– Me gustaría hacer una película sobre la guerra, ¿sabe usted? -dijo-, pero me da miedo resultar trivial. ¿Qué le parece?
– Supongo que todavía hay mucho que decir sobre el asunto. Quizá se tarde cien años en llegar al meollo de la cuestión.
– Sí, pero dentro de cien años estaremos todos muertos, ¿no?
– En su caso, lo más probable es que sí.
– Por algún lado habrá que empezar, ¿no cree? -insistió, y se inclinó con una sonrisa tan amplia que tuve miedo de que se le descoyuntara la mandíbula-. En cualquier caso, no es más que una idea -agregó tras una pausa, quitándole importancia con un ademán y reclinándose de nuevo-. Quizá la lleve a cabo, quizá no. Hay tanto tiempo y tengo tantas ideas… todavía soy muy joven. Soy un hombre con suerte, señor Zéla.
– Llámeme Matthieu, por favor.
– Imagino que a usted también le gustaría tener suerte, ¿no es así?
En ese momento percibí cierta actividad detrás de él y vi salir de la casa a dos jóvenes que llevaban lo que supuse el último grito en ropa de baño y gorros. También tenían puestas gafas de natación y en general iban tan tapadas que ofrecían un aspecto ridículo. Se acercaron a grandes zancadas y sin abrir la boca, aunque la primera chica, que iba de negro y era la más baja de las dos, rozó con la mano el hombro de Chaplin al pasar por su lado. Él no dio señales de reparar en su presencia, excepto por el hecho de acariciarse el hombro que la muchacha había tocado y mirarme fijamente a los ojos con la sonrisa más perturbadora que había visto hasta la fecha, tan cargada de intención conspiradora y manipuladora que sentí escalofríos. Oí un chapoteo detrás de mí, y a continuación el silencio de las dos nadadoras bajo la superficie, deslizándose suavemente hacia el extremo opuesto de la piscina, lo invadió todo. Chaplin se llevó la copa a los labios y bebió un trago largo, relamiéndose después en señal de aprobación.
– En los tiempos que corren, tomar parte en esta industria tiene muchas ventajas, señor Zéla… Matthieu. El inversor inteligente puede llevarse muchas… muchas… alegrías. -Se inclinó y, al estrecharme la mano, su sonrisa desapareció-. Pero no se equivoque -añadió-. Todo es cuestión de elegir el momento oportuno. ¡Y ese momento ha llegado!
Durante la velada, los cuatro cenamos en la cocina sándwiches calientes preparados por el mismo Chaplin, después de lo cual pasamos al salón para beber unos cócteles. El servicio libraba esa noche y nuestro anfitrión parecía disfrutar al hacerse cargo de la cocina y de la bien surtida nevera, pues había tardado largo rato en decidir los ingredientes que usaría para preparar unos sándwiches que al final resultaron bastante sencillos.
Constance Delaney tenía cuatro años más que su hermana, y la noche que nos conocimos sólo le faltaban tres semanas para cumplir los veintidós. Aunque no suelo sentirme atraído por mujeres muy jóvenes -mi pareja ideal, al menos desde que cumplí los cuarenta, suele rondar la treintena-, Constance me sedujo desde el momento que salió de la piscina y se quitó las gafas y el gorro dejando al descubierto un cabello cortado al estilo garçon, muy de moda en aquella época, y los ojos más bonitos que había visto en un siglo. Eran enormes, y en su centro nadaban unos óvalos color chocolate que, al mirar de soslayo, parecían desplazarse mostrando un mar de hielo níveo de lo más cautivador. Para cenar se había puesto unos pantalones y una camisa de lino, entonces un atuendo poco común para una mujer, mientras que su hermana Amelia, que permaneció toda la velada -y me atrevo a afirmar que el resto de la noche- al lado de Chaplin y era la más femenina de las dos, llevaba un vestido de muñeca que éste le había regalado; después me enteraría de que ése era sólo uno de los muchos regalos con que se había enriquecido en su breve idilio con la celebridad.
