– Apúrate, es importante que no llegues tarde, no tienen que sospechar que sólo a última hora pudimos conseguir la invitación.
Laura pasó por el detector de metales, aguardó cinco minutos y un hombre uniformado se acercó a buscarla. El banco presentaba las últimas adquisiciones de su colección de arte, con varios pintores norteamericanos. Laura se preocupó al ver que en la más joven de los asistentes. Se acercó a un grupo de periodistas y cuando uno de ellos le preguntó de qué medio era notó una mano en su codo. Philip Hull se dirigió al guipo y dijo con naturalidad:
– Me llevo a Laura un momento.
Hull la condujo a un ala medio vacía:
– No voy a preguntarte si te interesan nuestros pintores -dijo.
– ¿A ti te interesan? -preguntó Laura asumiendo el tuteo.
– Me interesa el banco -dijo Hull. Después puso una sonrisa encantadora y añadió-:;Hasta cuándo va a durar esto?
– Quién sabe -dijo Laura.
En ese instante, sin haberlo pensado apenas, Philip Hull adelantó de nuevo su brazo hasta el codo de Laura y echó a andar a su lado:
– No tengo mucho tiempo -dijo-. Me relevarán pronto, como es posible que ya sepas, No quiero jugar.
– Yo tampoco -dijo Laura.
– Entonces llámame mañana a la embajada y te daré una cita.
– Dámela ahora -dijo Laura.
– ¿Sin agenda? -se rió Hull-. De acuerdo. Hoy es viernes, el lunes diecisiete a las seis y media en la esquina de la Castellana con Martínez Campea
– Gracias.
Laura abandonó el lugar minutos después.
El lunes Philip Hull se quedó en la cama. Se le habían acumulado varias noches de insomnio, malestar de estómago, inquietud, un dolor de muelas. Necesitaba descansar. Lo decidió mientras oía el zumbido a las siete de la mañana: no se levantaría. A las nueve y media sonó el teléfono; Hull lo dejó sonar. A las diez menos cuarto le pareció distinguir la sintonía de su teléfono móvil. Se despertó de nuevo pasadas las once. Como si fuera domingo, después de ducharse y desayunar bajó al quiosco por la prensa. Al volver, forzando un poco la voz, llamó a la embajada. No se encontraba bien, había tenido un cólico que le había impedido dormir. Sólo por la mañana había logrado entrar en un sopor profundo. Bush, le dijeron, acaba de dar el ultimátum de cuarenta y ocho horas a Sadam Husein. Estados Unidos estaba en alerta roja ante posibles atentados terroristas. Hull aseguró que iría a la embajada lo antes posible. Pero durante un rato siguió sentado a la mesa de la cocina. ¿Dónde estaría la chica en ese momento?, se sorprendió pensando,
Hull no había practicado casi nunca la obediencia debida sino la obediencia medida, como le gustaba decir. Había querido hacerse una carrera pero manteniendo, al mismo tiempo, cierta libertad. La libertad de ser dueño de una historia. Y en eso consistía para él la obediencia medida, ser fiel a sus criterios, que su peregrinaje por países fuera dibujando un camino y acaso una figura, suyos ambos, camino y figura, suyos y en cierta medida diferentes de los que habría dibujado otro en su puesto. Pero con el tiempo esa figura le parecía el paradigma de la indefinición. Cuando se preguntaba qué había sido lo singular, lo diferente, no veía nada: pequeñas acciones, pequeños gestos de comprensión, mínimos, borrosos, seguramente inútiles. Después de casi treinta años de carrera sólo un hecho íntimo volvía a veces a su recuerdo con nitidez, con la nitidez suficiente como para poder avergonzarse: las semanas en que casi empujó a su mujer a los brazos del consejero político brasileño porque había advertido la atracción entre ambos y no quiso pelear, y prefirió imaginarse solo y se dijo: los lobos de mar, los viejos capitanes, no tienen esposas.
