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Sin embargo, estoy anticipándome a los acontecimientos, de modo que permitidme que por un momento retroceda dos siglos y medio en el tiempo y vuelva a Philippe, mi padrastro, que sobrevivió a mi madre debido a que se excedió con los golpes que le propinaba. Una noche la pobre cayó al suelo y ahí quedó tendida, mientras la sangre le manaba de la boca y el oído izquierdo, para no levantarse más. Por entonces yo era un chico de quince años, y tras asegurarme de que mi madre tenía un entierro digno y Philippe era juzgado y ajusticiado por su crimen, abandoné París con el pequeño Tomas de la mano en busca de fortuna en otro lugar.

Fue entonces cuando, viajando de Calais a Dover con mi medio hermano a cuestas, conocí a Dominique Sauvet, mi primer amor verdadero y posiblemente la chica con la que ninguna de mis diecinueve esposas y cerca de novecientas amantes puede compararse.

2

Conozco a Dominique

He oído decir muchas veces que el primer amor nunca se olvida; sólo la novedad de la emoción bastaría para convertirla en un recuerdo imperecedero incluso para el corazón más duro. Ahora bien, aunque eso no resulta nada extraño cuando se habla del hombre medio, que a lo largo de su vida tiene quizá una docena de amantes, aparte de una o dos esposas, es más difícil para alguien como yo, que he vivido tanto tiempo. Me atrevo a afirmar que he olvidado el nombre y la identidad de cientos de mujeres con las que mantuve relaciones extraordinariamente satisfactorias; de hecho, cuando tengo un buen día sólo soy capaz de recordar a unas catorce o quince esposas… pero Dominique Sauvet permanece en mis pensamientos como un hito que señala el fin de mi niñez y el comienzo de una nueva vida.

El barco que hacía la travesía de Calais a Dover iba abarrotado y sucio, y no había forma de escapar al aire viciado y el hedor a miseria, orines, sudor y pescado podrido. Sin embargo, pocos días antes había presenciado el ajusticiamiento de mi padrastro, y me sentía eufórico. En medio de una pequeña multitud, había rezado para que el reo mirara en mi dirección. Al apoyar la cabeza sobre el tajo, me vio; por un instante nuestros ojos se encontraron, y temí que no me reconociera a causa del terror que lo embargaba. La sangre se me heló en las venas, pero aun así me alegré de su muerte inminente. A pesar de los siglos transcurridos no he conseguido olvidar la visión del hacha cayendo y rebanando de un golpe el cuello de mi padrastro, el gemido de la muchedumbre, la gran ovación que siguió y la aparatosa vomitona de un joven. Un día, cuando tenía unos ciento quince años, fui a escuchar a Charles Dickens leer una de sus novelas, y al llegar a una escena en que aparecía una guillotina, no pude evitar levantarme y abandonar la sala; así de turbador era el recuerdo de ese suceso ocurrido un siglo antes, así de espantosa la visión de mi padrastro sonriéndome antes de morir, a pesar de que la guillotina no fue implantada hasta el estallido de la Revolución, unos treinta y tantos años después. Recuerdo que mientras me iba el novelista me clavó una mirada gélida; quizá pensó que su obra me disgustaba o que la encontraba aburrida; no podía estar más lejos de la verdad.

Decidí que Inglaterra sería nuestro nuevo hogar porque se trataba de una isla completamente desligada de Francia, y me gustaba la idea de vivir en un país soberano y autosuficiente. No fue una travesía larga y pasé la mayor parte del tiempo cuidando de mi hermano de cinco años, que estaba muy mareado y parecía empeñado en arrojar por la borda todo cuanto su estómago apenas podía contener. Lo llevé hasta la barandilla y lo senté junto a ésta para que el viento fresco le diese en la cara, confiando en que eso lo aliviase. Fue en ese momento cuando vi a Dominique Sauvet, de pie a pocos pasos de nosotros. Con su abundante y oscura cabellera al viento, sostenía una luz en lo alto mientras contemplaba la costa francesa, sumida en el recuerdo de sus propios problemas.

