Mostré el par de botellas de cerveza que llevaba en las manos, las entrechoqué en el aire, hice una mueca de borracho y sonreí. Jack soltó una carcajada, depositó la pieza de madera y el cuchillo en el suelo y negó con la cabeza.
– Matthieu Zéla -dijo-, conque robando en la despensa de sir Alfred, ¿eh? Te he enseñado muy bien, ¿verdad, granuja? -Agradecido, cogió una botella y, sujetándola con una mano y presionando con el pulgar, la abrió con un movimiento ágil y despreocupado que produjo un chasquido.
– Veo que Nat vuelve a estar aquí -comenté tras beber un trago de cerveza, mientras notaba la refrescante sensación del líquido-. ¿Crees una palabra de la historia esa que cuenta de su accidente con las lámparas?
Jack se encogió de hombros.
– Cuando la contó apenas le presté atención. Tenía tantas ganas de explicármela, y ahora que se que también a ti te la explicó, que no me creo una palabra. A saber lo que le ocurrió en realidad. -Gimió y se observó la mano: mientras hablaba había dejado la botella en el suelo y empezado a tallar la madera otra vez, y sin querer se había hecho un corte en la punta del dedo. Empezó a sangrar, pero apretó el pulgar sobre la herida para detener la hemorragia-. ¿Has visto el mar alguna vez, Matthieu?
– ¿El mar?
– Sí, el mar. ¿Por qué te extraña que lo pregunte? ¿Lo has visto o no?
– Claro que lo he visto. Primero navegamos de Francia a Inglaterra y después vivimos un año en Dover, ¿no te acuerdas de que te lo conté?
Suspiró al recordar las historias que le había explicado sobre mi vida en París y mis primeros meses en Inglaterra.
– Ya. Es que nunca he visto el mar, aunque he oído hablar de él muchas veces. ¡El mar, las playas…! Tampoco sé nadar.
Me encogí de hombros. Yo tampoco sabía mucho.
– Me encantaría ver el mar -concluyó.
Bebí otro largo sorbo y miré a la lejanía. Los terrenos de Cageley House se extendían ante nosotros; no había nada bajo el sol excepto hierba húmeda y brillante. Oí los relinchos de los caballos en sus potreros y alguna que otra carcajada procedente de la parte trasera de la casa, donde los criados sacudían las alfombras en el aire estival. Me inundó una sensación de felicidad y calidez tal que estuve a punto de echarme a llorar. Miré a mi amigo, que apoyaba la cabeza contra el tronco. Con una mano se apartó el dorado cabello de la frente y permaneció con los ojos cerrados y moviendo los labios en silencio.
– Sólo un par de meses más, Mattie -dijo al fin, arrancándome de mi ensueño-. Dentro de un par de meses ya no me veréis el pelo por aquí.
Lo miré sorprendido.
– ¿Qué quieres decir?
Se irguió y miró alrededor para asegurarse de que nadie nos oía.
– ¿Sabes guardar un secreto?
Asentí.
– Bueno, supongo que sabes que tengo un dinero ahorrado.
– Claro -repuse. Jack hablaba mucho sobre ese asunto.
– Pues he conseguido una bonita suma. Si quieres que te diga la verdad, empecé a ahorrar a los quince años. Dentro de un par de meses tendré todo lo que necesito. Me iré a Londres y me instalaré allí para siempre. Jack Holby no volverá a limpiar mierda de caballo en su vida, te lo aseguro.
Me entristeció que fuera a marcharse tan pronto, y no pude evitar pensar que, aunque me gustaba vivir en Cageley, un día no muy lejano tendríamos que marcharnos también.
– ¿Y qué harás?
– Sé leer y escribir. Antes de entrar aquí fui a la escuela unos años. Podría trabajar como escribano en un despacho. Desearía entrar en algún negocio que me permitiera estudiar un poco más. Quizá en la abogacía, o en contabilidad. No me importa, con tal de que sea estable y regular. He ahorrado suficiente para comprar acciones de alguna empresa, y así me mantendré. Alquilaré unas habitaciones y tendré la vida resuelta. -Le brillaban los ojos de entusiasmo.
– Pero ¿no echarás de menos tu vida de aquí? -pregunté.
Soltó una ruidosa carcajada.
