Iría a Hollywood y haría películas.
Los tres días de viaje en tren a través del país iban a proporcionarme la oportunidad de planear mi asalto a lo que ya entonces me parecía un medio de expresión artística en rápido crecimiento. Había mucho dinero en juego: los periódicos incluían crónicas sobre la inmensa riqueza y la vida de playboy de Keaton, Sennett, Fairbanks y otros actores. Sus rostros bronceados, tan diferentes del pálido y a menudo empobrecido álter ego que veíamos haciendo el tonto en la pantalla, sonreían resplandecientes en las portadas de los periódicos mientras se pavoneaban vestidos con ropa de tenis en el jardín de alguna lujosa mansión o luciendo esmoquin en el último cumpleaños de MaryPickford, Mabel Normand o Edna Purviance. Al ser rico y apuesto, y, por si eso fuera poco, un francés desmovilizado, supuse que no tendría dificultad en abrirme camino en esa sociedad. ¿Cómo iba a fracasar con semejantes antecedentes? Ya había llamado a un agente inmobiliario y alquilado por seis meses una casa en Beverly Hills; si asistía a algunas fiestas selectas, conseguiría buenos contactos y quizá lo pasara en grande un año o dos. La guerra había quedado atrás; necesitaba diversión. ¿Y dónde podía encontrarla sino en el paraíso emergente que era Hollywood, California?
Al mismo tiempo, me interesaba trabajar en la industria, en producción, por supuesto, pues no soy actor. Al principio pensé en dedicarme a la financiación de películas, o tal vez a su distribución, aspecto del negocio que aún se hallaba en proceso de desarrollo y carecía de una red eficaz. Durante los tres calurosos días que pasé encerrado en el vagón de tren, leí una entrevista a Chaplin, que en ese momento trabajaba para la First National, y aunque daba la impresión de ser un hombre obsesionado con su trabajo, un artista que no quería otra cosa que hacer una película tras otra sin descansar más que algún fin de semana tomando el sol, en sus cautelosos comentarios sobre su relación con la FN percibí un sentido oculto. No es que fuera un mal lugar para trabajar, parecía insinuar Chaplin, pero el artista no disponía del control absoluto de su obra. Él quería ser dueño del lugar, o al menos llevar su propio estudio. Se me ocurrió que yo podría serle de alguna utilidad, de modo que le escribí para proponerle una reunión, anunciando mi interés por invertir en la industria del cine y que me había parecido que él era el bien más preciado de ese negocio. A continuación le pedí consejo sobre dónde invertir; tal vez, añadí, pudiera incluso colaborar con él.
Para mi enorme satisfacción, me telefoneó una noche que me encontraba solo en casa, aburrido de mi propia compañía, harto de hacer solitarios, y me invitó a comer al día siguiente en su casa, un ofrecimiento que acepté gustoso. Allí conocí a Constance Delaney.
En esa época Chaplin vivía en una casa alquilada a unas cuantas calles de la mía. Su turbio divorcio de Mildred Harris era bastante reciente y hacía muy poco que los periódicos habían dejado de hablar del escándalo. Distaba de ser el hombre que yo esperaba: estaba tan acostumbrado a verlo, en películas y fotos, encarnando un mendigo, que, cuando me acompañaron al jardín y distinguí a un hombre menudo y apuesto sentado junto a la piscina leyendo a Sinclair Lewis, al principio lo tomé por un amigo o pariente de la gran estrella de cine. Había oído que Sydney, su hermano, también trabajaba en Hollywood; quizá se tratara de él. Pero en cuanto se puso en pie y se acercó, con una amplia sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes blanquísimos, supe de inmediato quién era. Curiosamente, sin embargo, no tuve esa extraña sensación que a veces nos asalta cuando nos encontramos ante una persona a la que con anterioridad hemos visto en el cine, a un tamaño muy superior al real, como una secuencia de líneas y puntos dando saltos en la pantalla. Mientras hablábamos, busqué en la cara del hombrecillo rasgos del conocido personaje de las películas, pero con su constante sonrisa, la ausencia de bigote y sombrero, y esa forma de toquetearse el pelo con una mano, tenía poco en común con el álter ego al que yo conocía tan bien, y no pude por menos de asombrarme de su habilidad para transformarse tan completamente. Tenía treinta y un años pero parecía de veintitrés. Yo había cumplido ciento setenta y siete y aparentaba ser un hombre rico y respetable de cuarenta largos. Aunque lo distinguían de los demás hombres muchos aspectos de su personalidad, había uno que compartía con los habitantes del país que había escogido para vivir: sólo quería hablar de la guerra.
– ¿Cuántas batallas presenció? -preguntó cuando nos sentamos, retrepándose en la silla, con un brillo de fascinación en los ojos; su mirada saltaba de una cosa a la otra: de mi rostro pasaba a los árboles de detrás, de ahí a la casa más allá y al cielo-. ¿Fue tan horrible como contaban los periódicos?
– Estuve en varias -contesté a regañadientes-. No es que fuera muy agradable, la verdad. Conseguí evitar las trincheras, exceptuando un breve y deprimente período. La mayor parte de la guerra la pasé en un campamento en Burdeos.
– ¿Y qué hacía?
– Descifraba claves -respondí, encogiéndome de hombros-. Trabajo en inteligencia, sobre todo.
Se echó a reír.
– ¿Fue ahí donde amasó su fortuna? -preguntó con la mirada fija en la piscina y moviendo la cabeza como si me hubiera retratado en cuatro palabras-. Supongo que en la guerra se puede ganar dinero a espuertas.
– Recibí una herencia -mentí, ofendido por su insinuación-, Créame, en ningún momento de los últimos años he pensado en sacar provecho de las circunstancias. Fue… muy desagradable -murmuré intentando quitar hierro al asunto.
– Me hubiera gustado alistarme, ¿sabe? -Su acento londinense estaba cuidadosamente sepultado bajo el tono nasal estadounidense. Sólo se le escapaba alguna palabra que delataba sus orígenes. Luego me enteré de que durante una época había ido todas las semanas a un logopeda para mejorar su dicción, una extraña pretensión tratándose de una estrella del cine mudo-. Sin embargo, los jefazos me aconsejaron quedarme.
– Le creo -repuse sin intención de parecer sarcástico, a la vez que abarcaba con un ademán el lujoso entorno y me llevaba a los labios la copa de cóctel, un margarita con excesiva lima para mi gusto, pero en cualquier caso frío y refrescante-. Es un lugar espléndido.
– Me refería a mi trabajo -aclaró con un deje de irritación-. Ya sabe, las películas. Han dado la vuelta al mundo. Se pasaban gratis a los militares, mientras que cualquier distribuidor que quiera comprarlas al estudio tiene que pagar una fortuna. Creo que el ejército quería algo para levantar la moral de los soldados en sus días libres. Podría decirse que gané muchas medallas como oficial animador del ejército británico -añadió con una sonrisa.
Era extraño, pensé. En cuatro años no había visto ninguna película excepto cuando fui a la ciudad de permiso y pagué la entrada. Tampoco recordaba que los militares tuvieran muchos «días libres». Intenté cambiar de tema, pero Chaplin no parecía muy dispuesto a renunciar a una fuente de información tan valiosa como yo.