– Sabes exactamente a qué me refiero, Tommy. Usureros, banqueros, hombres de conducta sospechosa… -Me incliné y lo miré a los ojos-. ¿Debes dinero a alguien? ¿Es eso lo que te preocupa? He visto hombres que se han venido abajo por culpa de esa gente. Tus mismos antepasados, sin ir más lejos.
Se retrepó en la silla y empezó a mover la lengua lentamente de un lado a otro dentro de la boca. Vi que empujaba la mejilla izquierda levemente mientras me miraba.
– Me las arreglaré con un par de los grandes. Si puedes desprenderte de ellos, claro. Saldré del bache, ¿sabes?
– Sí, por supuesto que lo sé.
– Todo se solucionará.
– Eso espero -dije en tono áspero mientras me levantaba y me ajustaba la corbata para marcharme-. Tengo el número de tu cuenta en casa. Te ingresaré el dinero mañana. ¿Cuándo volveré a tener noticias tuyas? ¿Dentro de un par de semanas? ¿Crees que para entonces ya habrás gastado todo el dinero?
Se encogió de hombros y sonrió. Le rocé el brazo en señal de despedida, echando una mirada admirativa a su camisa de seda, que no parecía precisamente barata. El Tommy actual tiene buen gusto para la ropa. Cuando muera, la prensa sensacionalista se dará un verdadero festín.
4
Dominique, Thomas y yo pasamos en Dover la mayor parte del año. Perfeccioné mi inglés y aprendí a hablar con un ligero acento, que podía exagerar o eliminar a voluntad. Me convertí en carterista profesional, y deambulaba por las calles desde las seis de la mañana hasta altas horas de la noche mangando billeteras y monederos. Se me daba bastante bien. Nadie notaba mi mano deslizarse por el bolsillo del abrigo de un transeúnte, el modo en que identificaba con los dedos algo de valor, un reloj, algunas monedas, que desaparecían como por ensalmo. De vez en cuando, sin embargo, me despistaba y no advertía que estaba siendo observado por algún probo ciudadano, que daba la voz de alarma. Acto seguido se iniciaba una persecución -divertidísima, la mayor parte de las veces- de la que casi siempre salía bien librado, pues tenía dieciséis años y me hallaba en plena forma. Gracias a mis turbias actividades no vivíamos mal del todo en la trastienda alquilada de una taberna, por suerte ni muy sucia ni demasiado infestada de ratas. En la habitación había dos camas; una la ocupaba Dominique y la otra Tomas y yo. Habían pasado seis meses desde nuestro encuentro y no habíamos vuelto a disfrutar de una noche como la primera. Los sentimientos de Dominique hacia mí eran de una naturaleza cada vez más fraternal. Por la noche permanecía despierto en el lecho, atento al sonido de su respiración, y en ocasiones me deslizaba sigilosamente hasta su cama y dejaba que su aliento me acariciara el rostro. La contemplaba dormir, devorado por el deseo de compartir de nuevo el lecho con ella.
Dominique sentía por Tomas un leve afecto maternal; cuando me marchaba a robar, lo cuidaba, pero, en cuanto yo entraba por la puerta, se daba prisa en devolvérmelo, como si fuese una simple niñera contratada para hacerse cargo de la criatura. Tomas era un niño tranquilo que apenas daba guerra, y en las raras ocasiones en que pasábamos la velada juntos en la habitación solía quedarse dormido pronto, lo que nos permitía sentarnos a charlar hasta tarde; Dominique hablaba de sus planes para el futuro, mientras yo seguía empeñado en seducirla. O en permitir que ella me sedujera a mí; me daba igual quién fuera el primero.
– Deberíamos irnos de Dover -dijo una noche cuando estaba a punto de cumplirse un año de nuestra llegada-. Llevamos demasiado tiempo en este lugar.
– Me gusta estar aquí. Todos los días tenemos suficiente para vivir. No comemos mal, ¿verdad?
– El problema no es sólo comer bien o mal -replicó, irritada-. Quiero comer bien y también vivir bien. Aquí nunca lo conseguiremos. No tenemos futuro. Hemos de marcharnos.