– ¿Qué hacía en Londres, señor Zéla? -quiso saber Constance, llevándose a la boca la aceituna de su Martini mientras yo protestaba y le pedía que me llamara por mi nombre de pila o no podríamos ser amigos-. Antes de la guerra, quiero decir.
– Antes de la guerra he vivido mucho -admití-. Pero últimamente me ocurre algo extraño. Estos últimos cuatro años me han afectado tanto que siento que ciertos períodos de mi pasado se desvanecen como recuerdos de la infancia. Cuando la gente habla de acontecimientos que tuvieron lugar a finales de siglo, descubro que apenas guardo memoria de ellos. Es casi como si hubiesen ocurrido en otra vida. ¿No le parece extraño?
– No, en absoluto. No puedo basarme más que en las noticias de los periódicos, pero parece que fue… -Vaciló buscando la palabra adecuada y me quedé prendado de su rostro pensativo, sabedor de que si no encontraba la expresión exacta no diría nada más. Parecía consciente del trastorno que esa época había ocasionado a quienes la habían vivido-. Que fue más allá de lo que alcanza mi comprensión -concluyó encogiéndose de hombros-. Qué tonta soy por buscar palabras para describir algo tan terrible. Estando aquí, en California, imagínese.
– Es por eso por lo que jamás las utilizo -apuntó Chaplin entre risas mientras servía nuevas copas, incluso para Amelia, que apenas había tocado la suya-. Las películas apelan directamente a la imaginación, ¿sabéis?, no a la vida real. Y el cerebro funciona mejor en silencio. Puede que…
– Entonces, ¿por qué siempre usas esa música infernal? -lo interrumpió Constance. Chaplin se quedó mirándola-. Sinceramente, Charlie -añadió ella tras una carcajada-, adoro tus peliculitas como la que más, pero ¿es necesario que las acompañen esas horrorosas piezas para piano? Siempre que voy a ver una me maldigo por haberme olvidado en casa el algodón para los oídos. Recuérdemelo, señor Zéla -agregó, tocándome suavemente la rodilla-, la próxima vez que vaya al cine.
– Te ha pedido que lo llamaras Matthieu -dijo Chaplin, indignado, con una voz que superaba en unos decibelios a las del resto de los presentes-. Además, la música sirve para describir a los personajes y el argumento. Es rápida cuando hay acción, fúnebre cuando hay desgracias. No deja lugar para la duda; el espectador capta el estado de ánimo. La música evoca las emociones con la misma eficacia que la interpretación o la dirección. Sin música…
– Charlie es un estupendo compositor -comentó Amelia en voz baja; Chaplin no pareció inmutarse.
– Gracias por el cumplido, querida -dijo con una voz mucho más fuerte que la de la joven, que pareció encogerse-, pero mis películas son obras integrales. Me ocupo de la escritura, la dirección, la actuación y la música. Todo es parte de algo que creo en mi mente. Por eso he tenido tantos problemas, por eso siempre me he visto obligado a luchar para obtener el control total de lo que hago. Sin control, Matthieu, no hay nada de nada. No le pedirías a Booth Tarkington que escribiera una novela para que luego viniese otro y le pusiera los títulos a los capítulos, ¿verdad?
– No, pero al menos podrías pedirle a alguien que diseñara las letras de la cubierta -soltó Constance.
No pude reprimir una sonrisa al advertir la poca simpatía que le despertaba el amante de su hermana. Por su parte, Chaplin parecía incapaz de responder a los dardos que le lanzaba, como si no estuviera acostumbrado a tratar con mujeres respondonas. Tal vez Amelia estuviese loca por el gran hombre, pero resultaba claro que quien mandaba de las dos era Constance y que ésta podía llevarse a su hermana en cualquier momento.
– Si fuera mi libro lo diseñaría personalmente -dijo Chaplin, dirigiéndome una mirada de complicidad con la que pretendía apartar a Constance de la conversación; difícil, teniendo en cuenta el carácter de aquella mujer.