lejos. Es como un viento que agitara ¡as ramas de los bosques que fueron y serán. Es un viento que agitara el espíritu, pero ¿adónde lo ha llevado? ¿Pero es que aún no aprendimos que el espíritu no está separado de la tierra? La literatura pertenece a los sueños, señor director. No a los sueños concretos sino a los fragorosos, a los providenciales. Y usted y yo sabemos cuáles son los sueños que nunca se sueñan.

El héroe pertenece a la literatura. El héroe pertenece a los sueños porque adula nuestra impotencia, porque es como nosotros y, sin embargo, en un instante tiene lugar la prueba y vuela el héroe, o es valeroso, o magnánimo.

Importa que todo ocurra pronto, importa para sentir así que nosotros podríamos haber sido el héroe.

El héroe no es quien ensaya y rectifica y persevera y yerra de nuevo y de nuevo vuelve a rectificar. No es quien procura dominar los impulsos oscuros, los suyos, los de los otros, y lentamente lo consigue, aunque no siempre, e insiste y lentamente mejora. El héroe, en cambio, es quien se deja ¡levar por un impulso refulgente en un instante porque nosotros, en un instante, podríamos dejarnos llevar.

La revolución cubana ha dejado de ser heroica. Cinco minutos, acaso cinco años para cambiar el mundo y volver a dejarlo igual aunque con canciones y fotografías, eso habría sido heroico para la literatura. Cuarenta y cinco años de insistir y de errar y de rectificar y persistir para dar cuenta de una verdad tan simple como que el máximo beneficio de los accionistas no es compatible con el bien de la comunidad, de la comunidad completa, se entiende, pues no hay otra. Cuarenta y cinco años ensayando no son jamás heroicos, ni literarios.

No hay héroes ni hay tampoco antihéroes en la revolución. El antihéroe pertenece a la literatura porque no necesita hechos que se prolonguen sino actitudes. Una actitud de dulce descreimiento que adopta el antihéroe, y también nosotros durante la evocación.

Yo sé que a usted esto no le concierne, yo sé que usted busca el interés humano, pero tal vez forme parte del interés humano preguntarse si no soñamos literatura porque ella adula nuestra impotencia y nos retrae, porque las decisiones que se toman por los sueños son decisiones que nos protegen a nosotros nunca con, siempre frente a los demás. Y déjeme decirle, señor director, que el agregado y yo coincidimos en muchos libros.

Le guarda,

Laura Bahía

7

Cuando Marian Wilson llegó a su despacho a las nueve, encontró sobre la mesa una nota manuscrita de Hull diciendo que deseaba verla esa misma mañana. Wilson sonrió como los abatidos sonríen a veces un instante. Descolgó el teléfono para llamar a Hulclass="underline"

– Puedes pasar ahora por mi despacho.

En casos especiales, Wilson salía de detrás de su mesa y se sentaba al lado del recién llegado. Pasó frente al cristal de la ventana, quiso ver su rostro pero no vio nada, sólo el reflejo cuadrado de la luz del techo. En su cara luz negra, pensó, luz invisible que los alemanes utilizaron por primera vez para la puntería en la oscuridad.

Hull la saludó sin reparar en que Wilson le esperaba delante de la mesa. Cuando se sentaron tampoco reparó en la silla que había ocupado ella, tan cerca de la suya.

– Ahora que todo ha terminado quiero pedirte que me gestiones un puesto en la FAO. No es un ascenso ni un descenso. Es un cambio de actividad. A mis años, seguramente es lo mejor.

– No ha terminado todo.

– Todo lo complicado. El resto de las negociaciones llevarán su tiempo y son de vuestra estricta competencia. Yo ya no pinto nada.

Wilson llevaba puesta una falda estampada con limones amarillos y hojas verdes, y una blusa blanca de manga corta. Se había echado por los hombros una chaqueta verde de algodón pues, a pesar del calor de esos días, en el interior de la embajada sentía el frío del aire acondicionado. Sus zapatos eran de piel con un tacón mediano y ahora los escondía bajo la silla. Miraba a Hull, pensaba que la inminencia del verano les aniñaba un poco, ella con su falda de limones, Hull con unos pantalones que no se atrevían a ser vaqueros aunque estaban cerca y un polo de manga larga con los bocones desabrochados. Tenía que decírselo, y entretanto le parecía estar sujetando un vaso de cristal en el aire sin tocarlo, sólo por la fuerza de la concentración.

– ¿Qué país te gustaría? -preguntó por fin.

– Supongo que tendría que ser un puesto itinerante, con la base en donde me dijerais.

– ¿Paraguay? -dijo Wilson.