– Tienes razón.
Wilson pasó al cuarto para apagar el cigarrillo. Ahora ya no les separaba más de un metro.
– No me des la razón con ese desprecio. Supongo que esperabas que transgrediera las normas por ti.
– No espero eso de nadie que trabaje en nuestra embajada-dijo Hull.
– Tu cubana, después de hablar contigo, ha seguido manteniendo contactos con grupos dudosos.
– ¿Estás segura?
– Casi segura. Lo que sí sé es que logró despistar al hombre que le envié. No era un funcionario cualquiera.
Era uno de los mejores de mi equipo. Esa chica ha sido entrenada.
De pronto se encendió la luz del cuarto. Un joven español les sonrió algo turbado.
– Venía por un mechero -dijo, y estuvo revolviendo entre las chaquetas hasta encontrar uno. Al salir, se dejó la luz encendida.
Wilson abrió una silla plegada que había junto a la pared, y se sentó frente a Hull. Él la miraba ahora casi con humildad.
– Lo siento -dijo-. Siento no haberlo pensado. Esta historia me hace recordar viejos tiempos. Y no me refiero a Nicaragua. Verás: a lo mejor no he perdido todas mis oportunidades. A lo mejor todavía puedo retirarme habiendo hecho algo.
– Yo también lo siento. No me has pedido muchos favores. La verdad es que pensé que lo entenderías.
– Lo entiendo -sonrió Hull-. Sólo se me ocurre que vayamos a medias.
La luz les había cambiado a los dos y ahora volvían a ser dos cargos, dos colegas en una fiesta de otra generación.
– Te escucho -dijo Wilson.
– Parece que me buscaban a mí. Especialmente a mí, quiero decir. Supongo que hasta los errores pueden rentabilizarse en algún momento de la vida, y algo deben de saber de mis errores.
– Siempre es sospechoso cuando son ellos los que buscan.
– Nosotros también lo hemos hecho. A esta chica la envía la facción de Jorge Salinas. Me lo dijo y he podido comprobarlo.
– De acuerdo, Salinas es un tipo que nos interesa. Pero yo tengo que informar de esto. Me dirán que me haga cargo si es que no meten a más gente. Con las detenciones, ahora ven infiltrados en todas partes. -¿Cuánto os interesa Salinas?
– Mucho. Más que mucho. No es la primera vez que oímos su nombre mezclado en lo más parecido que pudiera haber a un motín.
– Entonces defiéndeme. Lo estudiáis, tanteáis vuestras mentes, hacéis vuestro cálculo de probabilidades. Pero si después de todo os sigue interesando, defiéndeme. Soy un buen contacto. Esta vez no te lo pido como un favor, creo que puedo ser útil. Me quieren a mí como intermediario, no van a aceptar a terceros y menos si son de la agencia.
– «Por una vez soy útil» -imitó Wilson sonriendo-. No intentes darme lástima. Te defenderé. Pero si querían un intermediario, ¿por qué la chica sigue visitando grupos? Si las visitas eran un cebo, tú ya has picado.
– A lo mejor no eran un cebo. Es una de las cosas que hay que averiguar -dijo Hull, y le tendió la mano-. ¿Estás conmigo en esto?
– Te tendré al corriente de todo lo que pueda tenerte al corriente -dijo ella estrechándosela.
Es una forma dura de decirlo, pensó él.
Llegaron como dos duelistas. Philip Hull entró en la plaza desde la calle Serrano y Laura Bahía desde la parte baja de Jorge Juan. Se vieron a distancia aunque ya anochecía. Ambos mantuvieron el ritmo de su andar, ninguno aminoró la velocidad forzando al otro para que se aproximara, y tampoco ninguno se apresuró. Cuando se dieron alcance, vacilaron. Enseguida Laura besó al agregado en la mejilla; él la correspondió.
– El otro día me siguieron -fue lo primero que dijo Laura.
– Lo sé. ¿Nos sentamos en ese banco?
– Te había dicho que para nosotros éste es un paso peligroso. No somos todos los que estamos. Es una iniciativa diríamos por libre…
– Con la guerra y con vuestras redadas, mis movimientos han quedado muy restringidos. -Los dos se habían sentado en un banco de piedra y hablaban mirando de frente a los escasos paseantes-. Y lo estarán más si sigues provocando.
