– Y ahora ¿vas a desobedecer?
– Voy a ir por mi cuenta.
Miguel sacó de una pequeña nevera una caja de zumo de tomate y se sirvió un vaso:
– ¡Zumo o algo más fuerte?
– Algo más fuerte -dijo Hull.
Miguel le sirvió ginebra con hielo y le entregó también una botella de tónica.
PRIMERA CARTA
Sr. Director:
En la noche apoyamos la cabeza en la almohada; como todo lo blando, la almohada cede a la presión. Se hunde, se calienta. Buscamos entonces su lado más fresco y mullido y ¿qué es lo que empieza? ¿Qué nos aguarda ahí o quiénes nos aguardan? Se trata de hacer un poco más preciso lo impreciso, porque lo impreciso, lo confuso, lo desdibujado también nos constituye.
En el lado frío de la almohada están los muertos. Cuando el orgullo quema, cuando se piensa con tristeza en lo perdido o se mantiene oculto el descontento por tener que hacer algo contra nuestra voluntad. Cuando nadie replica al deseo al otro lado y también cuando alguien replica pero luego el sueño es leve y no dura y se atoran en su viaje los caballos de batalla. Entonces, le decía, nos incorporamos algo, tomamos el calor que sobre un lado de la almohada dejase nuestro rostro encendido, le damos la vuelta: este suave frescor en la mejilla. De nuevo hemos cerrado los ojos y allí están los muertos, los muertos que tuvimos, como esperando.
Porque los muertos son lo que no hicieron. Lo que hicieron es de todos, pero lo que no hicieron es sólo suyo y nos estremece. Nos movemos un poco y ahí está una ex-presión de la cara, aunque más a menudo les imaginamos de cuerpo entero y sólo distinguimos su andar, escorado en algunos y precario, firme en otros, o ligeramente rítmico. A veces se les ve muy, muy de lejos. Ni siquiera nos miran sino que pasan un instante, pero su presencia dura como una marea que nos arrastra, como la fuerza contrariada de una ola.
Los muertos guardan, sin haberlo pedido, sin haberlo querido jamás, nuestra impotencia. La palabra que no debimos decir pero dijimos, la resolución que nos faltó, esta vaga conciencia de que habría que derribarlo todo y con las piezas por el suelo, muy despacio, volver a empezar.
Yo soy una muerta, señor director. En realidad, todos somos muertos. Muertos de menos de quince años, muertos de menos de treinta y cinco, muertos de menos de dos años y medio. Después, una vez que se muere, se deja de contar.
Le escribo ahora movida por una sacudida de tristeza, así el brusco empujón inesperado y nos volvemos, serios los ojos, mas ya es en todo caso tarde, la disculpa intimidada del extraño llega tarde, bastó un mínimo intervalo de agresión y sorpresa, el segundo en que no vigilamos, para que nuestras dudas se soltaran y el día pareciese un enemigo. En lugar del empujón, un tono de voz frío en el teléfono. Ahí es donde cifro la caída, la espiral boca abajo. No un cono mío, aunque también habría podido darse la circunstancia. Un tono de él. Usted no le conoce, básteme ahora decirle que quisiera dimitir de su amor. Yo sé cosas. Cosas que a mi edad no debería saber, pero las sé con la minuciosa certeza con que otros reconocen las huellas de los pájaros.
La causa de que yo sepa está por determinarse. Mi abuela no vio una mariposa entrar en la boca de un gato que bostezaba y no la vio salir después como por milagro. Si usted o yo creyéramos en el prodigio sería más fácil. Si viéramos señales donde hay azar sería más fácil. Si la pequeña herida que me hice cuando niña en la cabeza fuera un aviso, fuera una indicación de que yo no tengo en verdad veintiocho años sino ochenta y dos, entonces tendría motivos para saber. No tengo motivos y sin embargo yo conozco adónde van a parar los sueños que se sueñan despierto aunque a veces se tengan los ojos cerrados.
