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– Basta -dijo, dejándose caer en la hierba, a mis pies-. Por el momento ya está bien. Todos los caballos tienen agua. Descansemos un poco.

– ¿Estás seguro? ¿Podemos descansar?

Asintió con la cabeza. A lo lejos divisamos a los invitados, que conversaban y bebían limonada helada. Oí pasos a mi espalda, y sonreí al observar que Dominique se acercaba con una bandeja.

– ¿Queréis comer algo? -preguntó con una sonrisa.

No creo que ninguno de los dos hubiera estado más contento de ver a un ser viviente en toda su vida. Había preparado sándwiches de rosbif, además de una jarra de limonada y dos cervezas. Comimos y bebimos, agradecidos y en silencio, recuperando fuerzas. Sentí la limonada descender por mi garganta, enfriarme el estómago y restituir mis niveles de azúcar en sangre. Todavía estaba agotado, pero menos débil.

– Esto no es vida -murmuré finalmente mientras me masajeaba los brazos, admirado de lo mucho que se habían fortalecido en los últimos meses. Estaba más fuerte que nunca, pero a diferencia de Jack, de complexión naturalmente atlética, seguía siendo enjuto y los músculos no encajaban bien en mi cuerpo de adolescente-. Necesito encontrar otro trabajo.

– Los dos lo necesitamos -repuso Jack, aunque él estaba más cerca de conseguirlo que yo.

Había decidido irse después del verano y, según me había dicho, planeaba anunciar su marcha una semana después. Había ahorrado lo suficiente para viajar a Londres y sobrevivir unos meses sin trabajar, aunque estaba seguro de que enseguida se colocaría en una oficina. A mí tampoco me cabía ninguna duda al respecto; se había comprado un traje nuevo y, cuando una noche se lo puso para enseñármelo, me quedé atónito por la transformación. El mozo de cuadra parecía mucho más hombre que cualquiera de los hijos del sir Alfred, que estaban donde estaban sencillamente por haber cumplido años y gracias al dinero de su padre. Jack era alto y apuesto y lucía el traje con el porte de quien ha nacido para llevarlo. Como también era inteligente y avispado, yo estaba seguro de que encontraría trabajo muy pronto.

– ¿No tenéis nada que hacer o qué? -dijo Nat Pepys, detrás de nosotros.

Nos incorporamos y alzamos la mirada hacia él, con los ojos entornados y haciendo visera con la mano.

– Estamos comiendo, Nat -le espetó Jack.

– Me parece que ya habéis acabado, Jack. Y para ti soy el señor Pepys.

Jack soltó un bufido de desdén y se tendió de nuevo sobre la hierba. No supe qué hacer. Era evidente que Nat tenía miedo de Jack, y no me parecía probable que llegaran a las manos. Como si necesitase reafirmar su autoridad, Nat me clavó la punta de la bota en las costillas.

– Venga, Matthieu -dijo, empleando mi nombre de pila por primera vez-. Levántate y llévate eso. -Señaló la bandeja con los platos y los vasos vacíos-. ¡Qué asco! Sois un par de cerdos.

Me levanté de un salto, enfurecido, y no supe qué hacer, hasta que por fin cogí la bandeja y la llevé a la cocina, donde la dejé caer con brusquedad en el fregadero. Al oír el estrépito, Dominique y Mary-Ann se sobresaltaron.

– ¿Y a ti qué te pasa? -inquirió Mary-Ann.

– Lava esto -mascullé-. Es tu trabajo, no el mío.

Maldiciendo en voz alta, salí de la cocina hecho un basilisco y me dirigí a buen paso hacia mi amigo, que seguía tendido en la hierba y, apoyado en los codos, me miraba. Nat ya no estaba con él. Cuando volví la mirada hacia la cocina, lo vi en el umbral junto a Dominique, que se reía de algo que él le estaba contando. Respiré hondo y apreté los puños. Una mosca revoloteó ante mis ojos y la espanté de un manotazo. El sol me cegó por un instante. Cuando dirigí de nuevo la vista hacia ellos observé que se acercaban el uno al otro. Nat tenía la mano en la espalda de Dominique y la estaba bajando; una sonrisa horrible se dibujaba en su rostro mientras ella lo miraba en actitud coqueta. Sentí que me ponía en tensión; en aquel momento hubiera sido capaz de cometer cualquier locura.

