Vacilé un instante y la miré fijamente. Una fina línea de sudor se había formado sobre su labio superior. Tenía los ojos cansados, el cabello le caía lacio sobre los hombros y necesitaba un lavado. Que yo recordara, jamás la había visto tan hermosa.
Nos casamos un sábado de octubre por la tarde, en una pequeña capilla en el lado oriental de Hollywood Hills. Asistieron unas ochenta personas, en su mayoría personajes famosos del mundillo cinematográfico, gente de los estudios, un puñado de periodistas y un par de escritores. Nuestra fama se basaba en ser famosos, nos adoraban por ser adorables y todo el mundo quería celebrar con nosotros nuestra celebridad. Éramos Matthieu y Constance, Matt y Connie, pareja popular, dos niños mimados, la comidilla de la ciudad. Doug Fairbanks se había torcido el tobillo jugando al tenis y llegó con muletas, apoyándose en Mary Pickford, como de costumbre, y recibió una atención desproporcionada, vista la levedad de su lesión. También estaba William Allan Thompson, quien, como se rumoreaba que Warren Harding estaba a punto de nombrarlo secretario de Defensa, se convirtió en otro foco de atención. (Más tarde, cuando salió a la luz un escándalo que lo relacionaba con un burdel, el Senado vetó su nombramiento; después de eso perdió grandes sumas en apuestas y por fin, en 1932, el día que Franklin D. Roosevelt, su enemigo acérrimo, fue elegido presidente por primera vez, se suicidó.) Mi joven sobrino Tom vino de Milwaukee, donde vivía con su mujer, Annette, y me alegré de volver a verlo, aunque su comportamiento dejó mucho que desear. Parecía más interesado en reconocer a estrellas de cine que en hablarme de su vida y proyectos profesionales, y me sorprendió que su mujer, a quien yo no conocía, no lo hubiese acompañado. Cuando le pregunté por ella, me contó que acababa de quedarse embarazada y que sólo pensar en viajar -fuera a donde fuese- le provocaba mareos. Si yo no quería que Annette diera un espectáculo en mi boda, añadió, era mejor que se hubiera quedado en casa. Charlie y Amelia llegaron cogidos del brazo; él con su sempiterna sonrisa, que ahora tenía la virtud de sacarme de quicio, ella con una expresión de aturdimiento en los ojos enrojecidos, apenas capaz de devolverme el saludo cuando me incliné para besarla en la mejilla. Parecía agotada, como si vivir con Charlie casi hubiera acabado con ella, y no le auguré un futuro muy prometedor, ni con él ni sola.
Fue una ceremonia sencilla y rápida; Constance y yo intercambiamos los anillos, fuimos declarados marido y mujer, y a continuación todos nos trasladamos a una gran carpa levantada frente a un edificio a pocos metros, donde se serviría la cena, seguida del baile y la fiesta. Constance llevaba un vestido blanco marfil sencillo y ceñido, y el velo de encaje que le cubría el rostro apenas permitía entrever sus perfectas facciones mientras permanecimos ante el altar. Al quitárselo descubrió su hermosa y alegre sonrisa, reflejo de la absoluta felicidad que sentía. No paró de sonreír ni siquiera cuando Charlie la felicitó con un beso, ni se dejó llevar por asociaciones desagradables que pudieran estropear nuestro día. Se comportó como si Charlie fuera un invitado más a quien apenas veía: hasta tal punto Constance y yo estábamos absortos el uno en el otro.
Hubo discursos. Doug dijo que yo era un «hijo de su madre con suerte»; Charlie se preguntó en voz alta por qué no me habría hecho una proposición de matrimonio él mismo, para a continuación provocar la hilaridad de los presentes al confesar que la razón fundamental era haberse dado cuenta de que no se sentía atraído por mí, de modo que la relación no habría prosperado. Hasta nos pareció gracioso a Constance y a mí, y sentí por ese hombre un afecto que no había experimentado al menos en sesenta o setenta años. Bailamos hasta altas horas de la noche; uno de los puntos culminantes de la velada fue el tango impecable con que nos sorprendieron una chica y un joven camarero español. El muchacho -que no tendría más de diecisiete años- acabó con las mejillas encendidas de orgullo por el éxito cosechado en la pista y su tez morena se oscureció aún más cuando, al final, su pareja de baile lo besó en los labios. El día había salido redondo; sin embargo, al volver la vista atrás no puedo por menos de concluir que la desgracia era casi inevitable.