– Pero ¿adónde? -Aunque había viajado de Francia a Inglaterra, una vez establecido en ésta no concebía que existiera un mundo fuera de las cuatro paredes de esa pequeña habitación y del calidoscopio de calles de Dover. Allí era feliz.
– No podremos vivir de tus hurtos siempre, Matthieu. Al menos, yo.
Reflexioné sobre esas palabras y bajé la mirada al suelo.
– ¿Te gustaría regresar a Francia?
Negó con la cabeza.
– No volveré allí. Jamás.
Casi nunca hablaba de las razones que la habían inducido a dejar su país de nacimiento, pero no se me escapaba que se trataba de algo que tenía que ver con su padre, un alcohólico. No era la clase de muchacha que abre su corazón. En los pocos y breves años que nos tratamos, nunca volvió a mostrarse tan sincera conmigo como el día que nos conocimos. Al contrario que la mayoría de las personas con las que me he relacionado a lo largo de mi vida, Dominique se distanciaba más con el trato.
– Podríamos vivir en el campo -sugirió-. Allí podría encontrar trabajo.
– ¿Haciendo qué?
– Pues colocándome en una casa, por ejemplo. He hablado con algunas personas sobre el asunto. Las casas solariegas siempre necesitan criados. Podría trabajar en una durante un tiempo. Ahorrar un poco de dinero y, a lo mejor, montar un negocio en alguna parte.
Me eché a reír.
– No seas ridícula. ¿Cómo se te ocurre? Eres una chica. -La sola idea resultaba disparatada.
– Podría montar un negocio -repitió-. No pienso quedarme en este cuchitril hediondo para siempre, Matthieu. No voy a envejecer y morir aquí. Y tampoco me imagino el resto de mi vida de rodillas y fregando suelos. Estoy dispuesta a sacrificar unos años de mi vida si con ello mejoro mi situación. La nuestra, si quieres.
Pensé en ello, pero no me convencía. Dover me gustaba. La vida de delincuente de poca monta me producía una emoción perversa. Incluso había encontrado formas de divertirme a espaldas de Dominique. Me había unido a una banda de rapaces cuya existencia era muy parecida a la mía y cometían diversos delitos para comer. De edades comprendidas entre los seis y los dieciocho o diecinueve años, algunos vivían en la calle; se apropiaban de algún rincón y allí caían rendidos todas las noches, abrigados con cualquier cosa que encontraran para taparse. El joven organismo de esos chicos se había vuelto inmune al frío y las enfermedades, y aún figuran entre las personas más sanas que he conocido en doscientos cincuenta y seis años. A veces se juntaban y compartían habitación, ocho o nueve en un espacio no mayor que una celda. Otros vivían en habitaciones mejores con hombres que se llevaban parte de sus ganancias y, cuando les venía en gana, abusaban sexualmente de ellos: los amenazaban acercándoles una navaja a la garganta mientras su boca lujuriosa les recorría el suave cuello.
Juntos planeábamos delitos más elaborados, que a menudo no nos procuraban beneficios económicos pero constituían una forma emocionante de pasar la tarde, pues éramos jóvenes y nos gustaba el comportamiento temerario. Robábamos cabriolés, empujábamos barriles de cerveza para sacarlos rodando de las bodegas, atormentábamos a viejas damas inofensivas. A todo ello nos dedicábamos los de mi calaña y yo un día cualquiera. Como mis ganancias se incrementaron, empecé a apartar pequeñas sumas sin que se enterara Dominique y dediqué ese dinero a desahogar mi sexualidad. Intentaba no repetir con ninguna prostituta, pero la certeza nunca era absoluta, pues cuando estaba en un tugurio, desnudo y con una chica cuyo hedor a sudor y mugre se percibía bajo el perfume barato, sólo podía ver el rostro de Dominique, sus ojos almendrados, su naricita bronceada, su cuerpo delgado con la fina cicatriz en el hombro izquierdo, por donde deseaba volver a pasar la lengua. Para mí, todas esas chicas eran Dominique, mientras que para ellas no era más que un rato de monotonía que les reportaría unos pocos chelines. La vida era bella. Y yo joven.