Me descubrió observándola y me miró un instante. Poco después volvió a fijarse en mí. Sonrojado y ya enamorado, cogí en brazos a Tomas, que en el acto se echó a llorar otra vez.

– Calla -rogué-. ¡Chist!

No quería dar la impresión de que era incapaz de cuidar del niño, pero me resistía a permitir que chillara, llorara u orinase allí donde le viniera en gana, como hacían otros niños del pasaje.

– Tengo agua fresca. -Dominique se aproximó y me tocó levemente el hombro; sus finos y níveos dedos rozaron la piel que dejaba al descubierto el largo desgarrón de mi camisa barata, y la excitación me hizo arder de pies a cabeza-. Tal vez lo calme un poco.

– Gracias, se repondrá -respondí nervioso.

Dirigirme a esa bella aparición me daba miedo y, al mismo tiempo, en mi fuero interno me maldije por mi torpeza. No era más que un niño y no podía pretender ser otra cosa.

– Tómala, no la necesito, de verdad -insistió-. De todos modos, no falta mucho para llegar. -Se sentó y, mientras me volvía lentamente, vi que deslizaba una mano por debajo del vestido y sacaba un pequeño frasco de agua limpia-. Pensé que sería mejor esconderlo -explicó-. Por si intentaban robármelo.

Sonreí y lo acepté, y mientras desenroscaba el tapón observé a la muchacha. Le di el agua a Tomas, que, agradecido, bebió un poco. Parecía más tranquilo.

– Gracias -dije, aliviado-. Eres muy amable.

– Antes de partir de Calais cogí algunas provisiones por si acaso. Por cierto, ¿dónde están vuestros padres? ¿No deberían hacerse cargo del niño?

– Ambos descansan a dos metros bajo tierra en un cementerio de París. Mi madre murió a manos de su marido; en cuanto a mi padre, lo asesinaron unos ladrones.

– Lo lamento. Así pues, te encuentras en la misma situación que yo: viajas solo.

– Tengo a mi hermano.

– Ya. ¿Cómo os llamáis?

Le tendí la mano y me sentí mayor, como un adulto, como si el simple acto de estrechar la mano de una persona confirmara mi independencia.

– Matthieu -respondí-, Matthieu Zéla. Y este crío vomitón es mi hermano Tomas.

– Dominique Sauvet -se presentó y, sin hacer caso de mi mano tendida, nos dio sendos besos en la mejilla, alterándome aún más-. Encantada de conoceros.

En ese momento empezó nuestra relación, y más tarde, esa misma noche, prosiguió en la diminuta habitación del albergue de Dover donde nos hospedamos los tres. Con diecinueve años cumplidos, Dominique era cuatro mayor que yo y, como es natural, me aventajaba un poco en experiencias amorosas. Compartimos la cama y nos apretujamos para darnos calor, atenazados por el deseo. Al rato deslizó una mano por debajo de la fina y apolillada sábana que a duras penas nos cubría y la deslizó por mi pecho y un poco más abajo, hasta que nos besamos y dimos rienda suelta a nuestra excitación.

Cuando despertamos a la mañana siguiente, el recuerdo de lo ocurrido me asustó. Contemplé su cuerpo a mi lado; la sábana la cubría recatadamente, pero no lo suficiente para impedir que me acometiera el deseo una vez más, y temí que se arrepintiera de nuestro comportamiento de la noche anterior. De hecho, cuando al fin abrió los ojos, se produjo una situación embarazosa, pues se tapó del todo con la única sábana de que disponíamos y, para mi gran turbación, dejó expuestas a su mirada más partes de mi anatomía. Finalmente se ablandó y me atrajo hacia sí con un suspiro.

Pasamos el día deambulando por Dover con Tomas a remolque; la gente debía de tomarnos por un joven matrimonio con un hijo. Me sentía en la gloria, convencido de que era la vida más perfecta que posiblemente tendría jamás. Deseaba que el día no acabara, pero también que pasase rápido para así volver a nuestra habitación cuanto antes.