– Bueno -empecé, y respiré hondo. Estaba decidido a salvarle la vida. Era mi obligación-. Bueno -repetí, preparándome para iniciar mi relato-. Voy a contarte una historia, y quiero que no me interrumpas hasta que acabe. Nunca te has dado cuenta de una cosa que me ocurre. Sé que será difícil que la entiendas, pero de todos modos intentaré explicártela lo mejor que pueda.
»Nunca muero. Sólo me vuelvo más y más viejo.
Durante los días siguientes, la reacción del público al despido de Tommy no dejó de sorprenderme. Aunque al principio la sobredosis había provocado un horror generalizado en la prensa sensacionalista ante los excesos de una juventud demasiado consentida que desaprovechaba sus oportunidades -una opinión predecible e hipócrita como pocas, teniendo en cuenta que eran los medios de comunicación los primeros responsables de crear ese tipo de fenómenos-, después de un tiempo ese punto de vista dio paso a otro más piadoso y comprensivo.
No había duda de que Tommy DuMarqué formaba parte de la vida de la nación desde hacía nueve años. El país entero había presenciado cómo pasaba de ser un adolescente violento y conflictivo a un hombre responsable, aunque algo promiscuo. O mejor dicho, había visto crecer y cambiar a Sam Cutler, pero ya se sabía que los dos nombres eran intercambiables, como también sus vidas. Todo el país había seguido expectante sus aventuras en la prensa, había adquirido sus discos, pegado sus posters en las paredes de la habitación, comprado las revistas del corazón donde lo fotografiaban en una lujosa mansión que fingían que era de su propiedad. Una semana, una revista mostraba a Sam Cutler abrazado a Tina en la portada y se vendía como rosquillas. En la siguiente, Tommy DuMarqué aparecía con su nueva novia y se agotaban los ejemplares. La línea que separaba al personaje del hombre de carne y hueso era muy fina; las distinciones se difuminaban cada día más. Todo el mundo parecía haber invertido en la vida de Tommy o de Sam, y no iban a renunciar a él tan fácilmente.
Los noticiarios empezaron a informar de las muchas cartas de condena que recibían los productores por haberlo despedido cuando más necesitado de ayuda estaba. Después de haberlo criado durante tanto tiempo, seguían las cartas, y tras convertirlo en una estrella, era indignante que lo dejasen tirado en la cuneta por adoptar un estilo de vida al que estaba predestinado por su profesión.
A través de un periódico se hizo un llamamiento a todos aquellos que estuvieran en contra del despido de Tommy DuMarqué. Se les pidió que no sintonizaran el capítulo de la serie el martes por la noche y, en efecto, los índices de audiencia descendieron de su posición habitual de quince millones de telespectadores a sólo ocho millones. Ignoraba lo que estarían pensando los productores de la serie, pero no creo que fuera nada agradable.
Llamé a Tommy para saber si se sentía más animado por las noticias, pero no estaba en casa.
– Ha tenido que colarse por la ventana de un piso de la planta baja -explicó Andrea-. La mitad de los medios de comunicación mundiales están acampados aquí delante. Esperan una respuesta de Tommy.
– Que no se le ocurra ponerse ante ningún micrófono -dije con firmeza-. Sólo le falta declararles la guerra a sus productores. Dile que mantenga la boca cerrada. Si quiere volver, es lo mejor que puede hacer.
– No te preocupes, no piensa decir nada.
– Aparte de eso, ¿cómo está?
– Bastante bien, la verdad -respondió Andrea en tono optimista-. De hecho, mucho mejor que la semana pasada. Ha vuelto al hospital a hacerse una revisión. Habla de unirse a un grupo de drogadictos anónimos, y no creo que le vaya mal.
– Ah, ¿sí? -dije, encantado de oír esas palabras-. Al fin buenas noticias.
– Siempre y cuando no lo deje, pues ya sabes cómo es. -Hizo una pausa-. ¿Crees que recuperará su trabajo en la serie?
– No lo sé -contesté tras una leve vacilación-. No me haría muchas ilusiones. El público es muy inconstante. Ahora Tommy está en el candelero, pero dentro de un par de semanas la gente quizá lo haya olvidado. No tienen más que pensar otra trama melodramática para enganchar de nuevo a la audiencia. Ah, ¿todavía se hace ilusiones de que van a llamarlo de la emisora?
