Jack se limitó a asentir con la cabeza y, tras acabarse la cerveza, se puso de pie y se desperezó.
– Ya veo -dijo-. Dominique se la cree… me refiero a la mentira. Ha conseguido convencerse de que es verdad.
Lo miré de reojo.
– Quiero decir eso de que sois hermanos -aclaró-. Ha acabado sintiendo que ésa es la relación natural entre tú y ella.
– ¡Qué va! Lo que pasa es que oculta sus sentimientos. No la conoces como yo.
Jack se echó a reír.
– Ni ganas, Mattie.
Me puse de pie y le dirigí una mirada furibunda.
– ¿Qué quieres decir? -pregunté apretando los puños, aunque en el fondo quería que se retractara.
– Me refiero a que, por mucho que tú la quieras, ella no tiene por qué corresponderte, y tal vez se aproveche de ti. Eres su red de seguridad. Sabe que puede contar contigo sin tener que darte nada a cambio.
– Pero ¿qué podría darme? -pregunté, y vi que Jack vacilaba antes de contestar.
– Bueno… ¿cuándo fue la última vez que pasaste una noche en su habitación, Mattie?
Al oír esas palabras solté el primer puñetazo. Rápidamente retrocedió un paso y eludió el golpe al tiempo que me sujetaba el brazo, riendo.
– Eh, tranquilo -dijo, quizá algo desconcertado por mi reacción.
– ¡Retira lo que has dicho! -grité con la cara roja, sobre todo porque tenía el brazo derecho sujeto con fuerza y él no parecía dispuesto a soltarlo-. No la conoces, así que retíralo.
Me empujó, tropecé con la raíz de un árbol y caí al suelo de espaldas. Gemí de dolor. Jack me miró y dio una patada al suelo, enfadado.
– Mira lo que has conseguido. No quería hacerte daño, Mattie. Sólo te he dicho lo que pienso, no tienes por qué ponerte así.
– Retíralo -repetí, aunque era obvio que no estaba en condiciones de dar órdenes.
– De acuerdo, de acuerdo, no he dicho nada. -Jack suspiró y negó con la cabeza-. Pero piensa en lo que hemos hablado; quizá algún día te sirva de algo. Toma -añadió, lanzándome el trozo de madera, y al alzarlo me di cuenta de lo que era.
Jack lo había vaciado cuidadosamente, dejando sólo el marco de una jaula en forma de cubo. Era como un rompecabezas o algún tipo de juego, y miré a Jack con una mezcla de ira por el modo en que había hablado de Dominique y de frustración por su argumento, que no esperaba. Me habría gustado continuar hablando de ese asunto para convencerlo de lo mucho que me amaba Dominique, para obligarlo a decirlo, pero ya se alejaba hacia la casa y unos instantes después había desaparecido, dejándome con aquella caja de madera como única compañía.
– Dominique me quiere -murmuré después de levantarme y sacudirme la hierba de los pantalones.
La arena era de un marron dorado, y hundí en ella los pies desnudos hasta que no pude más. Al tenderme sobre la espalda, la arena reprodujo el molde de mi cuerpo, y dejé que el sol me quemara la piel. Acababa de salir del agua fría y estaba mojado. Sobre mi pecho destellaban pequeñas gotas y tenía el vello de las piernas pegado a la piel, que me parecía más oscura que de costumbre. Me toqué con una mano y noté el calor que irradiaba mi cuerpo. Tenía los ojos cerrados para protegerme de la intensa luz y me pareció sentir que todo mi ser se dilataba. Podría haberme quedado allí tumbado el resto de mi vida; pero de pronto la mano subió y me sacudió el hombro, devolviéndome la conciencia.
– Matthieu.
Al ver una fantasmal figura en camisa de dormir, me espabilé de golpe. Abrí la boca produciendo un desagradable chasquido y la miré aturdido. ¿Qué hacía la señora Amberton allí? Estaba teniendo un sueño tan placentero…
– Matthieu -repitió, levantando la voz, mientras con sus ásperas manos me zarandeaba por el hombro desnudo bajo las sábanas-. Levántate. No sé qué le pasa a Tomas. Está mal.
Abrí los ojos y me incorporé, sacudiendo la cabeza y apartando el pelo de mis ojos.