En cuanto a desobedecer, en una ocasión había sentido la tentación de hacerlo. Acaso no era poco, tenía amigos de la época de la universidad trabajando en la IBM, en una consultora, en varios trabajos diferentes y le constaba que nunca, nunca jamás, habían sentido la tentación real de hacer algo prohibido, de actuar en contra de los intereses de sus empresas, de cometer una infracción que fuera más allá de las pequeñas ilegalidades consentidas y a menudo estimuladas. Él en cambio una vez había llegado a imaginar lo que significaría quedarse fuera. Y no lo había imaginado en la fantasía sino en la hora del peligro, en los sesenta minutos que duró su vacilación.
Pero tal vez no fueron sesenta sino trescientos minutos, o acaso cinco. En realidad, si era honesto Hull debía reconocer que el tiempo de duda, de duda real, no se había prolongado más allá de los cinco minutos. Sin embargo esos cinco minutos habían estado a punto de cortarle en dos. La chica se llamaba Adriana, él llevaba dos años separado de su mujer, todos pensaron que había sido un asunto de faldas y él dejó que lo pensaran, dejó que creyeran que habría podido tirar por la borda su carrera por una mujer y jamás confesó que había sido a la inversa. Fue la Tentación de cambiar de bando lo que le hizo buscar a la mujer. Habían pasado catorce años desde el episodio de Nicaragua, ahora estaba llegando al final de su carrera en una esquina de Europa, en un país como desprendido del mapa. Ahora ya era tarde para casi todo pero se dijo que tal vez Laura Bahía pudiera ser su despeñadero, ni siquiera pensaba especialmente en el sexo, pensaba en poder cerrar los ojos y decir; yo lo viví, yo estuve en medio de las llamas y supe no hacer daño, supe decir lo justo y bajar por el río en la barcaza.
Aquél estaba siendo un día como otro cualquiera en la asesoría fiscal, igual de cansado. En cierro modo Laura prefería su vida laboral cuando era becaria, sólo en cierto modo porque entonces le agobiaba la falta de dinero. Pero como becaria trataba con clientes que vivían más o menos al día y que se acercaban a su mesa para preguntar sin rodeos si con ese sueldo podrían pagar menos a Hacienda. Ahora Laura estaba obligada a tratar con otro tipo de clientes. Su jefa trataba con ellos, en realidad; a su mesa llegaban después y no para hablar sino para terminar de resolver asuntos concretos. Lo malo era que sí hablaban. Casi siempre por sus teléfonos móviles, y también con ella. Laura tenía que oír esas voces seguras, voces que a veces parecían perder pie por una risa demasiado estridente o por un reproche formulado con excesiva agresividad pero nunca, nunca, por el temblor. Esas voces no temblaban, no había en ellas agua, sombra, cavidades. Eran voces opacas, revestidas mil veces como cámaras acorazadas. Poco antes del mediodía, una de las voces preguntó a Laura en dónde había nacido.
– En Cuba -contestó, porque también le pagaban por estar ahí delante y contestar.
La voz pertenecía a una mujer de cuarenta y tres años.
Laura sabía muchas cosas de ella: cuánto ganaba al mes en el estudio de arquitectura donde trabajaba, cuánto ingresaba por extras injustificables, a cuánto ascendían sus gastos de teléfono, los recibos de la comunidad, la plaza de garaje, la financiación innecesaria pero rentable del coche nuevo.
– ¿Y has vivido ahí? -dijo la arquitecta.
– Diecinueve años.
La voz revestida y opaca de la mujer mezcló la lástima con el escándalo mientras replicaba:
– Debió de ser duro, sobre todo para tus padres. Tantos años de dictadura. Porque ya se sabe, dictaduras de izquierdas, de derechas, son todas iguales.
Laura miró los ojos acorazados de la mujer.
– ¡Mi coche!-exclamó ella, y Laura oyó los bocinazos en la calle.
Terminó de apuntar los papeles que la arquitecta debía hacerles llegar y le dio la nota. La mujer se había puesto el abrigo mientras miraba por la ventana. Se despidió olvidando en un instante los diecinueve años de dictadura.
Un compañero se acercó a Laura para pedirle grapas. También le dijo: