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Al pasar por delante de las cuadras en dirección a la cocina, imaginé que Jack estaría durmiendo en una de las habitaciones del piso de arriba, soñando con su huida de ese lugar, y envidié su ambición. Me sorprendió ver por la ventana de la cocina una vela encendida, y me pareció que alguien se movía allí dentro. Me acerqué con todo el sigilo de que fui capaz y divisé dos figuras sentadas a la mesa, muy cerca la una de la otra. Enseguida los reconocí; eran Dominique y Nat Pepys, que tenía la cabeza inclinada y sostenía la mano de ella. Temblaba visiblemente.

Perplejo, levanté el pestillo de la puerta y entré. Se separaron de inmediato y Dominique se puso en pie y se alisó la sencilla falda con las manos, mientras me miraba. Nat no pareció reconocerme.

– ¡Matthieu! -exclamó Dominique, sorprendida-. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?

– Se trata de Tomas -dije, dirigiéndoles una mirada recelosa-. No se encuentra bien. Quiere que vayas.

– ¿Tomas? -repitió ella con los ojos abiertos como platos. A pesar de todo, advertí que el niño le preocupaba-. ¿Qué le pasa? ¿Qué ha ocurrido?

– Nada -respondí encogiéndome de hombros-. Está enfermo, nada más. Tiene fiebre alta y se niega a acostarse hasta que vayas a verlo. Sé que es muy tarde, pero… -Mi voz se fue apagando.

No sabía qué decir de la escena que acababa de presenciar, incluso dudaba que hubiera visto lo que creía haber visto. En ese momento, Nat ya estaba junto a la encimera y encendía una vela. Miró su reloj y, en tono de irritación, dijo:

– Es muy tarde, Zéla. -Por una vez acertaba con mi nombre-. Podría haber esperado a mañana.

– Está enfermo, Nat -dijo Dominique, y observé que Pepys no se inmutaba ante ese trato tan familiar-. Además, es mi hermano -añadió. Recogió su abrigo del gancho de la puerta y salió de la cocina detrás de mí.

Anduve unos pasos sin pronunciar palabra. En el camino hasta la casa apenas hablamos, y no hice ninguna alusión a la escena que acababa de presenciar, hasta ese punto dudaba de haber visto algo. Poco después de acostar a Tomas, Dominique se marchó. Permanecí desvelado casi toda la noche, dando vueltas en la cama, atormentado por mis pensamientos.

Intenté volver a la playa cálida y tranquila de mi sueño, pero no hubo manera.

Tuve que esperar a la tarde siguiente para encontrarme a solas con Dominique y preguntarle sobre lo ocurrido la noche anterior. Estaba cansado e irritable por la falta de sueño, y al mismo tiempo furioso con ella, pues no dudaba que mantenía una relación indecorosa con Nat Pepys.

– No te entrometas, Matthieu -me dijo, intentando apartarme, pero le cerré el paso-. No es asunto tuyo.

– ¡Claro que es asunto mío! -vociferé-. Quiero saber qué hay entre vosotros.

– No hay nada. ¡Como si pudiera haberlo! -Rió con sarcasmo-, ¡Un hombre de su posición jamás se rebajaría a relacionarse con alguien como yo!

– ¡Eso no es…!

– Sólo estábamos hablando. Es más interesante de lo que piensas. Para ti todo es blanco o negro; te crees cuanto te dice tu amigo Jack.

– ¿Acerca de Nat? Pues de él me creo cualquier cosa, lo peor.

– Escúchame bien, Matthieu. -Acercó su rostro al mío y vi que estaba enfadada de verdad. De pronto tuve miedo de llevar demasiado lejos esa conversación y que no hubiera vuelta atrás-. Entre tú y yo no hay nada, ¿entiendes? ¿Acaso no lo ves? Te aprecio, pero…

– Es este maldito lugar -la interrumpí, volviéndome; me negaba a seguir oyendo aquello-. Nos hemos acostumbrado tanto a este lugar que ya no nos acordamos de dónde empezó todo. ¿Recuerdas el barco de Calais? ¿Y el año en Dover? Qué tiempos felices eran aquéllos. Podríamos volver.

– No pienso volver -replicó con voz firme, y soltó una risa crispada-. Ni en sueños.

– ¿Y qué me dices de Tomas? Somos responsables de él.

