El museo vivo más grande del mundo: en cierto sentido ya lo era el sitio donde vivía. Jamás había visto una casa tan abarrotada de objetos decorativos ni había conocido a un hombre tan dispuesto a exhibirlos. A lo largo de las paredes había estantes repletos de libros, adornos, tazas extrañas, teteras. Cualquier objeto coleccionable estaba allí. Una repentina ráfaga de viento en la habitación habría causado el caos. Por increíble que parezca, no había una mota de polvo en toda la casa. Advertí que Betty Jennings, la mujer de Richard, se pasaba la vida limpiándola. Su existencia giraba en torno a un plumero y una escoba, y su razón de ser consistía en mantener aquel lugar impoluto. Cuando entraba en su casa, Betty me recibía con el acostumbrado delantal, secándose el sudor de la frente mientras se levantaba del suelo de la cocina, que estaba fregando, o dejaba de barrer la escalera. Aunque siempre me trataba con cordialidad, mantenía una distancia cortés, como si lo que teníamos entre manos su marido y yo -por lo general nos limitábamos a beber unas copas y a charlar- fuera cosa de hombres y conviniese que ella se mantuviera al margen. Por mi parte, me habría gustado disfrutar de su compañía en ocasiones, pues sospechaba que tras esa máquina de limpiar se escondía una gran mujer.
Richard y Betty eran los orgullosos padres de lo que llamaban sus «dos familias». En ese momento formaban un matrimonio de mediana edad, pero habían tenido tres niños a los diecinueve años, una hija y dos mellizos, y once años después un par de gemelas más. Por la diferencia de edad se habría dicho que las dos pequeñas constituían una segunda familia, y que los tres primeros representaban con las gemelas más el papel de tíos que el de hermanos.
Aunque los niños nunca me han interesado mucho, mientras viví en esa casa llegué a conocer bastante bien a Alexandra, la hija mayor. Los Jennings albergaban grandes ambiciones para sus hijos, como podía deducirse de los nombres que les habían puesto; los gemelos se llamaban George y Alfred, y las niñasVictoria y Elizabeth. Tenían nombres de la monarquía, pero como tantos descendientes de las casas reales de ese tiempo eran niños enfermizos que se pasaban el día tosiendo y con fiebre y se hacían magulladuras y cortes continuamente. Rara era la ocasión en que los visitaba y no encontraba a algún hijo en la cama, afligido por alguna enfermedad o dolencia. Las vendas y los bálsamos estaban a la orden del día, a tal punto que más que una casa aquello parecía una clínica.
A diferencia de sus hermanos, Alexandra nunca cayó enferma en la época que la traté, al menos en un sentido físico. Era una chica obstinada de diecisiete años, delgada y más alta que sus padres, con una figura que hacía volverse a la gente en la calle a su paso. Su larga y oscura melena presentaba tonos castaño rojizo cuando estaba al aire libre. Imagino que debía de cepillársela unas mil veces todas las noches a fin de conseguir aquel brillo perfecto que semejaba una aureola. Tenía la cara pálida pero no enfermiza, y la habilidad de controlar el sonrojo, y siempre parecía esperar la oportunidad de impresionar y cautivar a propios y extraños con sus encantos naturales.
Al advertir que me interesaba por su trabajo, Richard me invitó a Hyde Park para ver el Palacio de Cristal, donde continuaban los preparativos para la inauguración. Acordamos que recorrería la pequeña distancia que me separaba del parque en compañía de Alexandra, que también estaba interesada en visitar la construcción. Había oído tantas veces hablar a su padre de los objetos exóticos que se exhibirían allí, que me sorprendió que no hubiera ido antes. Así pues, una hermosa mañana de febrero, las calles cubiertas de una fina capa de escarcha y el aire cortante como un cuchillo, pasé a recogerla por su casa.
– Dicen que es tan inmenso que caben dentro los grandes robles de Hyde Park -dijo Alexandra mientras caminábamos cogidos del brazo como si fuéramos padre e hija-. Al principio pensaron en talar algunos árboles, pero luego decidieron elevar el techo del palacio.
