– Martin -lo interrumpí-, por eso te he convocado aquí esta tarde… A los dos -añadí, magnánimo, aunque no había sido mi intención hablar con Polly de ese asunto. Confiaba en que fuera Martin el encargado de transmitírselo-. Lamento informarte que no habrá más programas. Hemos hablado y creemos que ha llegado el momento de efectuar una salida decorosa. Ya está decidido.
– ¿Y qué voy a hacer? -preguntó Martin mientras se hundía en su asiento, con los hombros encorvados. Había palidecido, lo que resaltaba las manchas del rostro. Me miraba como si yo fuera su padre o su agente, como si de mí dependiese su felicidad futura-. No habrás pensado en darme uno de esos horribles programas concurso, ¿verdad? Y no tengo paciencia para los documentales. Supongo que me pondrás como presentador. Podría salir en las noticias. Dime, Matthieu, ¿qué me daréis? -inquirió, aferrándose a un hilo de esperanza. De pronto temí que fuera a echarse a llorar.
– Nada -intervino Polly, ahorrándome el mal trago de contestar-. No van a darte nada. Acaban de despedirte. ¿Tengo razón o no, Matthieu?
Respiré hondo y clavé la mirada en el suelo. Aborrecía esa clase de situaciones, pero sabía que no era la primera vez, ni sería la última, que me tocaba vivirla.
– Sí -respondí con pragmatismo-. En resumidas cuentas, es eso. Hemos decidido rescindir tu contrato, Martin.
Cualquier cerdo con un mínimo de autoestima se negaría a vivir en el apartamento de mi sobrino.
Hace un par de años, cuando encabezaba las listas de éxitos y triunfaba como actor, Tommy tuvo la sensatez de invertir sus ganancias en una pequeña propiedad y compró un ático de dos habitaciones. Es lo único que posee de valor, y me sorprende que en todo este tiempo no lo haya vendido para costearse sus necesidades químicas en lugar de pedirme prestado dinero cada dos por tres, con la consiguiente reprobación por mi parte. Imagino que ese apartamento le proporciona el mínimo de estabilidad que necesita en la vida.
El salón tiene techos altos y enormes ventanales con vistas al Támesis que ocupan casi toda una pared. Como si fuera un niño retrocedí un paso, me incliné y apoyé las manos en el cristal mientras miraba hacia abajo aguardando la excitante sensación del vértigo. La estancia estaba tan sucia que me pregunté si una ameba sería capaz de vivir allí sin correr a ducharse cada cinco minutos. A un lado había un confortable sofá prácticamente tapado por periódicos y revistas de moda; el suelo estaba cubierto de botellas vacías, latas volcadas y vasos, en general llenos de colillas de cigarrillos y porros. En un rincón, detrás de un sillón con excesivo relleno, había un condón usado. Lo miré asqueado. «Ésta -me dije atónito, recorriendo con la mirada toda la porquería que me rodeaba- es la casa de un hombre.»
Abrí la puerta corredera que daba al estrecho balcón con barandilla de hierro. Un barco navegaba por el Támesis y las parejas y las familias paseaban por la orilla. A lo lejos se divisaba la Torre de Londres y el palacio de Westminster, una vista que siempre me ha causado una gran impresión.
– Tío Matt.
Me volví y vi a Tommy, que salía de su dormitorio poniéndose por la cabeza una camiseta que acabó por cubrirle los pantalones cortos del pijama. Se había recogido la larga cabellera en una coleta, dejando sueltas unas greñas que le caían sobre la cara. Parecía un espectro. Tenía ojeras, los párpados hinchados y enrojecidos y la nariz en un estado lamentable. Un tic nervioso delataba su reciente abuso de la cocaína. Negué con la cabeza y sentí lástima. Siempre que creo que estamos estrechando nuestra relación y que quizá Tommy conseguirá sobrevivir pese a todo, ocurre algo, algo grave como en ese momento, y concluyo que no hay que hacerse ilusiones. Parecía la personificación de la Parca.
– ¿Cómo puedes…? -le reproché mientras miraba ceñudo aquel campo de batalla.
– No empecemos, por favor -me interrumpió, irritado-. Estoy hecho polvo y sólo me faltan tus broncas. Ayer tuve una fiestecita y me acosté a las tantas.