– ¿Qué te pasa, Mattie? -Jack me agarró del brazo mientras me dirigía resueltamente hacia Nat y Dominique-. Mattie, para, no vale la pena -añadió, pero apenas lo oía; estaba tan obnubilado que en ese momento hasta podría haberme desahogado con el inocente Jack.

Nat se volvió hacia mí. Por la cara que puso supe que presentía que se avecinaban problemas, que se daba cuenta de que yo había perdido la razón y que la posición, el trabajo, el dinero y la servidumbre habían dejado de contar. Retrocedió un paso, pero me planté ante él, lo agarré del cuello y lo arrastré unos metros. Acto seguido cayó al suelo con torpeza.

– Levántate -ordené con una voz grave que jamás me había oído-. Vamos, muévete.

Se levantó retrocediendo. Me abalancé sobre él otra vez, pero Dominique y Jack me sujetaron por los brazos. Nat aprovechó mi indefensión para recuperar el equilibrio y darme un puñetazo en plena cara. Aunque no fue especialmente violento, me dejó aturdido unos instantes. Caí hacia atrás, pero enseguida saqué fuerzas de flaqueza para arremeter contra él, decidido a matarlo si era necesario. Avancé parpadeando, con el puño derecho levantado. Jack gritó que me detuviera, consciente de la suerte que me esperaba si dejaba a un Pepys sin sentido, y Dominique se interpuso en mi camino. Así pues, fue mi amigo quien asestó el golpe definitivo. Al parecer lo dominaba la misma rabia que a mí, y temiendo que un ser despreciable como Nat echara a perder mi vida, decidió tomar cartas en el asunto, y con un tortazo en la mejilla izquierda, un puñetazo en el estómago y un gancho de derecha en pleno rostro lo dejó fuera de combate.

Nat se desplomó, ensangrentado e inconsciente, y los tres nos quedamos de pie, anticipando con creciente pavor las consecuencias de aquel desaguisado. Todo el incidente no había durado más de un minuto.

***

Jack se evaporó antes de que Nat recobrara la conciencia. Yacía a nuestros pies, hecho un guiñapo, la nariz y la boca sangrantes. Poco después, los invitados se acercaron. Una mujer gritó y otra se desmayó; los hombres parecían indignados. Al final de la multitud apareció un médico, que se inclinó para examinar al herido.

– Llevémoslo dentro -dijo, y algunos hombres jóvenes cargaron a Nat y lo trasladaron a la casa.

Al cabo de unos minutos sólo quedábamos Mary-Ann, Dominique y yo.

– ¿Dónde está Jack? -pregunté aturdido, incapaz de asimilar el cúmulo de acontecimientos que nos habían metido en semejante lío. Busqué a mi amigo con la mirada.

– Ha cogido un caballo y se ha marchado -dijo Mary-Ann-. ¿No lo has visto?

– No.

– Se ha escabullido hace unos instantes, mientras todo el mundo estaba pendiente de Nat.

Me aparté el pelo de la cara con rabia. Esperaba que Nat se recuperara; todo era por mi culpa. Me volví y dirigí una mirada furibunda a Dominique.

– ¿Qué ha ocurrido? -vociferé-. ¿Puedes explicarme qué ha pasado aquí?

– ¿Y a mí que me dices? -gritó a su vez. Estaba muy pálida-. Has sido tú quien se ha abalanzado sobre nosotros. Pensé que ibas a matarlo.

– Se estaba propasando -refunfuñé-. ¿No entiendes que…?

– No tienes por qué protegerme, ¡no te pertenezco! -gritó, y a continuación salió corriendo hacia la cocina.

Me sentía impotente. Miré el suelo; a mis pies se había formado un charco de agua y sangre.

Al anochecer, la historia se había extendido por todo el pueblo. Jack había atacado a Nat Pepys, le había roto la mandíbula, dos costillas y varios dientes, y después había escapado en un caballo del patrón. La policía local ya estaba investigando el caso. Tendido en mi cama en el hogar de los Amberton, me sentía tan angustiado por la suerte de mi amigo que no lograba conciliar el sueño. Por mi culpa todos sus proyectos, todo lo que había planeado para los próximos meses, se había ido al garete. Por culpa de mis celos. Menos mal que Nat no había muerto. Lo único que me consolaba era que había pasado lo que tenía que pasar y que, gracias a la intervención de Jack, la cosa no había ido a mayores.