– ¿Por qué no?
– ¿Senegal, Mozambique?
– Mi francés no es perfecto pero es bastante bueno. Mi portugués también.
– Te irías con esa chica hasta el fin del mundo -dijo Wilson.
– Bueno, venga -Hull le huía la mirada-, no te pases.
– No puede ser. Nos la han jugado. Ellos no deben saber que lo sabemos.
Hull la miró como si hubiera hablado en otro idioma y estuviese traduciéndola.
– ¿Quiénes son ellos? -dijo luego.
– Laura Bahía y -el vaso imaginario se hizo añicos contra el suelo- Miguel Arrieta.
– ¿Qué tiene que ver Arrieta en esto?
– Todo. Tiene que ver todo.
Hull se levantó:
– Ahora vuelvo.
Cerró la puerta tras de sí despacio, atravesó con aire despreocupado la sala donde trabajaban cuatro personas. Llegó al pasillo, pensaba que no iba a aguantar mucho más. Allí estaba la puerta del servicio de caballeros. Hull abrió una de las pequeñas puertas interiores, se sentó en la tapa bajada, dobló la cabeza sobre las rodillas, la cubrió con los brazos para no dar portazos, para no dar patadas y sollozar a gritos. Una mano apretaba la otra con fuerza. Notaba su cara roja de vergüenza y rabia. A los pocos minutos se levantó. Salió fuera. Apoyó la mejilla contra los azulejos fríos de la pared. Lloraba en silencio. Después se irguió y se lavó la cara.
Cuando volvió a entrar en el despacho de Wilson ella seguía sentada en la misma silla. Hull se quedó de pie.
– Esta tarde había quedado con Arrieta. Íbamos a ir a ver a un amigo suyo que vende ordenadores. Mi portátil se ha roto -dijo Hull, y todo se le antojaba ridículo.
– ¿El portátil de la embajada?
– No, el mío.
Wilson se levantó. En un segundo había visto una pesadilla completa con Miguel Arrieta habiendo entrado en el ordenador de Hull y en el sistema. Debía controlarse. Hull tenía un portátil para escribir su diario o correos a su hijo, a ella qué le importaba.
– No faltes a la cita. Es importante que no note nada. Espero por tu bien que sepas disimular.
– ¿Por mí bien?
– Nos jugamos mucho.
– Espero que me expliques todo esto.
Wilson miró a Hull, estaban frente a frente y con sus tacones ella tenía casi la misma altura. Cuánto de precario había en ese Hombre. Cuántas dosis de insensatez y de estúpida generosidad. En qué se parecía a ella. Cuántos centímetros le separaban de las cosas. Cuánta ambición tenía, cuánto miedo. Wilson regresó a su mesa.
– Mañana.
– Tendré que hablar con Laura.
– Hoy no. No descuelgues el teléfono si crees que puede ser ella. Mañana ven aquí a la misma hora.
Por la tarde, Hull esperó a Arrieta sentado en un banco de la plaza de Olavide. La vida parecía tan simple: ver correr a dos niños, ver dormir a un vagabundo, oír hablar a tres mujeres en un banco cercano, ir con Arrieta a visitar a un hombre que vendía portátiles de segunda mano aunque eran nuevos en realidad.
Arieta llegó puntual.
– Es en esa calle -señaló.
Llamaron al telefonillo del portal y no respondió nadie.
– Vamos a un bar -dijo Arrieta-. Habrá tenido que salir.
– Cuba es una mierda -dijo Hull. No había pensado decirlo, eso no era disimular, o quizás sí, quizás era mucho mejor que hablar del tiempo.
– ¿Te has peleado con la chica? -preguntó Arrieta.
– ¿Pelearme? No, por Dios, sólo hemos intercambiado opiniones. Yo no puedo ir a Cuba, es absurdo. Y ella no querrá dejar ese país en donde meten a los homosexuales en campos de concentración.
– Eran Unidades Militares de Ayuda a la Producción.
– ¿Cómo lo sabes?
– Reinaldo Arenas, sus libros, la película. No sólo me importan los efectos navales. Hubo protestas dentro de la isla. Las UMAP se cerraron.
– Sabes mucho -repitió Hull.