– Yo no. Le tengo cariño, claro, pero sólo soy responsable de mí misma y de nadie más. Lo lamento. Y si no dejas de molestarme, conseguirás que me aleje para siempre de ti. ¿Es que no te das cuenta, Matthieu?

Nada tenía que añadir, y Dominique pasó por mi lado dándome un empujón. Sentí náuseas; la odiaba y la amaba al mismo tiempo. Quizá Jack tuviera razón y fuese hora de abandonar Cageley.

20

La cuentista

Cuando llegué a Londres en 1850 era un hombre acaudalado y ambicioso. Para mi sorpresa, el gobierno de Roma había acabado por pagarme la mayor parte de lo estipulado por la construcción del teatro de la ópera, que al final quedaría sin terminar. Pero la temporada romana me había dejado recuerdos muy tristes; el innecesario asesinato de Thomas a manos de Lanzoni no me dejaba dormir por las noches, y cada vez que pensaba que las maquinaciones de una mujer -Sabella, mi esposa bígama- habían provocado dos muertes, la de su otro marido y la de mi sobrino, me enfurecía. Antes de dejar Roma había entregado a Marita, la prometida de Thomas, una generosa suma y después había escapado lo más rápido que pude.

Al recordar mi estancia en Roma me abrumaban la frustración y el desánimo. Me había consagrado a mi trabajo a fin de dotar a la ciudad de un teatro lírico, pero todos mis esfuerzos habían sido en vano. Ahora los conflictos internos imposibilitaban mi regreso y la conclusión de las tareas que se me habían encomendado. Quería emprender alguna obra de la que me sintiera orgulloso, crear algo de lo que un siglo después, al volver la vista atrás, pudiera decir «hice esto». Tenía dinero y no me faltaba talento, de modo que decidí mantener los ojos bien abiertos por si surgía alguna oportunidad interesante.

En 1850, en Inglaterra estaba en pleno apogeo lo que más tarde se conocería como Revolución Industrial. Desde el fin de las Guerras Napoleónicas, treinta y seis años atrás, la población habia crecido de forma espectacular; la innovadora maquinaria de reciente creación trajo consigo métodos agrícolas más efectivos, lo que condujo a una mejora en la calidad de los alimentos y a un nivel de vida más alto. La esperanza media de vida se elevó a cuarenta años, aunque no para mí, por supuesto, que estaba a punto de cumplir ciento nueve, por lo que demostraría ser una inesperada excepción a esa regla. Al mismo tiempo, se dio un gradual abandono del campo en favor de la ciudad, donde todos los meses se abrían nuevas fábricas. Cuando llegué a Londres, había más gente viviendo en la ciudad que en el campo por primera vez en la historia. De modo que llegué con las masas.

Alquilé unas habitaciones cerca de los tribunales. El piso de abajo lo ocupaban los Jennings, una familia con la que trabé amistad en el curso de los meses posteriores. Richard Jennings era ayudante de Joseph Paxton, el artífice del Palacio de Cristal, y en ese momento estaba consagrado a la inminente Gran Exposición de 1851. Una vez hubimos vencido la timidez inicial, nos hicimos amigos y pasamos muchas veladas divertidas charlando y bebiendo whisky en su cocina o en la mía. Me encantaba escuchar sus historias sobre los objetos exóticos que traían a Hyde Park para lo que parecía que iba a ser el más absurdo y ostentoso alarde de consumo de la historia de la humanidad.

– ¿Qué intención esconde todo este despliegue de medios? -pregunté a Richard la primera vez que hablamos de la Exposición, que para entonces estaba en boca de todo el mundo, aun cuando todavía faltaban varios meses para la inauguración. El edificio, su misma construcción, era objeto de burlas, y la gente se preguntaba por qué se gastaba el dinero de los contribuyentes en algo que no era mucho más que un escaparate donde se exhibirían los logros nacionales. Se cuestionaba qué utilidad tendría cuando la Exposición finalizase.

– La idea es que conmemore todas las cosas buenas que hay en el mundo -explicó-. Será una enorme construcción repleta de obras de arte, maquinaria, fauna, todo lo que puedas imaginar, tanto que será imposible verlo en un solo día. Habrá algo de todos y cada uno de los rincones del Imperio. Será el museo vivo más grande que el mundo haya contemplado jamás, un símbolo de nuestra unidad y maestría, de lo que somos, en definitiva.