Yo sé que a nuestro modo hemos hecho un trato, señor director. A usted no le importa mi conocimiento; además, esta carta excede en extensión el límite tolerable. Usted me lee porque le dije que quiero dimitir de un amor y por la extraña vía a través de la cual le ¡legan mis palabras. Usted tal vez espera encontrar aquí eso que llaman el interés humano, un plato con las perlas de mis dientes, medias negras o advertir que podía excitar a aquel hombre hasta el delirio cuando empecé a quitarle el reloj de muñeca. Usted no quiere lo que yo sé sino el temblor, porque somos iguales: dos breves basamentos de huesos y de carne bajo la gran columna secreta de los sueños.
Usted quiere el temblor para sus sueños y yo he de darle el temblor pero también le voy a hacer preguntas. ¿Qué me dice, pongamos, de la papiroflexia?
A lo mejor usted pasó por un escaparate en donde había un manual de papiroflexia. Y se vio comprándolo. Y se vio convertido en una de esas personas que poseen el arte y la habilidad de dar a un trozo de papel la figura de determinados objetos o seres. O acaso usted una buena mañana decidiera aprenderse los nombres de las plantas, las formas de las hojas de los árboles. Algunos lo consiguen.
Algunos se convierten en hombres y mujeres serenísimos. Algunos, pero ni usted ni yo, ni el que hace no más de cuarenta minutos puso aquel tono frío en el teléfono. No compre el manual o el libro de botánica. Confórmese con conocer los rudimentos del barco de papel y que los abetos tienen hojas aciculares. No llegará más lejos. Hace tiempo que hemos iniciado un camino sin esperanza.
Usted no lo cree, señor director. Esta querella mía con el hombre que amo me vuelve inoportuna, piensa, temeraria. Yo a usted apenas le conozco y sin embargo: no compre el manual. No le están destinadas las dobleces en el papel para hacer que semeje un ave zancuda y mueva las alas.
Otros sueños, providenciales, fragorosos, baten ahora contra el ventanal de aquel hotel donde el deseo habría de salvarnos a usted, y a mí, y al hombre del teléfono y a todos los que se desviven en la noche y entonces dan la vuelta a la almohada: este suave frescor en la mejilla duele sin querer. Son los sueños de todos los que en la noche calladamente decimos soledad, literatura, deseo, decimos hijos, decimos admiración y vanidad, melancolía, decimos haber podido ser y no haber sido, decimos secreto.
Ahora debo terminar la carta. Va a haber otras. Le contaré del día en que le vi mirarme. Yo no había llegado aún pero sí había llegado en realidad, estaba en un rincón de la cafetería hablando por teléfono. Salí de atrás, del fondo, vi cómo él miraba hacia fuera, le vi esperarme, tenso, y supe que iba a necesitar esa tensión, tocarla, ser tocada por esa tensión aunque así traicionaba la confianza que otros habían depositado en mí.
Entretanto le pido que me recuerde a veces. No a lo largo del día. No cuando toma café, llama por teléfono o trabaja, o mira una película. No a lo largo del día sino en las rendijas de las ventanas y las puertas que no cierran bien quiero que me recuerde. Por donde pasa el aire. Por donde, a veces, se filtra un viento desapacible y usted lo advierte, y no hay nadie a su lado, y entonces usted siente el deseo de dar esquinazo a las cosas. De soltar lastre e irse, como si se pudiera.
Le saluda con cautela,
Laura Bahía
2
Laura había estado comprando fruta. No tuvo tiempo de guardarla porque cuando abrió la puerta sonaba el teléfono y era la voz de Agustín Sedal que le decía:
– Pablo estará esperándote a las ocho menos cuarto en la parada de autobús, como dijimos.
Laura buscó en su armario sus dos únicas prendas elegantes y se decidió por un vestido aterciopelado verde oscuro. Peinó su pelo enmarañado, se puso medias, zapatos con un ligero tacón. No tenía abrigos de vestir y acudió a una especie de capa color marfil de segunda mano pero que lavada parecía una prenda exquisita. En el metro dos mujeres sentadas frente a ella la miraron casi con lástima, como a una Cenicienta sin carroza. Ella escondió los ojos fingiendo timidez. Subió deprisa las escaleras. Cruzó la Castellana. Allí estaba la parada de autobús y detrás el edificio del banco. Pablo llegó a la vez que ella. Se conocían de la embajada pero casi no hablaron. Pablo le dio un sobre y sólo dijo: