Ese mismo lunes, al anochecer, Agustín Sedal y Laura Bahía se reunieron en la Embajada de Cuba. El edificio estaba casi vacío. Atravesaron dos grandes salas desangeladas y se detuvieron en un pequeño vestíbulo sin una mesa, con sólo tres sillas dispuestas sin orden y unas altas cortinas de un material duro.
– Voy a ponerte vigilancia -dijo Sedal.
– ¿Por qué justo ahora?
– Algo no ha salido bien. Se han podido enterar antes de tiempo.
– Si nosotros íbamos a decírselo, qué importa. ¿Qué podrían hacernos?
– Ya no es posible dar marcha atrás y ellos lo saben -dijo Sedal-. No sé qué pueden hacernos. Wilson no caería en venganzas inútiles. Pero hay venganzas útiles. Sobre todo me preocupan algunos grupos de Miami.
– ¿También pueden haberse enterado?
– Pueden.
– ¿Y actuarían en España?
– No es probable, pero siempre es posible. Tendrás que irte a Cuba el sábado. Antes sería demasiado precipitado, y después a lo mejor es tarde.
– No sé si quiero irme a Cuba. La última vez que fui, vi el vídeo turístico del avión.
– Vamos, Laura.
– Cuerpos, puestas de sol, hoteles, bebidas, restaurantes.
Laura se levantó. A veces daba la impresión de ser más alta de lo que era. Aunque llevaba unas zapatillas planas, parecía que el cuerpo creciera desde el suelo, los pantalones hacía arriba, la camiseta de manga larga, el cuello y también un poco hacia arriba las comisuras de los ojos pero, sobre todo, una media sonrisa que la colocaba lejos de sí misma, acaso viéndose desde la pared de enfrente y sin dar demasiado crédito a sus píes, a sus ojos, a lo que fuera que viese su doble quieto.
– No hagas sangre -dijo Agustín-. Sabes que estoy de acuerdo. El turismo nos obliga.
– Pues podíamos callarnos -dijo casi en voz baja-. Por lo menos calíamos, no decir nada, no poner ningún vídeo. Ya hasta los taxistas oficiales han aprendido esa cantinela de «nuestras mujeres», «lo orgullosos que estamos de nuestras mujeres». Lo orgullosos que están de los kilos dé-carne bien colocados. Dentro de poco empezarán a decir que están orgullosos de los muchachitos cubanos, de lo; sexys que son.
Agustín puso una mano en la mano de Laura.
– Vamos, niña.
– No sé si quiero volver a Cuba.
– ¿Es por el agregado?
Laura guardó silencio.
– No les molesta lo que hacemos mal -dijo al poco-. Eso les gusta. Les molesta lo normal. -De nuevo bajó la voz, y parecía preguntar-. Les molesta el intento de una sociedad que no deje fuera a los caídos, a los estropeados.
– ¿Es por él?
– Ésa fue la última discusión que tuve con Philip, ¿sabes? La planificación. Él estaba en contra de la planificación. Le pregunté si le parecía lógico que las empresas más grandes se dedicaran a investigar la textura de los bombones de chocolate o de las galletas saladas en vez de cosas necesarias. Dijo que sí, que le parecía lógico.
– ¿Te gustaría irte con Hull?
– Tampoco lo sé. -Laura daba vueltas de pie, sin mirar a Sedal-. ¿Adónde iríamos?
– ¿Eso no es secundario?
– No. A veces crees que estás perdido y encuentras a alguien. Es como si hubieras encontrado un trozo de madera al que agarrarte, ya no te hundirás. Pero siempre hay una costa. Por fin llegas a una costa y tienes que estar de pie. Tienes que construir una vida.
– Él no se iría a Cuba.
– Quién sabe. Una vez me dijo: «Háblame como la lluvia y déjame escuchar.» Es el título de una pieza corta de Tennessee Williams. La busqué, la leí.
Laura sonreía, sin mirar a Sedal.