Constance se había ido a cambiar de ropa; nos proponíamos coger el expreso nocturno a Florida, donde iniciaríamos nuestro viaje de novios, un crucero de tres meses. Me encontraba solo en una esquina de la carpa, con un batido de plátano en la mano (había decidido que ese día no bebería demasiado alcohol), cuando un amigo, un banquero llamado Alex Tremsil, se acercó para felicitarme y nos pusimos a hablar de nuestras respectivas esposas, responsabilidades y cosas por el estilo. De repente vislumbré a Charlie paseando con una joven en quien creí reconocer a la hija de uno de los Richmond. Tendría unos dieciséis años y guardaba un asombroso parecido con Amelia, a tal punto que al principio pensé que se trataba de ella. Pero entonces miré alrededor y vi a mi nueva cuñada servirse fruta de un carrito y tambalearse ligeramente mientras se sentaba para comerla; demasiadas copas de champán, pensé. Tuve miedo de lo que podía ocurrir si presenciaba la escena que se estaba desarrollando allí fuera, y recé para que Constance se apresurara y nos marcháramos cuanto antes. No es que Amelia me resultara indiferente -al contrario, era una chica muy agradable, aunque siempre se la veía un poco atribulada-, pero me preocupaba más mi esposa y, por qué no decirlo, nuestra felicidad. No quería que nuestra vida en común se viera perjudicada por la negativa de Constance a permitir que su hermana cometiese sus propios errores y asumiera sus consecuencias.
Al mirar hacia la capilla, donde mi mujer se estaba cambiando, descubrí alarmado que Amelia se dirigía hacia mí y la escena del exterior. Charlie y la chica parecían ocupados en un flirteo superficial y saltaba a la vista que él le estaba acariciando la mejilla mientras ella se reía de sus bromas. Amelia se quedó helada al sorprenderlos y soltó la copa, que cayó blandamente en el césped, a sus pies. Corrió hacia ellos y empujó a la joven con tanta fuerza que la pobre fue a dar al suelo y rodó un poco por la pendiente; su vestido amarillo claro quedó cubierto de barro. Si no hubiera sido tan absurdo me habría echado a reír. Charlie se acercó a la chica y la ayudó a levantarse al tiempo que increpaba a Amelia; sus palabras incitaron a ésta a arrojarse sobre él y abrazarse a sus piernas. Sentí tanta vergüenza ajena que aparté la mirada. Poco después, cuando todo el mundo estaba al corriente del altercado, Charlie entró en la carpa -su ubicua sonrisa se veía ahora un poco forzada- seguido por Amelia, que tan pronto lo maldecía por haberla engañado como le recordaba cuánto lo quería. Cuando al fin calló, Charlie se volvió y la miró, a ella y a todos los invitados de la boda; el público enmudeció como un solo hombre esperando oír su réplica.
– Amelia -su voz firme y áspera retumbó en la habitación-, lárgate, estúpida. Estoy harto de ti.
Detrás de Charlie distinguí a Constance a lo lejos, que contemplaba horrorizada cómo su hermana daba media vuelta y corría en dirección a los coches aparcados en fila en la ladera.
– ¡Amelia! -la llamó.
– ¡Déjala! -grité mientras me precipitaba hacia ella-. Déjala tranquila. Ya se calmará.
– Ya has visto lo que le ha hecho. No puedo dejarla en ese estado. Tengo que ir con ella. Podría hacerse daño.
– Entonces deja que vaya yo -rogué, cogiéndola por el brazo, pero se soltó y corrió en pos de su hermana.
Volví a la fiesta y a mis invitados, encogiéndome de hombros con indiferencia, como si hubiese sido una discusión de poca importancia; lancé una mirada feroz a Charlie, que -debo decirlo en su favor- bajó la vista y se apresuró a ir al bar.
Más tarde me enteré de que Constance había conseguido subirse al coche que Amelia acababa de poner en marcha, y que la joven se había lanzado montaña abajo tomando las curvas a toda velocidad. Vieron a las dos hermanas gritar y forcejear por el control del volante antes de que el coche se saliese del arcén, diese dos vueltas de campana, cayera de morro en el tramo inferior de carretera, cerca de mi sobrino, que estaba hablando con una joven aspirante a estrella, explotara y se incendiara.