También estaban las chicas de la calle, jóvenes que no protegían su virtud con el mismo celo que Dominique en esos días. En muchos casos se trataba de las hermanas y primas de mis compinches, y en su mayoría también delinquían. Alguna me cautivaba durante una semana, en ocasiones dos, pero a la larga nuestra unión dejaba de interesarme y la chica se iba con otro muchacho sin pensárselo dos veces. Al final, o acababa pagando, o prescindía de tener relaciones con una mujer, pues si pasaba por alto la cuestión del dinero podía fingir que compartía el lecho con la pareja que más deseaba.
Era evidente que tarde o temprano me pillarían. Una oscura noche de octubre de 1760 se decidió nuestro destino en Dover. Me encontraba apostado en una esquina frente al Tribunal de Justicia a la espera de que apareciera alguna posible víctima. De pronto lo vi: un caballero alto, de edad avanzada, con un sombrero negro y un fino bastón de roble. Se detuvo en medio de la calle y se palpó el abrigo para comprobar que llevaba la billetera. Al tocarla, prosiguió la marcha con una sonrisa de alivio. Me calé la gorra para ocultar el rostro, lancé una ojeada alrededor por si había alguien mirando y eché a andar lentamente en pos del anciano.
A fin de que no me oyera acercarme por la espalda, acompasé mis pisadas a las suyas. Por fin deslicé la mano en su bolsillo, cogí la gruesa billetera de cuero y la saqué. Acto seguido me volví y empecé a alejarme con paso firme; las pisadas seguían acompasadas a las de él, y cuando iba a echar a correr en dirección a casa, una voz gritó a mi espalda.
Me volví. El anciano, en medio de la calle, miraba desconcertado a un hombre corpulento de mediana edad que corría hacia mí. También yo me pregunté por qué correría, hasta que recordé la billetera y supuse que me había visto y se disponía a cumplir con un ridículo sentido de responsabilidad cívica. Giré sobre los talones y salí disparado maldiciendo mi suerte, aunque sin dudar de que burlaría sin problemas a aquel gigante, pues la barriga seguramente le restaría rapidez. Corrí con todas mis fuerzas, mis largas piernas saltaban sobre los adoquines mientras procuraba divisar una vía de escape. Mi intención era alcanzar la plaza del mercado, donde, según creía recordar, confluían cinco callejuelas, cada una de las cuales daba a otros callejones. Dado que siempre estaban abarrotadas, podría perderme en medio de la multitud sin dificultad, pues iba vestido como cualquier niño de la calle. Pero como era una noche muy oscura perdí el sentido de la orientación; al cabo de unos instantes me di cuenta de que me había equivocado y empecé a inquietarme. El hombre acortaba distancias y gritaba que me parara -lo que no dejaba de ser increíble-, pero cuando eché un vistazo por encima del hombro vi su expresión resuelta y algo peor, el bastón que blandía, y por primera vez el pánico se apoderó de mí. Más allá de lo que tomé por Castle Street vi dos calles, una a la derecha y la otra a la izquierda; torcí por la última, que para mi gran consternación fue estrechándose cada vez más. Con desazón advertí que se trataba de un callejón sin salida y que ante mí se levantaba un muro, demasiado alto para trepar por él y demasiado sólido para atravesarlo. Me volví y permanecí quieto mientras el hombre doblaba la esquina. Al ver que estaba acorralado, se detuvo a su vez, jadeando.
Aún tenía una posibilidad. Yo era un chaval de dieciséis años, fuerte y en plena forma. El gigantón debía de andar por los cuarenta como mínimo. Tenía suerte de estar vivo. Si era capaz de pasar por su lado sin que me cogiera, seguiría corriendo todo el tiempo que hiciera falta. Él se hallaba casi sin aliento, mientras que yo podría haber corrido otros diez minutos sin sudar siquiera; y reduciendo la marcha, más. El truco estaba en conseguir sortearlo.