– Bueno, me alegro de que esto no sea lo normal, porque si así fuera acabarías pillando la peste negra. He visto sus efectos en las personas y te aseguro que dista de ser agradable.
Hizo un poco de sitio en el sofá y el sillón y me senté en el primero mientras él se colocaba en la posición de loto en el segundo, tirando de los pies para darse calor. Iba a cerrar la ventana pero cambié de opinión; mejor respirar aire fresco. Mientras miraba a Tommy, vi de nuevo el preservativo que yacía tristemente marchito en el suelo, no muy lejos de él. Cuando se dio cuenta, cogió un periódico y lo tiró encima, ocultándolo de la vista. Sonrío bobaliconamente. Me pregunté cuánto tiempo seguiría allí aquel condón, reproduciéndose con el papel de periódico, creando quién sabe qué mundos bacterianos en el seno de la alfombra.
– Tenemos un problema -dije.
Tommy bostezó.
– Lo sé. Yo también he recibido una carta.
– ¿De Hocknell?
– El mismo.
– ¿Con el guión?
– Lo envió, pero aún no he tenido tiempo de leerlo. He estado ocupado con la fiesta, y además la semana pasada trabajé dieciocho horas diarias. Pero leí el resumen. Está bastante claro lo que pretende.
– Yo sí he leído el guión.
– ¿Y?
– Es bazofia. -Me eché a reír a mi pesar-. No vale nada, es impensable producir algo tan malo. La idea es buena, supongo, pero el tratamiento es… -Negué con la cabeza, disgustado-, Hay partes de diálogo infumables.
Se abrió la puerta de uno de los dormitorios y apareció una joven en bragas y camiseta. No parecía embarazada, de modo que no era Andrea. Pero me resultaba familiar. Quizá fuera una actriz o una cantante de esas que salen en los diarios sensacionalistas o la prensa rosa, su verdadero medio. Al vernos, soltó un gemido y volvió a la habitación. Tommy la contempló marcharse y cogió un paquete de cigarrillos. Al encender uno y llenarse los pulmones con la primera nicotina del día, pestañeó ligeramente.
– Es Mercedes -dijo, señalando con la cabeza hacia la puerta cerrada.
– ¿Mercedes qué?
– Simplemente Mercedes. -Se encogió de hombros-. Jamás usa su apellido. Como Cher o Madonna. Seguro que la conoces. Aunque no lo parezca, ha sacado el disco de baile más vendido de este año. Está en la habitación con Carl y Tina, que trabajan en la serie. Los tres se enrollaron anoche. El muy cabrón.
– Bien -dije tras guardar el silencio pertinente, poco dispuesto a verme involucrado en las piruetas sexuales de los jóvenes actuales-. Volvamos a Lee Hocknell…
– ¡Que se joda! -exclamó haciendo un ademán de indiferencia-. Dile que su guión es una mierda y que no pensamos ni tocarlo. ¿Qué hará? ¿Ir a la policía?
– Es una posibilidad.
– ¿Con qué? No puede probar nada. Recuerda; no mataste a su padre, y yo tampoco. Sólo arreglamos el desaguisado, nada más.
– Pero de forma ilegal -señalé-. Mira, Tommy, no me preocupa lo que vaya a hacer, he conocido a tipos mucho más duros en mi vida, créeme, y he pasado por situaciones mucho peores que ésta. Pero no me gusta que me chantajeen, y quiero olvidarme de él de una vez por todas. No me gustan… las complicaciones. Ya me ocuparé de esto, no te preocupes, sólo quería ponerte al corriente.
– Muy bien, gracias -dijo, y guardó silencio.
Me levanté para marcharme.
– ¿Cómo se encuentra Andrea? -inquirí, pues nunca me interesaba por su salud.
– Estupendamente. -Se le iluminó el rostro-. Casi está de seis meses, y se le nota bastante. Se levantará dentro de un rato. Si quieres puedes quedarte, y así la conoces.
– No, no -rehusé, y di un paso hacia la puerta esperando abrirme camino entre la ciénaga de basura que me separaba de ella-. No es necesario. Os invitaré a cenar a casa algún día.
– Estaremos encantados.