Laura vio alejarse el autobús rojo. Hull estaba solo en su pareja de asientos.
Despacio, Laura se dirigió a su casa; sólo cuando el autobús hubo desaparecido retrocedió para entrar en una cabina telefónica. Desde allí llamó de nuevo a Agustín Sedal, esta vez a otro número.
– Es más o menos lo que queríamos, pero a mí también me sorprende que lo haya hecho así -respondió él a su relato.
– ¿Qué significar -preguntó Laura.
– Cualquier cosa. Tal vez es más impulsivo de lo que pensábamos, o a lo mejor quiere inflar el informe de tus actividades por algún motivo. Aunque sabemos bastante de él, nunca se llega a saberlo todo.
– ¿Es bueno que ya se haya dejado ver?
– Sí… -La voz de Sedal dudaba-. Sí, ¿por qué no iba a serlo? Podría ser una suerte para nosotros, podría hacer que adelantáramos mucho.
– Hay algo que no ves claro -dijo Laura.
– No me gusta que nadie actúe con precipitación. Lo del autobús es un riesgo inútil. No me gusta que lo hagamos nosotros, pero tampoco ellos. De todas formas, es sólo una impresión. La noticia es buena, Laura. Y no se te ocurra contárselo a nadie más. A nadie.
Aquella noche Philip Hull fue a visitar a Miguel Arrieta. Le había conocido en Bolivia y, diecisiete años después, habían vuelto a encontrarse en Madrid. En Bolivia, al principio, Arrieta le había parecido a Hull un empresario inquieto por sus negocios como había decenas. Sin embargo, cuando tuvo ocasión de hablar con él le sorprendió su instinto, o lo que entonces creyó que era instinto, para la burla de todo y de todos.
En una ocasión, Arrieta había llegado a asustarle cuando le llevó andando hasta un extremo de la capital y le hizo entrar en un tugurio sin ventanas donde cuatro hombres apostaban grandes sumas de dinero al dominó. Arrieta no jugaba nunca pero estuvo mirándolos en silencio todo el tiempo que aguantó Hull.
– Me marcho -dijo Hull por fin sin subir la voz.
Y en ese momento Arrieta reaccionó como si estuvieran en cualquier lugar, salió con él, le condujo a una taberna cercana, le invitó a beber.
– ¿Por qué me has llevado ahí? -preguntó Hull.
– ¿Por qué no? ¿Qué más da un sirio que otro?
– Pero hemos andado mucho para llegar ahí.
– ¿Estás cansado?
– No, no es eso -dijo Hull-. Pensé que querías enseñarme algo.
– ¿Una lección, quizás? ¿O la lección de que las cosas no encierran ninguna lección? Pero eso ya es una enseñanza, ¿no?
Miguel Arrieta andaba entonces, como Hull, por los cuarenta años. En su cara picuda, mezcla de zorro y pájaro, sus ojos parecieron irse hacia atrás, como sí sólo una copia quedase junto a la piel y los ojos reales estuvieran más allá de las paredes, mezclándose con el polvo y la cierra de las afueras. Hull quiso hacerlos volver:
– He pedido el traslado -dijo incurriendo en una confidencia que ni siquiera había hecho aún a su mujer.
– Haces bien -dijo Arrieta-. Tú quieres algo, quieres que las cosas signifiquen algo.
– ;Y tú? -preguntó Hull.
– Yo quiero que se callen.
De nuevo Hull se sintió incómodo. Recordaba los barrios que deberían atravesar en su regreso.
– Ocrán-Sanabú -dijo Miguel Arrieta. Su risa sonó por todo el bar y le cubrió la cara al tiempo que sus ojos volvían-. Dilo -le dijo a Hull-. No, da igual, no hace falta.
Los indios vendían en puestos callejeros pero también en rincones clandestinos toda clase de hierbas para el mal de altura. Las hojas de coca eran lo más sencillo. Vendían hongos y otras sustancias que Hull no conocía; pensó que Arrieta podía haberlas ingerido.
– ¿Qué has tomado? -dijo-. Te tenía por un hombre racional. Es la primera vez que te oigo esa jerga de hechicero que escucha hablar a las mesas y a los animales.