– Creo que sí, pero no estoy segura. No habla mucho de eso. Si quieres que te diga la verdad, está de un humor muy extraño últimamente, sobre todo desde el día que viniste a verlo. Su actitud ha cambiado por completo.
– ¡No me digas! -exclamé, consciente de que sus palabras contenían una pregunta velada que yo no estaba dispuesto a responder.
Como es natural, Tommy había reaccionado con incredulidad a mi confesión. Era la primera persona a quien le contaba mi vida, y se había echado a reír, pensando que estaba tomándole el pelo.
Hablamos largo y tendido durante horas y le conté muchas historias sobre sus antepasados, así como incidentes en que me había visto envuelto. Le hablé sobre mi juventud y mi primer amor, que había acabado en tragedia; le conté que la mujer de quien me había enamorado no merecía mi afecto. Se lo conté todo. Me remonté al siglo XVIII, pasé al XIX y luego al XX. El escenario cambiaba una y otra vez: Francia, Inglaterra, Estados Unidos… Le hablé de personas que él conocía a través de los libros de historia y de aquellos cuyo nombre había desaparecido después de su muerte, sólo para vivir en el recuerdo de sus contemporáneos, que a su vez murieron, y quedé sólo yo, el más viejo de todos.
Al final me levanté para irme, dejándolo en un estado de desconcierto e incredulidad absolutos.
– Tío Matt -preguntó antes de que cruzara el umbral-, todas esas personas, mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo y demás, ¿debo suponer que son una especie de símbolo para mí? ¿Te lo has inventado todo para aleccionarme?
Solté una carcajada.
– No -respondí-, en absoluto. Todas esas cosas ocurrieron de verdad, te lo aseguro. Piensa lo que quieras, pero no olvides que ahora te toca a ti. Te aseguro que lo que te he contado no se lo revelé a ninguno de tus antepasados. Quizá debería haberlo hecho; a veces pienso que quizá se habrían salvado si lo hubiesen sabido. En cualquier caso, ahora ya lo sabes. Lo que hagas con esta información es asunto tuyo. Sólo te pido una cosa…
– ¿Cuál?
– Que no se lo cuentes a nadie. Lo último que quiero es compartir tu fama.
Se echó a reír.
– ¡Tú y yo juntos! -oí que decía mientras me alejaba.
– Es probable que aún esté convaleciente -dije a Andrea-. Dale tiempo, volverá a ser el de antes. ¿Y tú cómo estás, por cierto? No debe de faltar mucho…
– Un par de semanas -repuso jovialmente-. Espero que no se le ocurra nacer el día de Navidad. Que sea antes o después, por favor, pero no el veinticinco.
– Mientras sea un niño sano… -comenté, tal como suele decir la gente en esas circunstancias.
– O una niña.
– Exacto -dije, como si hubiera alguna posibilidad.
Caroline empezaba a amargarme la vida. Trabajaba de firme y se desvivía por complacerme, pero tenía una opinión formada acerca de todo, y a pesar de su inexperiencia en el mundo de la televisión, en las reuniones de la junta llevaba la voz cantante. A veces sus ideas no carecían de cierto encanto ingenuo. Para ser justos, era hábil sorteando el argot del medio y tendía a criticarme por el abismo que a su juicio existía entre lo que el público quería ver y mi percepción de lo que deberían estar viendo (nada), pero la mayor parte de las veces su ignorancia era demasiado evidente y sólo conseguía enfurecernos a mis colegas y a mí, que la considerábamos una arrogante y una incompetente. Contratarla había sido un error garrafal desde el principio, sobre todo para ocupar un puesto tan alto de la emisora, aunque entonces yo no había tenido otro remedio. Después de todo, Caroline controlaba las acciones de su padre y P. W. seguía siendo un miembro importante de la junta, además de uno de los propietarios de la emisora. Me gustara o no, se quedaría. A menos que consiguiese persuadir a su padre de que volviera, claro, aunque eso no significara necesariamente la marcha de Caroline.