– Pero ¿a qué se dedica? Ya ha dejado la escuela, ¿verdad?
– Estudia para maestra -contestó mientras estudiaba un detallado plano de la planta baja de la Exposición-. Está bajo la tutela de los mismos profesores que le enseñaron cuando era niña. ¿Para qué quieres saberlo? -preguntó receloso, como si temiera que fuese a hacerle alguna proposición deshonesta a su hija.
– Para nada -repuse-. Para nada en absoluto. Es sólo que no entendía por qué hacía tanto que no la veía.
No tuve que esperar mucho tiempo. Era de noche cuando llamaron a mi puerta. Abrí un poco para ver quién era (entonces había muchos robos y asesinatos en Londres y había que andarse con cuidado) y allí estaba Alexandra, de pie en el descansillo, mirando alrededor con ansiedad.
– Déjeme entrar, señor Zéla, por favor -pidió con voz angustiada-. Tengo que hablar con usted.
– ¡Alexandra! -exclamé, abriendo la puerta, y ella irrumpió en el recibidor-. ¿Qué pasa? Pareces muy…
– ¡Cierre la puerta! -imploró-. Me está siguiendo.
Eché la llave y luego la miré atónito. Aunque normalmente pálida, estaba sonrojada, y mientras se arrellanaba en el sillón se llevó una mano al cuello y respiró hondo para recuperar el aliento.
– Siento molestarlo, pero no sabía a quién acudir.
Teniendo en cuenta que su familia vivía en el piso de abajo, sus palabras me extrañaron, pero no dije nada y le serví una copa de oporto para que se calmara. Después tomé asiento delante de ella guardando una prudente distancia.
– Será mejor que me cuentes qué ha pasado -dije.
Negó lentamente con la cabeza, bebió un sorbo de oporto con cuidado y cerró los ojos mientras notaba sus efectos. Llevaba un vestido azul y un chai gris perla en torno al cuello, y no pude evitar, una vez más, admirar su belleza.
– Es Arthur -señaló al fin-. Creo que se ha vuelto loco. ¡Quiere matarme!
– Arthur… -repetí pensativo, repasando mentalmente a todos los miembros de su familia. Pero sus hermanos se llamaban John y Alfred, y ni su padre ni yo teníamos por nombre Arthur-. Perdona, ¿quién es Arthur?
Al oír esas palabras se echó a llorar, cubriéndose la cara con las manos hasta que me levanté para buscar un pañuelo, que aceptó agradecida. Se sonó ruidosamente antes de enjugarse las lágrimas que le corrían por las mejillas y a continuación, al tiempo que se servía más oporto, dijo:
– Es una historia espantosa. Me temo que no tengo a nadie a quien contar mis secretos.
– Bueno, me tienes a mí -titubeé-. A menos que prefieras que vaya a buscar a tu madre, claro.
– ¡No, ella no! -exclamó, y me hizo dar un respingo-. Ella no debe saber nada de esto. Si se enterara me echaría de casa a patadas.
De pronto temí que hubiera fijado otro matrimonio o, aún peor, que ya se hubiera casado y tuviese un hijo. Fuera lo que fuese, habría preferido permanecer al margen.
– Dime qué quieres que haga -dije, conmovido no obstante por su evidente desdicha.
Antes de hablar, asintió con la cabeza y respiró hondo.
– Arthur dirige la escuela a la que asisto -dijo al fin-. Se apellida Dimmesdale.
– Dimmesdale, Dimmesdale… -El nombre me sonaba, pero no sabía de qué.
– Hemos tenido un idilio ilícito -prosiguió-. Al principio era algo inocente nacido de un afecto mutuo, de un sentimiento completamente natural. Disfrutábamos de la compañía del otro, a veces cenábamos juntos… Los primeros meses de nuestro noviazgo me llevó a una merienda campestre.
– ¿Los primeros meses? -inquirí sorprendido-. Entonces, ¿desde cuándo existe la relación?
– Desde hace unos seis meses.
Eso era antes de que yo la conociese y coincidía con su supuesto noviazgo con el príncipe de Gales.
– Entonces, ¿el joven príncipe…? -pregunté con cautela.
– ¿Qué joven príncipe?
