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Habíamos estado casados casi tres horas.

6

Febrero-marzo de 1999

Una noche, ya pasadas las doce, hora en que suelo estar profundamente dormido, tuve una iluminación.

Todo empezó a la hora de cenar, cuando me encontraba a solas en el piso. Estaba escuchando El anillo del nibelungo -era la tercera noche que lo ponía y en ese momento sonaba Sigfrido- mientras comía tostadas con paté y bebía vino tinto.

Había sido un día duro. Todos los lunes visito las oficinas del canal satélite digital, donde me reúno con los principales accionistas, almuerzo con el director gerente y, por regla general, voy de un lado a otro pensando cómo mejorar nuestro índice de audiencia, incrementar beneficios y aumentar nuestra base de consumidores. No suele ser una experiencia del todo desagradable, aunque no podría soportarla más de una vez por semana. La verdad, no concibo cómo logra sobrevivir la gente que tiene un empleo. Es una soberana lata pasarse la vida trabajando y dejar sólo el fin de semana para relajarse, cuando uno está demasiado ocupado en recuperarse del estrés de los cinco días anteriores como para pasarlo bien. Lo siento, pero esa vida no va conmigo.

Sin embargo, aquel día había problemas concretos que resolver. Al parecer, nuestra presentadora principal de las noticias de las seis, la señorita Tara Morrison, había recibido una tentadora oferta de la BBC y estaba planteándose aceptarla. La señorita Morrison es uno de nuestros mayores atractivos y no podíamos permitirnos perderla. Ha encabezado nuestra campaña de publicidad con entusiasmo; su rostro y (me avergüenza admitirlo) su cuerpo han embellecido carteleras, autobuses y las paredes del metro durante los últimos doce meses, y gracias a su considerable atractivo físico hemos incrementado la cuota de mercado casi un tres por ciento en ese período. Aparece en revistas de moda opinando sobre el orgasmo femenino; en su condición de especialista del período cretáceo participa en programas concurso de la televisión, e incluso publicó un libro las navidades pasadas, en el que explicaba con lujo de detalles cómo combinar las relaciones sentimentales con la maternidad y una carrera profesional exitosa, titulado Tara dice: ¡Puedes tenerlo todo! «Tara dice»: ésa es su muletilla, y al parecer está en boca de todo el mundo.

En ese momento le pagábamos una barbaridad, y James Hocknell, el director gerente de la emisora, insinuó en la reunión de la junta directiva que no creía que el dinero tuviera nada que ver con su intención de abandonarnos.

– No es más que una cuestión de publicidad, caballeros -aclaró James, que personifica cierto tipo de reportero de Fleet Street reconvertido en magnate de la televisión: traje de raya diplomática, camisa de tono pastel con cuello blanco, manos repletas de anillos y cabello largo por un lado y peinado de forma concéntrica a fin de cubrir la calva de la coronilla.

Tiene el rostro permanentemente enrojecido y se limpia la nariz con el dorso de la mano, pero, pese a sus defectos, debo reconocer que sin él estaríamos perdidos. Lo contratamos por sus muchas aptitudes, no por su apostura. No es la clase de persona que un diseñador invitaría para que exhibiera su colección de primavera en la pasarela. Tiene un control absoluto sobre sus empleados, es hábil como nadie en lo que hace y su compromiso con el canal está fuera de toda duda. En el mundillo de la televisión es vox pópuli que se ha tirado a la mitad de las mujeres y ha dejado tirados a la mitad de los hombres. Carece de conciencia y ha escalado muy alto. Además, conoce el negocio mejor que mis dos socios inversores y yo. Nosotros tres no somos más que negociantes; James es un hombre de la televisión: ahí está la diferencia.

– Tarada quiere que la vean en la BBC; no hay más misterio -prosiguió James. La llamaba «Tarada» siempre que se sentía en confianza-. Dice que es un sueño de la infancia o algo así. No tiene nada que ver con la cantidad que le han ofrecido, que, puedo asegurarles, caballeros, no dista mucho de la que le abonamos nosotros. Sólo quiere celebridad, nada más. Es adicta a la fama. Encima, quiere tener la oportunidad de producir documentales de investigación, como si los peces gordos de la BBC fueran a permitírselo. Lo más probable es que dentro de dos semanas esté presentando el Top of the Pops y cinco minutos después de la emisión del programa salga en la prensa sensacionalista por haber echado un polvo con el cursi cantante de un grupo pop que vestía pantalones cortos hasta fecha reciente. No obstante, me he enterado de que pronto habrá una vacante de copresentador de Tomorrow's World. Es un puesto muy bien pagado, caballeros. El mundo universitario está pidiéndolo a gritos.

– De acuerdo, James, pero sabes que no podemos perderla -intervino P. W., el envejecido productor discográfico mundialmente conocido que invirtió los ahorros de toda su vida en este negocio y vive atormentado por el miedo de perderlos, algo harto improbable-. Es nuestra única baza.

– Tenemos a Billy Boy Davis -apuntó Alan, otro rico inversor. Ronda los ochenta años y todos sabemos que padece cáncer de páncreas, aunque no habla de su enfermedad con nadie, ni siquiera con sus amigos más íntimos. Había oído el rumor de que esperaba una oferta de Oprah Winfrey, pero no se ha confirmado-. Aún tenemos a Chico.

– A nadie le interesa Chico -protestó P. W. -. Su momento pasó hace veinte años. Aquí prácticamente lo hemos jubilado, no es más que un comentarista deportivo de quinta fila. Y mientras tanto procuramos olvidar lo que sabe el país entero: que le gusta ponerse pañales y que le azoten el trasero escolares adolescentes. Además, ¿por qué narices insiste en que lo llamemos Chico? ¡Es un puto cincuentón! Por favor, no hay quien lo tome en serio.

– Aún tiene cierto nombre.

– Te diré el nombre que le va al pelo -dijo P. W. -: gilipollas. La animosidad entre P. W. y Alan crece semana tras semana y se remonta a un comentario despectivo que este último incluyó en una biografía no autorizada y publicada diez años atrás. Aunque intentan mantener una relación cordial y estrictamente profesional, está claro que no se aguantan. En las reuniones semanales, los dos esperan que el otro haga un comentario para saltarle a la yugular y ridiculizarlo.

– No es momento de aclarar lo que Billy Boy es o deja de ser, ¿no creen, caballeros? -dije, apoyando las manos en la mesa, para interrumpir su riña trivial-. Imagino que hay cosas prioritarias, como el hecho de que la señorita Morrison está a punto de abandonarnos en busca de nuevos horizontes y nosotros preferiríamos que no lo hiciera. ¿Tengo razón o no?

Hubo una ronda de reticentes asentimientos con la cabeza y un coro de «Sí, Matthieu».

– En ese caso, la pregunta es muy simple: ¿cómo la convencemos de que se quede?

– Tarada afirma que no podemos ofrecerle nada que le interese -informó James.

Me retrepé en mi asiento y negué con la cabeza.

– Tara no para de decir cosas -repliqué-. Prácticamente ha forjado su carrera profesional diciendo cosas. Lo que ahora nos está diciendo en realidad es que todavía no le hemos hecho la oferta adecuada. Créanme, es eso, pero ninguno de ustedes la escucha. Me sorprendes, James.

James, P. W. y Alan se miraron desconcertados, hasta que al primero se le escapó una sonrisa.

– De acuerdo, Mattie -dijo, empleando un diminutivo que siempre me da escalofríos al recordarme a un viejo amigo muerto hace doscientos años-, ¿qué sugieres?