Tommy, como la mayoría de los Thomas antes que él, es un chico apuesto, y a medida que se acerca a la madurez física la gente lo encuentra más atractivo. Su serie de televisión lleva ocho años en antena, desde que él tenía catorce, y ha pasado de ser un fenómeno adolescente a chico de portada de revistas y, a sus veintidós años, figura nacional. Ha estado dos veces en primera posición en las listas de singles más vendidos (aunque su álbum ni siquiera llegó al número diez), y durante los seis meses que duró la representación de Aladino en un teatro del West End, los alaridos histéricos que provocaba su aparición, ataviado con chaleco, bombachos y poca cosa más, no remitieron en ningún momento. Le encanta contar que durante cuatro años seguidos una revista para adolescentes lo eligió «el chico más follable», un título que me horroriza pero que a él le apasiona. Conoce el negocio de la televisión a fondo. En realidad, no es un actor sino una estrella.
El personaje que representa en la pantalla es un ángel de buen corazón y pocas luces al que nunca le ocurre nada bueno. Desde su debut en la serie a principios de los noventa, por lo visto no ha encontrado ninguna razón para alejarse un kilómetro del radio de Londres. Creo que ni siquiera se plantea que exista otro mundo. Ha crecido en esta ciudad, ha ido al colegio en ella, y ahora trabaja aquí. Ha tenido algunas novias, dos esposas, un lío con su hermana y un idilio no consumado con un chico -que resultó bastante controvertido en su momento-, antes de que a éste la leucemia lo dejara postrado; un importante club futbolístico estuvo a punto de ficharlo, sentía una gran pasión por el ballet que no tuvo más remedio que mantener en secreto, coqueteó con el alcohol, las drogas y el atletismo, y ha hecho Dios sabe cuántas cosas más en su ilustre carrera profesional. Cualquier otro chico habría muerto después de tantos esfuerzos. Tommy, o «Sam Cutler», como lo llama todo el país, sigue viviendo y siempre vuelve por más. Puede decirse que tiene agallas. Por lo visto, se granjea la simpatía de abuelas, madres e hijas por igual, y no digamos de un buen número de jóvenes que imitan sus gestos y muletillas.
– Pareces enfermo -dije mientras comíamos tras echar un vistazo a su piel pálida y manchada y a sus marcadas ojeras-. ¿Sería tan amable de dejarnos cenar en paz? -rogué a una camarera que rondaba expectante nuestra mesa con un bloc y un bolígrafo mientras miraba a su ídolo con mal disimulada lascivia.
– Es el maquillaje, tío Matt. No puedes imaginarte cómo me estropea el cutis. Al principio lo utilizaba porque en un rodaje siempre hay que aplicarse un poco, pero cada vez necesitaba más para quedar mínimamente normal. Ahora parezco Zsa Zsa Gabor en la pantalla, y Andy Warhol fuera de ella.
– Tienes la nariz inflamada -observé-. Te estás pasando con la coca. Al final se te hará un agujero. Sólo es una sugerencia, pero ¿por qué no pruebas a inyectarte en lugar de esnifar?
– No me drogo. -Tommy se encogió de hombros sin alterarse, como si creyese que lo correcto socialmente era eso (negar lo innegable, quiero decir), sabiendo que ninguno de los dos lo creía ni por un momento.
– No es que esté en contra, ¿entiendes? -proseguí tras limpiarme los labios con la servilleta. No era quién para sermonearlo. Después de todo, a principios de siglo yo mismo había sido un opiómano y había sobrevivido a mi adicción. ¡Dios mío, cuando pienso en lo que tuve que pasar!-. La cuestión es que las drogas que consumes acabarán matándote. A menos que las consumas debidamente.
– ¿A menos que qué? -Me miró con cara de desconcierto, cogiendo su copa de vino por el pie y haciéndola girar lentamente.
– El problema de los jóvenes de hoy -continué- no consiste en que hacen cosas que los perjudican, como se afirma en muchos medios de comunicación, sino en que no las hacen bien. Estáis tan obsesionados con colocaros que no pensáis en el peligro de la sobredosis y, hablando sin rodeos, en que podéis palmarla. Bebéis hasta que os explota el hígado. Fumáis hasta que se os pudren los pulmones. Creáis enfermedades que amenazan con exterminaros. Divertíos, ¡claro que sí! Sed libertinos, es vuestra obligación. Pero usad la cabeza. Todo en exceso, pero sabiendo controlarlo; es lo único que pido.
– No me drogo, tío Matt -repitió con tono firme aunque poco convincente.
– Entonces, ¿para qué demonios quieres un préstamo?
– ¿Quién ha dicho que quiero un préstamo?
– ¿Por qué estás aquí si no?
– ¿Por el placer de tu compañía, quizá?
Me eché a reír. Al menos era un pensamiento agradable. Me divertía su manera de guardar las formas.
– Te has vuelto toda una celebridad -razoné, desconcertado por la idea-, pero siguen pagándote muy mal. No lo entiendo. ¿A qué se debe exactamente? Explícamelo, ¿quieres?
– Estoy en un callejón sin salida. Mi trabajo tiene una tarifa fija, y no es muy alta. No puedo irme porque estoy encasillado y jamás encontraría otro empleo, a menos que me metiera en producción o algo así, que es exactamente lo que debería hacer, pues conozco el negocio como la palma de mi mano. He visto todo tipo de chanchullos y contratos incumplidos. Cuando me haga viejo quiero dedicarme a eso. Ocho años interpretando al tonto de una serie televisiva no son el trampolín para una película de Martin Scorsese, ¿sabes? Qué coño, tendré suerte si me dejan apretar el botón de la lotería nacional más de una vez al año. ¿Sabías que hace un par de meses se plantearon mi nombre pero al final pasaron de llamarme?
– Sí, recuerdo que me lo comentaste.
– Y me sustituyeron por Madonna. ¡Madonna! Joder, ¿cómo iba a competir con alguien así? Sin embargo, yo trabajo para la puta BBC y ella no. Era de esperar que mostrasen un poco más de fidelidad, ¿no crees? Pero el tren de vida que llevo para mantenerme en la cresta de la ola exige cierta solvencia. Estoy pillado por todos lados. Soy como un hámster en la rueda. Podría salir en algún anuncio, hacer un poco de modelo, quizá, pero mi contrato estipula que mientras siga trabajando en la serie no me está permitido promocionar ningún producto. En caso contrario juro que ahora mismo me convertiría en una puta del capitalismo. Si pudiera anunciaría cualquier cosa, de espuma de afeitar a tampones.
Me encogí de hombros. Seguramente tenía razón.
– Puedo dejarte dos mil. Pero preferiría pagar algunas de tus facturas en lugar de darte directamente el dinero. ¿Te persigue alguien, por casualidad?
– ¿Que si me persigue alguien? Hombres, mujeres; en cuanto salgo a la calle me persigue cualquier cosa con patas -aseguró sonriendo con arrogancia-. Por cierto, la semana pasada fui a que me blanquearan los dientes -añadió de forma incongruente, separando los labios para mostrar una rodaja de melón de dientes níveos-. ¿Qué tal?
– Contesta a mi pregunta. No te hagas el tonto conmigo. Resérvate para la serie.
– Quieres saber si por casualidad me persigue alguien. ¿A qué te refieres?