– ¿Tomar? Nada. Es que las cosas sólo significan para los que saben que todavía pueden ganar la partida o el juego. -De nuevo había en su voz el afecto que Hull encontrara al poco tiempo de conocer a Arrieta, un afecto que, desde entonces, Hull iba a empeñarse en conservar-, Ocrán-Sanabú -dijo Arrieta, esta vez sin reír, y añadió-: Estoy cansado, Philip. Hoy he tenido un día muy cansado. ¿No podrías llamar a tu embajada y pedir que nos envíen un coche?
Hull sólo había escrito en su vida cartas privadas de amor a las mujeres, cartas privadas de padre culpable a su hijo y cartas privadas, quizás una al año o a veces cada dos, a Miguel Arrieta. Cartas de no más de un folio pautando su vida, en donde se mostraba todo lo sincero que se atrevía a ser consigo mismo. Arrieta era hijo de cubanos, aunque había nacido en Uruguay y sólo había vivido en Cuba algunos años. Se exilió muy joven, primero a España, después a México y después a una larga ristra de países en función de sus negocios: almacenes en Haití, camiones en Bolivia, un restaurante en Venezuela, barcos en Panamá, exportación e importación de ropa y otros efectos para el mar entre España y China. Cuando a Hull le dieron el destino en Madrid pensó en ir a ver a Arrieta, pero Arrieta se adelantó. Una mañana la secretaria de Hull le hizo llegar un sobre de cartón en cuyo interior sólo había un tarjetón amarillo: Efectos navales Arrieta. Calle General Álvarez de Castro n.° 17- Madrid, 28010. Ni siquiera un teléfono.
Philip fue a visitar la tienda esa misma semana. Era un local alargado de gran profundidad. Pese a estar situado en el centro de la capital, no se había hecho ninguna concesión al público urbano que sólo busca en las tiendas marineras jerseys gruesos, o figuras ralladas en madera y otros artículos superfinos. Por el contrario allí vendían exclusivamente efectos navales útiles para los barcos, cabos de arrastre, redes y plomos, indumentaria práctica, toda suerte de objetos especializados. Hull vio a un dependiente pero prefirió no darse a conocer y se adentró en las sucesivas secciones. Al fondo había una puerta amarilla. Hull llamó y el rostro de un joven desconocido asomó a media asta:
– ¿Qué desea?
– Ocrán-Sanabú -dijo Hull.
– Voy yo -se oyó algo más lejos la voz de Miguel.
Desde entonces Hull había visitado la tienda casi una vez por semana. Detrás del cuarto de la puerta amarilla, había otra habitación bastante amplia, con ventanas enrejadas que daban a la calle y mesas con ordenadores desde donde se organizaba el trabajo de almacenaje y distribución. Eso era lo que veían los transeúntes si miraban al pasar. Más al fondo, en un rincón aislado, sofás, sillas y sillones formaban un espacio para la conversación.
Philip Hull solía ir los jueves y a veces los viernes. Unas veces Arrieta estaba solo, otras no. Si Arrieta le invitaba a entrar, Philip pasaba. En varias ocasiones le había pedido que se fuera y Philip lo había hecho sin inmutarse. En la embajada habían investigado a Arrieta. Hull sabía que sus negocios no eran del todo limpios, aunque sólo en la medida en que eran negocios. Rutas de exportación poco creíbles, una sociedad difusa en Panamá. Pero no había droga y sí algunos empresarios vinculados a Miami. Hull no quería que esos empresarios le vieran, no quería que se le atribuyeran más lazos con el exilio cubano que los estrictamente profesionales. Por su parte, Arrieta no quería que la presencia de Hull pudiera violentar a algunos de sus intermediarios. Lo habían hablado con franqueza y habían llegado a ese pacto. Hull prefería la incomodidad de desplazarse en vano a esa otra incomodidad consistente en planificar las citas con días de antelación. Prefería, le había dicho a Arrieta, la fantasía de una amistad adolescente. En cuanto a Arrieta, sus socios nunca entraban atravesando la tienda, como hacía Hull, y eso evitaba que pudieran tener lugar molestos encuentros casuales. A é! también le agradaba, había dicho, la cercanía de Hull.