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– ¡Me lo prometió!

– No te prometí nada.

– ¡Y ahora debe casarse conmigo!

– ¡Cállate, niña! -vociferó la señora Jennings, sin duda harta de aquel embrollo-. ¡Se acabó! Alexandra, quiero que me cuentes la verdad; no saldremos de aquí hasta que me hayas explicado lo que ocurrió. Señor Zéla, vuelva a su apartamento, que yo iré a hablar con usted dentro de un rato. -Al ver que yo abría la boca para decir algo, no me lo permitió-: Le he dicho dentro de un rato, señor Zéla.

La tarde siguiente encontré a Richard mientras supervisaba una zona ocupada por la Asociación de Fabricantes de Edredones de Cornualles. Seguía igual que la noche anterior, si no peor, pero me saludó avergonzado y se disculpó por su comportamiento.

– Alexandra ha sido igual desde que era niña, ¿sabes? No sé por qué siempre me lo creo. Pero cuando un hombre cree que han abusado de su hija, entonces…

– No te preocupes, lo entiendo. Sin embargo… te das cuenta de que tu hija no está bien, ¿verdad? Los últimos meses me ha contado historias a cual más disparatada. Al principio también la creía. Si sigue así acabará metiéndose en un buen lío.

– Lo sé, lo sé -repuso con abatimiento-, pero no es tan sencillo. Dios la ha dotado de una imaginación desbordante.

– Hay que distinguir entre una imaginación desbordante y Lina mentira peligrosa -señalé-. Sobre todo cuando la persona que la presenta como verdad empieza a creerse lo que dice. -Tienes razón -admitió.

– Entonces, ¿qué vas a hacer? -pregunté tras un silencio incomprensible e irritante-. ¿Eres consciente de que debido a las circunstancias tendré que mudarme? Alexandra necesita ayuda, Richard. Ayuda de un especialista.

– Bueno, si quieres que te sea sincero -respondió Richard, apretándome el brazo como si aún entonces, y a pesar de las disculpas, le hubiera encantado tumbarme de un puñetazo-, te diré que es mejor ser la niña inofensiva que cuenta historias que el idiota crédulo que se las cree.

Solté un gemido ahogado de asombro: ¡estaba excusando el comportamiento de Alexandra!

– Esa hija tuya debería dedicarse a escribir novelas -le espeté, y me zafé de su mano-. Es probable que encontrara un modo de inventarse una nueva historia en cada página. Se encogió de hombros y no dijo nada.

Unos años después, mientras pasaba las vacaciones estivales en Cornualles, volví a saber de Alexandra Jennings. Su nombre se mencionaba en una breve noticia aparecida en The Times, el 30 de abril de 1857:

Una familia londinense falleció trágicamente al quemarse su casa durante la noche. El señor Richard Jennings, la señora Betty Jennings y cuatro de sus hijos, Alfred, George, Victoria y Elizabeth, murieron después de que un trozo de carbón ardiendo cayera sobre una alfombra provocando que toda la vivienda fuera pasto de las llamas. La única superviviente fue otra hija, Alexandra, de veintitrés años, que relató a nuestro cronista que en el momento del incendio no se encontraba en el lugar de los hechos sino en compañía de unos amigos. «Me siento la chica más afortunada del mundo -se dice que afirmó al enterarse de la noticia-, aunque, claro, he perdido a mi familia.»

Tal vez estuviera convirtiéndome en un viejo cínico, pero me pareció que la coartada de Alexandra era muy poco convincente. Aunque no recordaba que fuese violenta, no pude dejar de imaginar las historias que habría fabulado en los últimos tiempos y qué cuentos se inventaría después de ese desastre. Continué leyendo, pero el texto se ceñía a los detalles de la investigación, hasta el último párrafo, que rezaba lo siguiente:

La ex señorita Jennings, viuda y maestra de una escuela local, se ha comprometido a reconstruir la casa donde nació. «Todos mis recuerdos de infancia están ahí enterrados. Por no mencionar el hecho de que fue allí donde mi difunto marido Matthieu y yo fuimos felices durante nuestro breve matrimonio.» Por desgracia, el marido de Alexandra murió de tuberculosis seis meses después de la boda. No dejó descendencia.

