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– Te llamaré -dije antes de cerrar la puerta y asomarme a la atmósfera relativamente estéril del rellano.

Una vez fuera, respiré hondo, desterré el asunto de Lee Hocknell de ini mente para el resto de la tarde y bajé corriendo las escaleras a fin de salir cuanto antes a la luz del día y el aire libre.

– ¿Cómo fue? ¿Rindió las armas con dignidad o presentó batalla?

Suspiré, aparté las notas que estaba preparando para una reunión y levanté la vista. Aunque por lo general dejaba la puerta abierta, Caroline era la única empleada de la emisora que ni siquiera hacía el gesto de llamar antes de entrar. Sencillamente cruzaba el umbral, no sin antes olvidar los modales y el respeto en el otro lado.

– Martin era un buen amigo -repuse en tono de reproche, y al punto me corregí-: Es un buen amigo. Y no se trata de presentar batalla o rendirse, sino de que hemos dejado a un hombre sin su trabajo. Si algún día te pasa lo mismo, no te hará ninguna gracia, te lo aseguro.

– Vamos, hombre. -Caroline se arrellanó en una butaca frente a mí-. Si no era más que una vieja gloria acabada. Sin él estamos mejor. Ahora podremos buscar a alguien con un poco de talento. ¡Renovarse o morir! ¿Qué te parece ese chico, Denny Jones, ese que Martin entrevistó la semana pasada en su programa? El de los hoyuelos, ¿recuerdas? Arrastraría a la audiencia juvenil. Debemos contratarlo como sea. -Al mirarme debió de ver mi expresión de furia, el deseo de cogerla por las orejas y arrojarla por la ventana, porque añadió-: Bueno, vale, lo lamento, en serio. Perdona mi desconsideración. Es tu amigo y te sientes en deuda con él. Vale, dime, ¿cómo se lo tomó? Mal, ¿no?

– Bueno, no se puso loco de alegría precisamente. En todo caso, apenas habló. La que protestó fue su mujer, Polly; parecía más ofendida que él.

Cuando le comuniqué a Martin que a partir de ese momento prescindiríamos de sus servicios, Polly montó en cólera. Mientras su marido se hundía en el asiento llevándose una mano a la frente y parecía pensar en el futuro -o en su ausencia-, Polly se lanzó al ataque. Llegó a acusarme de deslealtad y absoluta estulticia. Añadió que estábamos en deuda con su marido por todos sus años de servicio en la emisora -en ese punto cargó las tintas indebidamente-, y que éramos unos necios por no darnos cuenta de que Martin era una persona insustituible. No pude dejar de advertir que su máxima preocupación residía en el hecho de que su marido dejaría de cobrar un sueldo y probablemente ya no sería un habitual en las fiestas del mundo del espectáculo, las funciones y las ceremonias de entregas de premios. Temía que su estrella se debilitase cada vez más y llegara el día en que, cuando le presentaran a alguien, tuviese que oír la frase inevitable: «¿No era usted…?» Además, Polly todavía era joven y, por si fuese poco, en adelante tendría que aguantar a Martin noche y día.

– ¡Que se joda Polly! -exclamó Caroline-. No es nuestro problema.

– Tenía pretensiones de meterse a productora… -señalé. Ella soltó una carcajada-. ¿Qué te hace tanta gracia?

– Dime una cosa, Matthieu: ¿trabaja en la televisión?

– No.

– ¿Ha trabajado alguna vez en televisión?

– No que yo sepa.

– ¿Ha trabajado alguna vez en su vida?

– Sí, trabajaba en el mundo del arte. Y siempre ha mostrado mucho interés por el programa de Martin -repuse, sin saber por qué me estaba justificando ante Caroline.

– Por su cuenta bancaria, querrás decir. Y por adonde podía llevarla su marido. Conque productora, ¿eh? -se mofó-. ¡Hasta los gatos quieren zapatos!

Rodeé el escritorio hasta situarme frente a ella y me senté en el borde. Le lancé una mirada airada.

– ¿Has olvidado nuestra primera conversación? ¿No recuerdas cuánto te esforzaste para convencerme de que te diera el cargo más alto de la organización a pesar de que carecías de experiencia en el sector?

– Tenía años de experiencia como gerente…

– ¡Vendiendo discos! -perdí los estribos, algo impropio de mí-. No tiene nada que ver, querida. No sé si cuando te sientas ahí fuera a sintonizar emisoras de todo el mundo has advertido que nosotros no vendemos discos ni libros ni ropa ni equipos de música ni posters de ídolos púberes del pop. Somos una emisora de televisión. Producimos espectáculos televisivos para masas. Cuando empezaste a trabajar aquí no sabías nada de este mundo, ¿verdad?