– Llevas poco tiempo en esta casa, Mattie -dijo-. Todavía aprecias la estabilidad que te ofrece, pues era algo desconocido para ti. Yo, en cambio, llevo toda la vida aquí. Crecí en esta propiedad, he visto cómo los tipos como Nat Pepys se dan la gran vida despilfarrando dinero a espuertas y robando a la gente, y no dejo de preguntarme por qué no puedo hacer lo mismo. La diferencia entre él y yo es que yo me lo he ganado, he trabajado de firme para conseguirlo. Y no pasará mucho tiempo antes de que ese cabrón me llame «señor».
Nunca me había parecido tan evidente la antipatía que sentían el uno por el otro, aunque hay que decir que en el caso de Jack era mucho más intensa. Y no sólo porque Nat se hubiese portado mal con Elsie ni por el modo en que nos daba órdenes todo el tiempo. Se trataba de algo mucho más profundo. El caso era que Jack no soportaba que alguien se creyese con autoridad sobre él. La idea misma lo horrorizaba. Llevaba sirviendo prácticamente toda la vida, y repudiaba su condición de criado. Era un revolucionario nato, pero no tenía un carácter impulsivo: jamás se habría marchado de Cageley obedeciendo a un arrebato, sino que esperaba al momento en que pudiera valerse por sí mismo.
– Tendrás que pensarlo -me aconsejó al cabo de un rato-. No puedes quedarte aquí toda la vida. Eres joven, deberías comenzar a ahorrar…
– Debo pensar en Tomas… -lo interrumpí- y en Dominique. No puedo largarme sin más a donde me dé la gana; tengo responsabilidades.
– Pero ¿no lo cuidan los Amberton?
– No me iría sin él -repuse con firmeza-. Es mi hermano. No nos separaremos. Y además está Dominique.
Jack soltó un bufido.
– ¿Qué? -pregunté, mirándolo a los ojos-. ¿Qué quieres decir?
Se encogió de hombros y se mostró reacio a contestar.
– Es que… -titubeó, como si estuviera midiendo las palabras-. No sé hasta qué punto te necesita, la verdad. Parece capaz de cuidarse por sí misma.
– No la conoces.
– Sé que no es tu hermana -declaró, pronunciando las palabras con tal claridad que al principio fui incapaz de asimilarlas-. No soy ciego, Mattie.
Noté que palidecía.
– ¿Cómo…? -balbucí-. ¿Cómo te has enterado?
– Es evidente por el modo en que la miras. Me he fijado. Y por el modo en que ella te mira a veces. Si quieres saber mi opinión, te diré que nunca he visto a dos hermanos comportarse así. Quizá haya pasado la mayor parte de mi vida encerrado en esta jaula, pero no soy tan tonto.
Me apoyé contra el árbol y me pregunté por qué nunca le liabía contado a Jack la verdad. Por qué Dominique y yo no le habíamos explicado a nadie lo ocurrido entre nosotros. Quizá porque al principio habíamos temido tanto que nos separasen que inventamos una mentira, y después nos acostumbramos a ella sin que se presentara la oportunidad de aclarar el engaño.
– ¿Lo sabe alguien más? -pregunté.
Jack negó con la cabeza.
– No, que yo sepa. Pero la cuestión es que, independientemente de lo que sientas por ella, debes llevar las riendas de tu propia vida.
Nos iremos algún día, cuando estemos preparados.
– Entonces, ¿la quieres? -me preguntó, y advertí furioso que me sonrojaba.
Aunque en los últimos dos años el deseo me consumía de la mañana a la noche tanto si la veía como si no, nunca se me había ocurrido contárselo a nadie, y tanto me extrañó que de pronto alguien me lo preguntara que me quedé sin palabras.
– Sí -dije finalmente-. La quiero. Así de sencillo.
– ¿Y crees que ella te quiere?
– Por supuesto -respondí sin titubear, aunque estaba menos convencido que antes-. ¡Con lo guapo que soy! -añadí con una sonrisa para aligerar la tensión.
– No sé… -musitó Jack, pensativo, y no supe si dudaba que yo fuese guapo o que Dominique me quisiera.
– Lo que ocurre -proseguí, sin hacer caso de sus posibles dudas, ya que en ese momento sólo me interesaba reafirmar los sentimientos de Dominique hacia mí- es que me ve como su… -Me interrumpí, preguntándome qué imagen tendría de mí-. Como su… como… -Ignoro por qué era incapaz de concluir la frase.