Quizá fuera una cuentista, quizá una rematada embustera, pero consiguió algo que ni Dios ni hombre alguno había conseguido ciento catorce años antes ni ciento veinte años después: matarme.

21

Octubre de 1999

El 12 de octubre a las cuatro de la mañana cogí un taxi para dirigirme al hospital donde habían ingresado a mi sobrino Tommy, que estaba en coma como resultado de una sobredosis. Un amigo anónimo lo había dejado allí a medianoche y una hora más tarde, después de encontrar el número de teléfono en la cartera de mi sobrino, el hospital había avisado a Andrea, su novia embarazada. Acto seguido ésta me llamó, y yo no pude quitarme de la cabeza la sensación de déjà-vu, pues unos meses atrás una llamada similar a altas horas de la noche me había anunciado la muerte de James Hocknell.

Entré en el hospital cansado y soñoliento. Tras preguntar el número de habitación de Tommy me enviaron a cuidados intensivos, en la planta superior. Lo encontré conectado a un monitor cardíaco con un gota a gota insertado en un brazo salpicado de pinchazos; mantenían en constante observación el ritmo de su corazón y la presión sanguínea. Se lo veía muy tranquilo, incluso feliz, pero le costaba respirar, pues su pecho subía y bajaba de forma convulsiva. Ahí tendido era la imagen clásica del paciente de las series televisivas de médicos. Aunque de algún modo sabía que aquello era inevitable, me deprimí.

Mientras me dirigía hacia allí había observado a un pequeño grupo de enfermeras excitadas frente al panel de cristal de su habitación, mientras comentaban cuánto lamentaría «Tina» la noticia de la muerte de «Sam».

– Quizá vuelva con Carl -comentó una-. Estaban hechos el uno para el otro.

– Nunca la perdonará, y menos después de lo que ella le hizo a su hermano.

– ¡Ni pensarlo! -exclamó una tercera, y al ver que me acercaba por el pasillo se escabulleron.

Suspiré. Ése era el camino que había escogido mi desdichado sobrino y ésa la existencia a que estaba condenado.

Llegados a este punto, hagamos un breve recuento de los DuMarqué, un linaje desafortunado donde los haya. Todos sus miembros han vivido poco, debido a su propia necedad o bien a causa de las tribulaciones de la época. Mi hermanastro Tomas tuvo un hijo, Tom, que murió durante la Revolución francesa; al hijo de éste, Tommy, le pegaron un tiro en una partida de cartas por hacer trampas; su desdichado hijo, Thomas, falleció en Roma cuando un marido celoso intentó atravesarme con su espada y él se puso en medio; a su hijo, Tom, se lo llevó la malaria en Tailandia; el hijo de éste, Thom, murió en la guerra de los Bóers; su hijo, Tom, fue arrollado por un coche que se había salido de la carretera en Hollywood Hills; su hijo, Thomas, falleció al término de la Segunda Guerra Mundial; al hijo de éste, Tomas, lo asesinaron en un ajuste de cuentas; su hijo, Tommy, es un actor de telenovelas y está en coma por culpa de una sobredosis.

Me quedé frente al panel de cristal y lo observé. Aunque hacía tiempo que le advertía que acabaría mal, me conmovió verlo en esa situación. ¿Dónde estaba aquel joven guapo, seguro de sí y simpático al que reconocían allí donde fuera? ¿Dónde estaba la estrella de la televisión? Ahora no era más que un cuerpo postrado en una cama, que respiraba con la ayuda de una máquina, incapaz de evitar las miradas curiosas. Me recriminé no haberle echado una mano. Esta vez podría haberlo ayudado un poco.