– Cono7xo a dos cubanos homosexuales. La homosexualidad se despenalizó en Cuba en 1979. No es como para que estén orgullosos, pero es mucho antes que en varios estados de tu país.
– Nunca hubo campos de concentración en Estados Unidos.
– Las UMAP fueron una mierda, pero acabaron. Hace más de treinta años que acabaron. Cuba es más que eso.
– A lo mejor tu amigo ha vuelto -dijo Hull.
Acababan de servirles las cervezas que habían pedido. Arrieta miró a Hulclass="underline"
– No creo -dijo-. Le habría visto entrar.
– Así que te gusta Cuba -dijo Hull.
– No -dijo Arrieta-. Supongo que me molesta que se la ataque por ese tipo de cosas. Se gastan cartuchos en vano. Es como atacar a Estados Unidos porque hace cuarenta años cada vez que violaban a una chica blanca metían a un negro en la cárcel.
– Te estás burlando de mí.
– En absoluto. Lo malo de Cuba es su estilo de vida. No hay cultura del automóvil, los supermercados son una broma. No hay libertad de empresa. No hay negocio para casi nadie.
– Te burlas y no me gusta. No tienes por qué usar la ironía conmigo.
– No me burlo. Tú has vivido en Nicaragua, yo pasé unos años en El Salvador. Tal vez recuerdes una frase del secretario de Estado norteamericano, creo que era Schultz.
Dijo que en Nicaragua y en El Salvador luchabais por de-tender vuestro estilo de vida.
– Vete a la mierda -dijo Hull.
– Como quieras. Supongo que ya es hora de que sepas que a mí me habría gustado estar ahí, en Cuba. Apoyar lo que intentan. Pero yo soy el pistolero, el hombre de negocios. Yo tengo que apostar por un caballo ganador y Cuba no es un caballo ganador.
– ¿Por qué?
– Por el estilo de vida. Porque un país no puede construir una visión del mundo. No puede hacer que prevalezca una cierta idea de prosperidad. Ni siquiera lo logró la Unión Soviética y eran muchos más. La idea de la prosperidad está fuera, la idea de lo que significa tener futuro y vivir una buena vida no se hace en Cuba. Se hace fuera. Puede que sea una idea engañosa. No importa. Tiene presencia. La vemos en todas partes.
– Un hombre acaba de entrar en el porta] -dijo Hull.
– Voy a ver si es él. Espérame aquí.
Arrieta salió del bar. Hull apuró su cerveza. A la mierda Cuba. El engaño y los dólares no le importaban nada. Pero él había creído que Miguel Arrieta estaba solo, que no pertenecía a nada ni nadie. Y ahora le aborrecía por pertenecer.
Wilson entró en el despacho de Carter a las seis de la carde.
– Así que tenías razón -dijo Carter sin levantarse, sin saludar.
– Lo siento.
– Van contra ti.
– Eso parece -dijo Wilson-. A ti te viene bien.
– No, no creas.
– Yo era et policía malo y me necesitabas -dijo Wilson.
– Todos sabían que estando tú en España no habría tolerancia con el bloqueo, que presionarías al gobierno lo necesario para que España dejara de ser la aliada fraternal de Cuba, que ayudarías a los medios hostiles, lo que has hecho, en fin.
– Conmigo aquí no les daba miedo oír tus teorías aperturistas.
– No es ningún secreto. Es el juego. Siempre el mismo juego con distintos dados, con distintas fichas.
– ¿Y ahora?
– Ahora debo quitarte de en medio. Con elegancia y delicadeza. Sé que estamos juntos en esto.
– ¿Qué harás con los cubanos?
– Nada. No puedo hacer nada. Nos han engañado limpiamente, por así decirlo.
– Pero…
– Necesitamos un rey muerto. Una reina, para ser exactos. No puedo expulsar a Sedal por actitudes incompatibles con sus funciones. No puedo dejar que esto se sepa en ninguna parte. Necesito una reina que tranquilice a Miami y eche tierra sobre el asunto.
– ¿Y Arrieta?
– Con segarle la hierba me basta. Prepáralo, Marian. Lo más rápido posible.
– ¿Y Hull?
– Que se manche los brazos hasta el codo. No quiero que ahora ni dentro de diez años pueda decir ninguna estupidez.