– No, pero he…

– Me pediste que te diera una oportunidad y accedí. En cambio, te niegas a pagar con la misma moneda a otra persona. ¿Te parece justo? ¿No hay una parábola sobre eso en la Biblia?

Negó con la cabeza y se mordió el labio inferior.

– Espera un momento -dijo por fin-. ¿Qué me estás diciendo? -Me lanzó una mirada de consternación-. Supongo que no habrás… No me estarás diciendo que has despedido a Martin y has contratado a su mujer, ¿verdad? Por favor, Matthieu, no me digas que he acertado.

Sonreí y enarqué una ceja. Dejé que la incertidumbre la torturase un instante.

– Por el amor de Dios -rogó-, ¿cómo diablos vamos a…?

– Claro que no la he contratado -la interrumpí, temiendo que el volcán entrase en erupción y la lava cayese sobre mí-. Créeme, jamás daría trabajo a alguien sin experiencia. A lo sumo a un ayudante, pero nada más. Para desempeñar una tarea de esa responsabilidad debes saber lo que tienes entre manos.

Caroline hizo una mueca de desdén. Me acerqué a la ventana y me quedé contemplando la calle, hasta que la oí marcharse con su enérgico taconeo.

19

Me peleo con Dominique

Jack y yo nos turnábamos para trabajar los fines de semana en Cageley House. La jornada se hacía entonces más larga, pues uno solo debía asumir todas las tareas, pero valía la pena porque cada quince días disfrutaba de dos de descanso. Uno de esos sábados que libraba estaba holgazaneando en casa de los Amberton y jugando a las cartas con mi hermano pequeño -me aburría tanto que casi tenía ganas de volver a la cuadra-, cuando la señora Amberton me pidió que la acompañara de compras a la aldea.

– Quiero llenar la despensa -dijo mientras trajinaba por la cocina mascando tabaco; al pasar por delante de la escupidera arrojó un salivazo amarillento-. Y sola no puedo. El señor Amberton vuelve a estar acatarrado, de modo que será mejor que vengas a echarme una mano.

Acepté. Acabé la partida y me preparé para salir. No me importaba; los Amberton casi nunca me pedían ayuda, y se habían portado maravillosamente con Thomas y conmigo. Trataban a mi hermano como si fuera su propio hijo; Thomas había resultado un buen estudiante en la escuela, y yo parecía caerles en gracia. Durante los meses posteriores a la cacería y la muerte de la yegua, habían cambiado pocas cosas en Cageley, salvo el liecho de que Nat Pepys pasaba cada vez más fines de semana en la casa, a tal punto que no había viernes que no viéramos su figura menuda y encorvada galopando por el camino de entrada al anochecer.

– Algo trama -dijo Jack en una ocasión-. Seguramente cree que el viejo está a punto de palmarla y quiera asegurarse de que le toca una buena tajada del pastel.

Yo no estaba tan seguro; desde el percance del caballo apenas nos habíamos dirigido la palabra. Creo que se dio cuenta de que su cobardía no me había pasado inadvertida y le creaba inseguridad sentirse humillado ante un simple subordinado. Cuando nos encontrábamos ni siquiera nos mirábamos. Yo me ocupaba de sus caballos y él de sus asuntos, y de ese modo coexistíamos tranquilamente.

Ese sábado en particular, cuando al fin había pasado la última ola de frío, el pueblo amaneció iluminado por una luz cálida y dorada que sacó a todos los vecinos de sus escondrijos, parpadeando al sol. Revoloteaban por las pocas tiendas que había en el lugar charlando animadamente. La señora Amberton saludaba a todo el mundo por su apellido. De pronto pensé que todas esas gentes, que se conocían tan bien entre ellas, jamás utilizaban su nombre de pila, sino que preferían tratarse de «señor» o «señora». Nos deteníamos a hablar con algunos vecinos, ya fuera del tiempo o de lo que vestía cada cual. De repente me sentí como si fuera hijo de la señora Amberton, andando a su paso y deteniéndome a su lado cuando se ponía a charlar con alguien, ocasiones en que debía esperar pacientemente y en silencio a que terminara la conversación. Al cabo de un rato empecé a hartarme y deseé que se diera prisa y acabásemos las compras de una vez. La vida de aldea empezaba a perder su atractivo.