A la espera de sus noticias, aprovecho para saludarlo afectuosamente.
Lee Hocknell
Invité a Martin a tomar una copa en mi apartamento, pues me pareció que para comunicar malas noticias el escenario cálido y familiar de mi casa era mejor que la fría e impersonal atmósfera que se respiraba en las oficinas de la emisora. Tenía que informarle que su programa dejaría de emitirse, y, considerando su situación, no sabía cómo se lo tomaría. Al fin y al cabo, era un hombre acostumbrado a ser el centro de atención, a que la gente escuchara todas y cada una de sus palabras, por muy descabelladas que fuesen, que de pronto, a los sesenta y un años, se encontraría en el paro y abandonado a su suerte. Enloquecería. El dinero no representaba un problema; no le pagábamos mucho, pero vivía con holgura. En su carrera política había ganado lo suficiente para mantenerse el resto de su vida, y era propietario de una casa que había llenado de valiosos cuadros y obras de arte. Llevaba la clase de vida que le encantaba ridiculizar en los demás pero que él no habría abandonado por nada del mundo. Me habría gustado que se tomara bien la noticia, pero no me hacía demasiadas ilusiones.
No había contado con que su mujer lo acompañara; su presencia desbarató el breve discurso que me había preparado. Polly es la segunda esposa de Martin y llevan siete años casados. Huelga decir que es bastante más joven que él, pues sólo tiene treinta y cuatro años. Su primera mujer, Angela, a quien no llegué a conocer, vivió con él la mayor parte de su etapa como parlamentario, pero se separaron en cuanto Martin volvió a convertirse en un ciudadano de a pie. Cuando las presiones de la política cesaron y no hubo necesidad de fingir que el suyo era un matrimonio feliz, Martin se deshizo de su esposa y quedó con las manos libres para ir en pos de la siguiente generación. Enseguida tropezó con Polly, pues es sabido que la celebridad crea una aureola muy atractiva. Aunque apenas sé nada de ella, me he fijado en que posee buen ojo para las obras de arte (trabajaba en Florencia, en una galería cuya construcción ayudé a financiar en la década de 1870) y un oído para la música que no abunda en las damas de su generación. Se casó con Martin por dinero, por supuesto, pero él también ha salido ganando. Le encanta que lo vean en público como un galán entrado en años acompañado de una joven belleza, y, en el supuesto de que Polly le permita acercarse a ella, me atrevería a decir que todavía puede enseñarle algo.
– ¡Martin! -exclamé con jovialidad al abrir la puerta-. Polly -murmuré a continuación, y se me congeló la sonrisa-. Me alegra que hayáis venido los dos.
– También yo me alegro de verte -dijo él.
Al entrar recorrió rápidamente la estancia con la mirada por si había alguien más o descubría alguna nueva adquisición. Tiene la mala costumbre de fijarse en un objeto, cogerlo para echarle un vistazo rápido y a continuación informarme que él tiene uno igual pero mejor, o que podría haberme conseguido lo mismo por la mitad de precio. Es uno de sus rasgos de carácter menos atractivos.
Los conduje al salón y les ofrecí una copa. Martin quiso un whisky, pero Polly anunció que le gustaría tomarse un mintjulep.
– ¿Un qué? -pregunté boquiabierto. No estaba de humor para cócteles, y mucho menos para representar una escena de El gran Gatsby.
– Un mint julep -insistió Polly-. Bourbon, menta fresca, azúcar glas…
– Ya sé lo que lleva, gracias -me apresuré a interrumpirla-. Pero me sorprende que me lo pidas. -De pronto caí en la cuenta de que no tomaba un mint julep desde los años veinte-. La verdad es que no tengo menta.
– ¿Y bourbon?
– Eso sí.
– Pues sírveme uno. Solo.
De un cóctel a un simple whisky, qué raro. Fui a la cocina a preparar las bebidas. Al volver, Martin estaba de pie en un rincón; sostenía del revés un candelabro de hierro forjado y lo examinaba con sumo detenimiento; aguantaba las tres velas con cuidado de que no se soltaran mientras pequeñas virutas de cera endurecida caían blandamente sobre la moqueta. Dejé la bandeja sobre la mesa haciendo todo el ruido posible para que Martin devolviera a su sitio el candelabro.