– Muy triste. Un chico está en paro y se ha gastado en una noche el dinero del subsidio de un mes. Ha vuelto a casa, borracho, y se ha quedado dormido. Cuando se despierta le dice a la chica que vive con eclass="underline" háblame como la lluvia. Entonces la chica le dice que quiere irse a un hotel de la costa a vivir con un nombre supuesto. Allí alguien pagará su habitación todos los meses. Ella no hará nada, no verá a nadie, sólo dará paseos, leerá largos libros y a lo mejor alguna vez irá al cine. Luego un día se dará cuenta de que su pelo está empezando a ponerse gris, y será que han pasado veinte años. Y otro día se dará cuenta de que su pelo se ha vuelto blanco, y será que han pasado otros veinte años. Entonces se mirará al espejo y verá lo asombrosamente delgada e ingrávida que se ha vuelto. No pasa nada más. El chico Ie pide que vuelva a la cama con él. Ella llora. Fuera está lloviendo.
– ¿Así es como el agregado se imagina Cuba?
– No lo había pensado. La pieza pasa en la Octava Avenida, en la zona central de Manhattan.
– ¿Entonces?
– No lo sé. A lo mejor no le gustaba la historia, sólo el título. He estado pensando en eso, Agustín. ¿Cómo habla la lluvia? Sin altibajos, extensa, persistente, como si nunca fuera a terminar.
Laura seguía de píe, de perfil ahora, mirando hacia una pared sin ventana con los ojos brillantes. -Ocrán-Sanabú -dijo Sedal.
– ¿Qué?
– Bueno, por fin me miras. Ocrán-Sanabú. Me lo dijo Miguel Arrieta. Porque Arrieta, el amigo de Philip Hull, trabaja para nosotros. Ahora ya puedes saberlo.
Laura se acercó a Sedal.
– ¿Philip lo sabe?
– Digamos que hay una probabilidad del cincuenta por ciento. Del cincuenta y uno. Laura…
– No hace falta, Agustín. No tienes que darme ninguna explicación. -Laura se había sentado-. ¿Qué quiere decir Ocrán-Xanadú?
– Sanabú. Es una forma de llamar al momento en que se acaban las palabras.
– Las palabras no se acaban -dijo Laura-. La lluvia cesa, pero no se acaba.
– ¿Tú esperas convencer a Hull?
– Creo que sí.
– No te puedo quitar la protección. Al menos hasta que Marian Wilson abandone España.
Laura asintió.
– No anularé tu billete -dijo Sedal-. Sería bueno que regresaras a Cuba el sábado.
¿A quién podía llamar? Desde que a las diez menos cuarto de la mañana abandonara el despacho de Wilson, Hull no había encontrado un lugar en donde imaginarse. Había vuelto a su mesa, había cerrado la puerta y pedido que no le pasaran llamadas. Y ahí sentado qué pequeña le parecía la habitación. Eran las diez en punto.
Detuvo los ojos en un pisapapeles azul, semejante a una de esas piedras de colores que se encuentran a veces en la orilla del mar pero del tamaño de la palma de su mano. Lo miraba y de nuevo trató de pensar en un sitio. No le servía el puente de Juan Bravo ni la cafetería silenciosa adónde solía ir. No le servía su casa ni entrar, como había hecho otras veces, en un gran almacén para mirar libros y películas. Tampoco deseaba coger el coche, violar su horario, inventar una excusa y conducir hacia el puerto de la Morcuera o más allá. No quería estar solo ni rodeado de gente en la embajada o en la calle. ¿A quién podía llamar? Porque eso era todo lo que quería, llamar, acordar una cita, decir: necesito verte, tengo que contarte algo.
Los ojos resbalaron del pisapapeles a un posavasos con koalas dibujados por aborígenes de Australia. Y del posa-vasos a un rotulador negro Micron 03 japonés, perfecto, que le había regalado Laura diciendo: para cuando escribas tu libro. Hull metió el rotulador en el cajón central de su mesa. No podía llamar a Laura Bahía. No podía llamar a Miguel Arrieta. No podía llamar a su hijo porque cuando empezara a contarle lo que quería contarle su hijo le diría: «No es asunto mío, papá, no quiero oírlo, no tienes derecho a llamar ahora para contarme esto.» Y lo demás eran nombres, personas de la embajada, conocidos y conocidas de sus años de estancia en Madrid, cuatro o cinco amigos diseminados por Estados Unidos, Bolivia, Nicaragua, a los que no veía hacía siglos, con los que sólo se cruzaba de tanto en tanto algún correo electrónico. No podía contar en un correo electrónico lo que le estaba pasando. Necesitaba una cara y un cuerpo delante de él. O una voz. Siquiera una voz.