El hecho en sí me pareció impresionante. Algunos árboles llevaban allí cientos de años, la mayoría eran mucho más viejos que yo.
– Veo que te has informado bien -comenté-. Tu padre debe de estar orgulloso de ti.
– Deja los planos por todas partes -repuso con aire altivo-. Sabe que se ha entrevistado varias veces con el príncipe Alberto, ¿no?
– Algo me dijo, sí.
– El príncipe consulta con él todo lo relacionado con la Gran Exposición.
Richard me había comentado que, aparte del príncipe consorte, a las reuniones también asistía el arquitecto jefe, Joseph Paxton. Aunque era evidente que le gustaba hablar de sus contactos con la realeza, nunca presumía de ellos, e insistía en que su papel en el proyecto, aunque importante y de responsabilidad, consistía sobre todo en supervisar los planos que Paxton había diseñado. Hubo algún desacuerdo sobre el lugar en que deberían emplazarse los objetos ingleses según la luz, el espacio y la visibilidad. Alberto había consultado con diferentes personalidades, y al final se escogió el sector occidental del edificio.
– El día de la inauguración serás su invitada, claro. -Como es natural, no estaba al corriente de la serie de acontecimientos que se sucederían durante los próximos meses-. Ese día tu padre se sentirá orgulloso de tener a la familia a su lado. También yo espero asistir al gran evento.
– Entre usted y yo, señor Zéla -me confió Alexandra, inclinándose con aire cómplice mientras cruzábamos las grandes verjas de Hyde Park-, le diré que aún no estoy segura de que vaya a asistir. Estoy prometida con el príncipe de Gales, ¿sabe usted?, y probablemente debamos fugarnos antes de que acabe el verano, pues sabemos que su madre siempre se opondrá a nuestra boda.
Doscientos cincuenta y seis años son demasiados años. En una vida tan larga uno tiene ocasión de tratar a muchos tipos de gente. He conocido a hombres honestos y a maleantes; a personas virtuosas que sufren severos ataques de locura que las conducen a la perdición, y a truhanes embusteros que realizan excepcionales actos de generosidad o integridad gracias a los cuales logran salvarse; he tratado a asesinos y a verdugos, a jueces y a criminales, a vagos y a trabajadores; me he relacionado con personas cuyas palabras han hecho mella en mí y me han empujado a actuar, cuya convicción en sus propios principios han prendido la chispa en otros espíritus para luchar por el cambio o en favor de los derechos humanos elementales, y he escuchado a charlatanes recitar sus discursos preparados, proclamando a los cuatro vientos proyectos grandiosos que eran incapaces de llevar a cabo; he conocido a hombres que mentían a sus esposas, a mujeres que engañaban a sus maridos, a padres que maldecían a sus hijos, a niños que renegaban de sus mayores; he ayudado a dar a luz a parturientas y consolado a moribundos, he socorrido a personas necesitadas y he matado; he conocido a toda clase de hombres, mujeres y niños, todos y cada uno de los aspectos de la naturaleza humana, y los he observado y escuchado; he oído sus palabras y visto sus acciones; me he alejado de ellos llevándome nada más que mis recuerdos a fin de transcribirlos en estas páginas. Pero el caso de Alexandra Jennings no encajaba en ninguna de estas descripciones, pues se trataba de un ser original y excepcional para su época, la clase de muchacha que uno sólo conoce una vez en su vida, incluso si ésta dura doscientos cincuenta y seis años. Era una auténtica cuentista, en toda la extensión del término: cualquier palabra o frase que salía de sus labios era pura invención. No mentía, pues Alexandra no era embustera ni deshonesta; más bien sentía la necesidad de crearse una vida paralela diametralmente opuesta a la que tenía en realidad y la compulsión de presentarla a los demás como si se tratase de la pura verdad. Y es por ello, a despecho de la brevedad de nuestra relación, por lo que su recuerdo aún se mantiene vivo en mí, un siglo y medio después.