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Negué con la cabeza. Yo tampoco lo entendía.

– No estoy seguro -murmuré mientras el joven gritaba otra vez su oferta a uno de los operadores, que de inmediato le vendió lo que había pedido con la mirada avariciosa de quien no da crédito a su buena suerte-. Está normalizando el mercado. -Volví a negar, incrédulo-. Es lo más audaz… -Dejé la frase sin concluir, tan impresionado estaba por la actuación de aquel joven. Al cabo de unos minutos había realizado varias ventas provisionales y logrado una ligera subida de los precios.

Media hora después la situación se había estabilizado y parecía que el pánico había pasado.

– ¡Ha sido increíble! -exclamó Denton al cabo de un rato-. Por un instante he pensado que estábamos acabados.

Yo no habría puesto la mano en el fuego. Me mantenía a la espera, seguro de que aún no habíamos visto lo peor. Durante los días siguientes la Bolsa estuvo en boca de todo el mundo. Denton sufría el asedio de su padre, que lo bombardeaba a preguntas sobre qué medidas estaba tomando para salvar la fortuna de la sociedad. Sin embargo, mientras los inversores iban asimilando las consecuencias del Jueves Negro, mucha gente intentó recuperar sus pérdidas, y de nuevo empezaron las ventas dramáticas. El martes 29 de octubre, el día del crac de Wall Street, se pusieron en venta más de dieciséis millones de acciones en una sola tarde. En unas horas en la Bolsa de Nueva York se perdió la misma suma de dinero que el gobierno estadounidense había gastado durante toda la Primera Guerra Mundial. Fue un verdadero desastre.

Annette me llamó desde CartellCo para decirme que Denton había enloquecido. Su padre había estado llamándolo todo el día pero él no había querido ponerse al teléfono, y al final se había encerrado en su despacho. Como me temía desde hacía tiempo, la firma estaba en bancarrota. Denton se había quedado sin nada, como la mayoría de sus inversores. Mi caso era el de un hombre afortunado en una ciudad sacudida por terribles tragedias. Cuando llegué a las oficinas de la sociedad y subí al piso más alto, donde Denton ocupaba una suite, encontré a Annette presa de la angustia. Denton no abría la puerta, pero lo oíamos romper cosas y arrojar lámparas y otros objetos al suelo, mientras el teléfono no dejaba de sonar.

– Debe de ser Magnus -dijo Annette, y arrancó el cable del teléfono de la pared. Al fin se hizo el silencio-. Cree que Denton tiene la culpa de todo el jodido asunto.

Abrí los ojos como platos, pues nunca la había oído emplear esa clase de palabras, pero el momento sin duda lo requería.

– Habría que echar la puerta abajo, Matthieu -añadió.

Tenía razón, de modo que retrocedí unos pasos para coger carrerilla y embestí contra la puerta de madera de roble una y otra vez. Noté el hombro magullado cuando la puerta empezó a moverse. Finalmente, tras un último topetazo y una patada, la cerradura cedió y Annette y yo entramos para encontrar a Denton junio a la ventana abierta. Se volvió y vimos su expresión perturbada, su rostro demudado, la ropa destrozada y los ojos enloquecidos.

– ¡Denton! -gritó Annette; las lágrimas le resbalaban por las mejillas y parecía a punto de abalanzarse sobre él. La sujeté del brazo para frenarla, pues temí la reacción de mi amigo-. Saldremos adelante, no hagas nada que…

– ¡No os acerquéis! -rugió Denton, subiéndose al alféizar de la ventana.

Me dio un vuelco el corazón, pues al ver su expresión supe que no había nada que hacer. Miró hacia abajo, se pasó la lengua por los labios y al instante había desaparecido de nuestra vista. Annette gritó, fue corriendo hasta la ventana y se asomó. Por un instante pensé que seguiría a su prometido. Cuando miré hacia la calle apenas distinguí su cuerpo destrozado sobre el asfalto.