– ¿De dónde lo has sacado? -preguntó, dándole la vuelta a la vez que rascaba el hierro para ver si saltaba la pintura-. Tengo uno igual, pero cuando lo rascas se va el color.
– Pues entonces no lo rasques -repuse esbozando una leve sonrisa. Polly se volvió en su asiento para observar a su marido-. ¿Conoces ese chiste del hombre que va al médico y se queja de que cuando se pellizca el brazo le duele?
Por fin dejó el candelabro y se acercó a sentarse con nosotros. Había sido un regalo de boda de mi antigua suegra, Margerita Fleming, con cuya psicótica hija Evangeline había cometido la insensatez de casarme, a principios del siglo xix. Era uno de los pocos recuerdos que me quedaban de ese desdichado matrimonio en Suiza, que acabó con Evangeline arrojándose desde el tejado del sanatorio donde estaba encerrada. Fui yo mismo quien la ingresó, como es natural, después de que intentara matarme – ¡ay!, qué joven más insensata era-, convencida de que yo formaba parte, nada menos, de los conjurados partidarios de Napoleón, con quien nunca había tenido nada que ver. Después de su muerte, ansioso por olvidar a esa arpía amargada, me deshice de la mayor parte de nuestras pertenencias. Pero conservé el candelabro, porque se trataba de una pieza de museo que siempre despertaba la admiración de mis invitados.
– Fue un regalo de boda -respondí cuando volvió a preguntarme dónde lo había conseguido-. De mi antigua suegra, que en paz descanse.
Polly y Martin asintieron con expresión de pesar y bajaron la mirada por respeto a las dos difuntas; por supuesto, ignoraban que éstas habían muerto la friolera de doscientos años atrás. Probablemente creían que me refería a mi más reciente esposa. Fue como si guardáramos un minuto de silencio en memoria de ambas mujeres, de modo que me apresuré a romperlo, pues ninguna de las dos se merecía un homenaje.
– Hace un siglo que no cenamos juntos -dije en tono alegre, recordando nuestras antiguas veladas en su casa-. Por no hablar del tiempo que hacía que no veníais aquí.
– ¿Aún sales con Tara Morrison? -preguntó Polly, inclinándose, y no sé por qué me fijé en sus manos, por si llevaba un dictáfono.
– ¡Huy, no! -exclamé, y reí-. Hace mucho que lo dejamos. Me parece que no estábamos hechos el uno para el otro.
– ¡Qué pena! -repuso.
Así que era una fan de la columna «Tara dice»… Imaginé que seguía a rajatabla y de forma obsesiva sus reglas para la vida. La última vez que cenamos los cuatro, Polly apenas le había quitado los ojos de encima y más tarde la arrinconó para pedirle consejo y acosarla a preguntas sobre las relaciones maritales, precisamente a Tara, una mujer que en su vida había tenido una relación sólida.
– Siempre me pareció que formabais una pareja perfecta -añadió.
– No sé… -Me encogí de hombros, y para mi sorpresa descubrí que el recuerdo de Tara despertaba en mí un sentimiento cercano al arrepentimiento. De pronto caí en la cuenta de lo mucho que pensaba en ella a lo largo del día, de las incontables ocasiones en que me había alegrado la vida y de las no pocas veces que me la había amargado, y de lo que habría dado por que volviera a la emisora. Sentí un escalofrío-. Los dos llevamos una vida muy ajetreada, sobre todo ella. Tiene tantas obligaciones que atender que apenas encontraba tiempo para estar conmigo. Escribir su columna le ocupa muchas horas; no debe de ser fácil. Además, no hay que olvidarse de la diferencia de edad…
– ¡Qué tontería! -exclamó Polly. De pronto, al mirar a la inarmónica pareja sentada ante mí, advertí que había metido la pata hasta el fondo-. ¡Qué tendrá que ver la edad! Tampoco eres mucho mayor que Tara, que como mínimo rondará los treinta y cinco. No creo que vivieras la guerra.