– Yo no he provocado.
– Lo has hecho. Despistaste al hombre, como si tuvieras algo que ocultar.
– Ah, eso. Me dio rabia verle ahí. Me dio rabia saber que podía despistarlo y… sí, lo hice. Agustín también me lo ha reprochado. Pero él lo entendía. No creo que tú puedas entenderlo.
– Encender el qué.
– La rabia. La rabia de ir perdiendo desde el principio, y no por jugar peor sino porque nos han dado menos cartas.
– No tengo mucho tiempo -dijo Hull.
– Claro -dijo Laura y comparó su pesado reloj de muñeca de esfera grande y gruesa, el reloj que había sido de su padre, con el pequeño reloj de Hull, de esfera dorada, ligera, con una fina correa de piel. Miró también sus viejas zapatillas de deporte negras, gastadas, la suela comida por los bordes. Al lado de los mocasines de Hull parecían pertenecer ei alguien mucho más fuerte-. No aceptaremos que nos sigan -dijo Laura-. Ni a mí ni a nadie que partícipe en esto.
– No puedo evitarlo.
– Entonces, nos retiramos -dijo Laura, y se levantó.
De nuevo besó a Hull en la mejilla, como si se tratara de un tío suyo.
Hull dejó que se fuera. El órdago de Laura le convenía a él tanto como a ella.
A Marian Wilson no le gustaba pedir favores a sus superiores. Aun cuando no fueran, en absoluto, favores personales; aun cuando se tratara sólo de mover las normas unos centímetros para permitirle realizar mejor una tarea. Wilson prefería no tener que negociar, no deber nada. Pero al fin sabía que a sus superiores, en cambio, les gustaba tenerla en deuda. Cada favor, cada mínima excepción era poder que ellos acumulaban, era la posibilidad de exigirle o echarle en cara algo. Por eso solían jalear lo que ellos llamaban la iniciativa. Y así tampoco tuvo que violentarse demasiado, ni pudo con sinceridad culpar a Hull de esa pequeña dejación de sus costumbres. Si no hubiera sido por él, tarde o temprano habría tenido que encontrar o bien agrandar una razón para pedir, para que sus jefes vieran que se arriesgaba, que no tenía mentalidad de ahorradora cubriéndose siempre las espaldas.
Norman Carter escuchó la crónica de Wilson sin hacer preguntas. Después dijo:
– En este momento, las detenciones de los opositores nos están perjudicando mucho. Cuatro europeos o cuatrocientos escribiendo a favor de la libertad de expresión no solucionan nada, y lo cierto es que en la isla ahora vamos a tener que empezar otra vez casi desde el principio. Es un trabajo lento y fatigoso. Lo que me cuentas parece un regalo caído del cielo, y eso es lo que me preocupa.
Wilson, la cara entre las manos, asentía con calma.
– A mí también me preocupa, nunca daríamos un paso que nos comprometiera.
– Castro tiene infiltrados por todas partes. Si pensábamos que tenía mil, ahora estamos empezando a pensar que tiene -Norman Carter pareció buscar una cifra en el aire con la mano-…más -se limitó a decir-.
– Pero sabemos que hay tensiones dentro. Llevamos más de un año detrás del grupo de Jorge Salinas. Recuerda que hace dos meses hicimos una gestión, una oferta económica. Los sobornos siempre son lentos.
– Sin duda. No perdemos nada por dejar de seguir a la chica durante, digamos, dos semanas. Hasta que sepamos qué quieren, o cuánto quieren -Carter sonrió-. No seguirla no significa renunciar a investigarla, por supuesto. ¿Tienes ya suficientes informes?
– Nunca son suficientes. Aunque no parece haber nada raro. Los tienes en la carpeta.
– ¿Qué me dices de Hull? Por lo que sé, ha dado demasiados bandazos.
– Precisamente por eso le han buscado. Creen que tiene el corazón dividido y que pueden fiarse de él.
– ¿Cómo fiarse?
– Al parecer, le han pedido que no prometa lo que no pueda cumplir.
– Ya. ¿Y lo tiene dividido? No creo que pueda ¡Ligárnosla, pero me molestaría que se le ocurriera jugársela él sólito, ya sabes, uno de esos gestos impulsivos y estúpidos que expanden la estupidez a todos los que están cerca.