Nos miramos a los ojos; me maldijo, me llamó sucio ladronzuelo, rata de alcantarilla, y me amenazó con darme una lección en cuanto me atrapara. Esperé a que se aproximara a la izquierda del callejón y me lancé hacia la derecha al tiempo que soltaba un grito, decidido a burlarlo, pero él se abalanzó en el último instante y chocamos; caí al suelo y él encima de mí con un grito ahogado. Intenté ponerme de pie, pero el otro fue más rápido y me sujetó por el pescuezo con una mano mientras con la otra palpaba mis bolsillos en busca de la billetera del anciano. La sacó, se la metió en el bolsillo y, cuando forcejeé debajo de su corpachón, me soltó un bastonazo en la cara, cegándome y rompiéndome la nariz. Sentí el sabor de la sangre y las mucosidades en la garganta, y ante mis ojos estalló una luz blanca. A continuación se levantó y yo me llevé las manos a la cara para mitigar el dolor, pero entonces volvió a la carga con el bastón y no paró de golpearme hasta que me hice un ovillo en el suelo. Tenía la boca hecha un amasijo de flema y sangre, y sentía el cuerpo como una entidad separada de mi mente; me había pateado y atizado en las costillas, notaba la mandíbula hinchada y magullada. Por el cuero cabelludo me corría un hilo de sangre, y no sé cuánto tiempo permanecí allí acurrucado antes de advertir que el hombretón se había marchado y que al fin podía reunir las partes de mi descoyuntado cuerpo y levantarme.
Pasaron horas antes de que encontrara el camino a casa, medio ciego como estaba por la sangre que anegaba mis ojos. En cuanto entré por la puerta, Dominique se puso a chillar. Tomas rompió a llorar y se escondió debajo de la sábana. Dominique llenó un cubo de agua tibia, me quitó la ropa y me curó las heridas; tenía el cuerpo tan castigado y me sentía tan agotado que sus cuidados no despertaron mi excitación. Dormi tres días seguidos y cuando desperté, limpio pero magullado y dolorido en todas partes, Dominique me comunicó que ya podía dejar atrás mis días de carterista.
– Despídete de Dover, Matthieu -dijo en cuanto abrí mi ojo sano-. Nos iremos cuando puedas levantarte.
Me sentía demasiado débil para discutir, y cuando, al cabo de unas semanas, me repuse por completo, la suerte ya estaba echada.
5
El más efímero de mis matrimonios data de 1921, y, pese a su brevedad, es el que recuerdo con más cariño. Constance fue, sin duda, mi segunda mujer favorita de ese siglo. Justo después de la guerra había vuelto a mudarme a Estados Unidos, dispuesto a olvidarme para siempre del hospital, el Ministerio de Asuntos Exteriores y la horrible Beatrice, viuda de mi sobrino Thomas de entonces, que había fallecido recientemente. Me embarqué en un transatlántico rumbo a América y disfruté de las agradables y revitalizantes semanas de sol y aventuras amorosas que me proporcionó la travesía. Al desembarcar en Nueva York encontré que, para mi desgracia, la ciudad seguía obsesionada con los asuntos europeos y hambrienta de noticias acerca de Versalles y el káiser. Si iba a un bar e identificaban mi acento, los parroquianos se me acercaban para entablar conversación. ¿Conocía al rey personalmente?, me preguntaban. ¿Es verdad lo que cuentan de él? ¿Qué noticias hay de Francia? ¿Cómo eran las trincheras en realidad? Uno de los grandes logros de la era de la televisión global es que los perfectos desconocidos ya no han de preocuparse por pedir información mundana. Sólo por esa razón deberíamos estar agradecidos a la tecnología moderna.
Molesto por esa constante intrusión en mi vida, y sintiéndome un poco perdido en una ciudad donde no tenía amigos ni trabajo, una tarde decidí ir a una sala donde pasaban noticiariosy algunos de los primeros cinescopios. El que escogí era poco más que una pequeña habitación de techo alto con capacidad para unas veinticinco personas. Cuando tomé asiento en el centro de la última fila, lo más lejos posible de la plebe local, la sala ya estaba medio llena. Las butacas eran duras, de madera, y el lugar olía a sudor y alcohol, pero estaba a oscuras y ofrecía intimidad, de modo que me quedé donde estaba, seguro de que tarde o temprano me volvería inmune a los desagradables olores de la chusma. Primero pasaron los noticiarios y mostraron las mismas necedades que había visto en la vida real miles de veces -guerra, pacificación, sufragio universal-, pero las películas me entretuvieron. Proyectaron Charlot en la calle de la paz y Charlot en el balneario. Al principio el público protestó -seguramente ya las habían visto muchas veces y querían algo nuevo-, pero en cuanto empezaron las payasadas se desató la hilaridad general. Cuando el operador cambiaba las cintas a mitad de la película, me sentía impaciente; deseaba ver más, intrigado por las parpadeantes imágenes en blanco y negro que, además, tenían la virtud de liberar mi mente, al menos por una tarde, de los acontecimientos vividos los últimos años. Al terminar permanecí sentado en la butaca y vi varias veces la misma sesión. Cuando llegó el momento de abandonar el cine -era de noche, me notaba la garganta seca y tenía que beber algo-, había tomado una decisión.