– ¿Qué le pasa? ¿Qué ocurre?
– Está en la cocina. Ven. Vamos a verlo.
Me dejó solo y me levanté a toda prisa, no sin antes ponerme los pantalones. Tomas, que acababa de cumplir ocho años, estaba sentado en el regazo del señor Amberton, en una mecedora junto al fuego, y se quejaba sin parar.
– Tomas. -Me incliné y le toqué la frente para comprobar si tenía fiebre-. ¿Qué te pasa?
– Déjame -protestó, apartando mi mano. Tenía los ojos cerrados y la boca muy abierta.
Tenía la frente muy caliente. Miré a la señora Amberton y, alarmado, exclamé:
– ¡Está ardiendo! ¿Qué cree que tiene?
– Una gripe de verano. Lo veía venir. Tiene que pasarla y se pondrá bien. Pobrecillo, debería acostarse, pero se niega.
– Tomas -dije, sacudiéndole el hombro como había hecho la señora Amberton al despertarme-. Anda, vete a la cama, estás enfermo.
– Quiero ver a Dominique -soltó de pronto-. Quiero que ella me lleve a la cama.
– Ya sabes que no está aquí -dije, sorprendido de que reclamara su presencia.
– ¡Quiero que venga! -exclamó, sobresaltándonos. No era un niño temperamental, y nunca se comportaba de ese modo-. ¡Que venga Dominique!
– Ve a buscarla -dijo la señora Amberton.
– ¿A estas horas de la noche? Es casi la una de la mañana.
– Pues no se irá a la cama hasta que ella venga -replicó la mujer, enfadada-. Llevo media hora intentando convencerlo, pero no hay manera. Sólo quiere estar con ella. Ve y dile que es una emergencia. ¡Míralo, Matthieu! Tiene fiebre, debe meterse en la cama cuanto antes.
Suspiré y volví a la habitación para acabar de vestirme. Eché un vistazo a la cama, cálida y tentadora, y lamenté no poder meterme de nuevo entre las sábanas. Me puse dos camisas y un jersey para no pasar frío. Mientras me deslizaba en la noche, tiritando y envolviéndome el cuello con una bufanda del señor Amberton, me pregunté cómo reaccionaría Dominique ante esta urgencia.
Tomas apenas recordaba a su madre. Sólo tenía cinco años cuando Philippe la mató, y al llegar a la edad de la razón, en que podía recordar las cosas que le ocurrían, ya habíamos conocido a Dominique. Al principio ésta se había hecho cargo del niño, compartiendo conmigo esa responsabilidad, y mientras vivimos en Dover se convirtió en su única compañía durante el día, mientras yo recorría las calles buscando nuestro sustento. Se hicieron muy amigos y se llevaban bien, pero nunca había pensado -e imagino que tampoco Dominique- que pudiera verla como una figura maternal, como tampoco que a mí me viera como un padre. Al llegar a Cageley esa «madre» había desaparecido casi por completo de su vida. Bueno, la veía una vez a la semana, a la hora de la cena, y a menudo se encontraban en el pueblo, pero por lo general no disfrutaban de la intimidad que habían tenido en el pasado. Ni siquiera creo que Tomas hubiera pisado Cageley House, donde tanto Dominique como yo pasábamos la mayor parte del tiempo, y no pude por menos de pensar lo poco que sabía de la vida diaria de mi hermano y del modo en que ocupaba las horas. El señor Amberton lo había aceptado en su escuela y todo el mundo decía que era muy buen estudiante, pero ignoraba si tenía amigos, cuáles eran sus intereses y pasatiempos. En definitiva, no sabía nada de él. Mientras recorría el camino de entrada en dirección a la parte trasera de la casa, me sentí culpable por haber abandonado a mi hermano a su suerte en los últimos tiempos.
Dominique y Mary-Ann solían dejar un portillo de la cocina abierto por la noche; si alguien quería entrar o salir era más fácil cruzar por él que desatrancar las cerraduras de la puerta principal de la mansión. Había pocas posibilidades de que entraran a robar, ya que Cageley era un lugar tranquilo y los perros disuadían a cualquier paseante que se aventurara por el camino de acceso, a menos que lo conociesen.