– Bueno… -Solté una risita, inseguro de haber mantenido esa conversación en el pasado, tan absurda me parecía ahora-. Me comentaste que estabas prometida al príncipe de Gales. Que planeabais fugaros porque sabíais que su madre se opondría a vuestra unión.
Me miró con los ojos muy abiertos, como si estuviese loco de atar, y estalló en carcajadas.
– ¿Prometida al príncipe de Gales? -repitió entre risas-. Pero ¡si no es más que un niño!
– Bueno, sí -admití-. Eso mismo te dije yo, pero parecías tan convencida que…
– Debe de confundirme con otra persona, señor Zéla.
– Llámame Matthieu, por favor.
– Debes de tener un verdadero harén de jóvenes que acuden a contarte sus problemas -añadió con una sonrisa coqueta.
Me retrepé en mi asiento, sin saber qué decir. Había mantenido esa conversación, lo recordaba perfectamente, y ahora estábamos enfrascados en otra. Ésa fue la primera vez que la vi como una cuentista nata.
– Bueno -prosiguió-, aunque me da un poco de vergüenza, debo confesar que Arthur y yo nos hemos convertido en algo más que amigos. Él me ha… -Hizo una pausa teatral, miró a un lado y después a otro como si se encontrara en un escenario y agregó-: Me ha conocido, señor Zéla.
– Matthieu -insistí.
– Me ha quitado algo que nunca podrá devolverme o restituirme, pero he de admitir que yo permití que lo hiciese. Así de intensa era la pasión que me inspiraba. Estoy enamorada de él, pero me temo que él no me quiere.
Asentí y me dije si, llegados a ese punto, se esperaba de mí que formulara una pregunta. Alexandra me miraba con expresión de loca, y advertí que, en efecto, esperaba que yo dijera algo, de modo que le hice algunas preguntas sobre Arthur mientras trataba de averiguar de qué me sonaba.
– Es el director de nuestra escuela -respondió-. Peor aún… es un clérigo.
– ¿Qué? -dije, y contuve las carcajadas al ver que la bola iba aumentando ante mis ojos.
– Un pastor -puntualizó-. Para ser exactos, un pastor puritano. -Se echó a reír, como si el puritanismo de Arthur le hiciera mucha gracia-. Ha intentado negar nuestra historia, pero los otros profesores lo sospechan. Pretenden quitarme de en medio. El resto del profesorado me considera una ramera, una mujer sin decoro, y dado que temen sufrir un castigo divino si critican a Arthur, se han vuelto contra mí. Exigen mi expulsión, y si Arthur no accede informarán del asunto a toda la escuela y me acusarán de libertina. Cuando mis padres se enteren, me matarán. En cuanto a Arthur… bueno, toda su carrera podría arruinarse.
De repente una luz se encendió en mi mente como un relámpago. Me levanté, en apariencia para ir a buscar otra botella de oporto, pues de la que estábamos bebiendo ya no quedaba ni una gota. Me dirigí hasta el extremo opuesto de la estancia, saqué una botella del armario que había debajo de la librería y, aprovechando que Alexandra estaba de espaldas, alcé la mano para alcanzar un tomo. Tenía la corazonada de que en él encontraría una explicación a tan inverosímil historia. Era una obra reciente, publicada tan sólo un año atrás por el escritor estadounidense Nathaniel Hawthorne, que había tenido mucho éxito de público. La ojeé en busca de un nombre, que encontré en la página 35; pertenecía a un personaje cuyas insidiosas aventuras habían causado un escándalo en los círculos literarios en el momento de su publicación: «Buen maestro Dimmesdale -dijo-, la responsabilidad del alma de esta mujer recae en gran medida sobre usted. Le incumbe a usted, por consiguiente, exhortarla a arrepentirse y confesarse, como prueba y consecuencia de lo mismo.» Arthur Dimmesdale, el pastor puritano amante de Hester Prynne. Suspiré, devolví el libro a la estantería y metí la botella en el armario; me pareció que a Alexandra no le convenía beber más.
– Lo he visto esta noche -dijo la joven mientras volvía a sentarme; apoyé el codo en el brazo del sillón y descansé la mejilla en la mano-. Me ha seguido por la calle, me busca para matarme, señor Zéla. Matthieu, quiero decir. Me degollará para que no pueda contar a nadie mi versión de nuestra historia.