Con el tiempo, la desdichada Annette empezó a recuperarse de la tragedia. Magnus Irving, en cambio, sufrió otro derrame cerebral cuando se enteró de lo sucedido a su hijo y murió poco después. Tuve mucha suerte: mi fortuna sobrevivió a la crisis, y cuando esas navidades me trasladé a Hawái (donde permanecería los siguientes veinte años) le regalé una bonita suma a Annette y Tommy, que rehusaron acompañarme y regresaron a Milwaukee.

Annette y yo nos mantuvimos en contacto casi hasta su muerte. No volvió a casarse, y después del fallecimiento de su hijo en Pearl Harbor se fue a vivir con su nuera y su nieto hasta que los tres se mudaron a Inglaterra. El hijo de ese chico, su bisnieto, se convertiría años después en un famoso actor de serie de televisión y cantante. Un día recibí una carta de una vecina de Annette en la que me explicaba que ésta había muerto serenamente tras una larga enfermedad. Me remitía una misiva de agradecimiento escrita por Annette, en la que me daba las gracias por cuanto había hecho por ella en Nueva York en 1929 y adjuntaba una foto de los tres, Denton, Annette y yo, en el baile en que, unos meses antes de la caída de Wall Street, habían anunciado su compromiso. Se nos veía muy felices, y confiados en el futuro.

18

Agosto-septiembre de 1999

Londres, 12 de agosto de 1999

Querido señor Zéla:

Desde el funeral de mi padre he deseado llamarlo en varias ocasiones para agradecerle las cariñosas palabras que le dedicó en la iglesia aquel triste día. Debo decirle que saber que nuestro padre era una persona tan querida y respetada en su trabajo ha supuesto para nosotros un gran consuelo.

Me encantó conversar con usted después de la ceremonia; fue una lástima que se marchase de forma tan repentina y no pudiéramos acabar nuestra charla. Quizá recuerde que hablamos sobre mi trabajo, el guión; usted pareció interesado. Mencionó que su sobrino Tommy probablemente conocería mejor los entresijos de la televisión que usted mismo.

Seguí su consejo y, al acabar el guión, lo mandé a la atención de su sobrino, en la BBC. Siento comunicarle que me lo devolvió sin siquiera haberlo leído, adjuntando una escueta nota. ¿Acaso se olvidó usted de avisarle de que iba a recibir un guión?

No he tenido oportunidad de hablar con él ni con usted sobre mi escrito, de modo que he decidido seguir la tradición de los buscavidas hollywoodienses y resumirlo en cuatro líneas. Ahí van:

Una noche, un par de amigos de mediana edad salen de copas; en el camino de regreso recogen a una menor prostituta y se la llevan a casa. Al llegar deciden montárselo con drogas, a las que no están acostumbrados, y uno de los dos hombres se pasa de la raya y muere. El amigo se derrumba y pide ayuda a otro cincuentón; éste no pierde la calma y llama a un joven que le debe unos cuantos favores. Juntos llevan a otro lugar el cadáver. Cuando lo encuentran a la mañana siguiente, todo el mundo piensa que ha sido un accidente y que cuando el tipo murió estaba solo. De ese modo nadie se ve salpicado por el escándalo. Lo que no saben es que durante la noche anterior el jaleo despertó al hijo del muerto, que dormía en la casa, y pudo oír sus planes y ver lo que hacían. Al principio se plantea acudir a la policía y denunciarlos, pero al final descarta esa idea, pues se le ocurre que esos dos tipos pueden echarle un cable en su carrera profesional. Que es lo que acaba ocurriendo, pues son los primeros interesados en que la vida discurra sin problemas. Y así echan tierra felizmente sobre el escabroso asunto.

¿Qué le parece, señor Zéla? ¿Le gusta? Como puede ver, le he mandado una copia del guión entero, y otra a su sobrino con una nota explicativa un poco más clara que la anterior. Estoy seguro de que me ayudarán a sacarlo adelante.