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– Ya lo he pillado -respondí, contagiado de su entusiasmo-. Y sé lo que tengo que hacer.

– Bien, pero ¿puedes empezar… ayer?

Resultó un trabajo más difícil de lo que había imaginado. Aunque la serie era un éxito rotundo -merced a un guión ingenioso y divertido y unas actuaciones simples y atractivas para el público estadounidense-, el equipo que la producía jamás se dormía en los laureles. Rusty Wilson era un vicepresidente práctico y se reunía regularmente con los tres productores del El show de Buddy Rickles para deliberar sobre nuestros planes de futuro.

Al principio de la tercera temporada vivimos un momento de inquietud, pues la ABC empezó a emitir un nuevo programa concurso que ofrecía a la gente de la calle la oportunidad de ganar cincuenta mil dólares. Sin embargo, las cadenas estaban saturadas de concursos y no obtuvo el éxito esperado, de modo que enseguida recuperamos el favor de la audiencia de nuestra franja horaria.

Buddy Riggles era un tipo extraño. Aunque gozaba de una notable popularidad, evitaba en lo posible la publicidad, trataba de no entrar en la rueda de los coloquios televisivos y sólo concedía entrevistas a publicaciones serias. Cuando finalmente dábamos nuestra aprobación, siempre quería que yo me ocupara de pactar la entrevista, lo que no dejaba de sorprenderme, pues Buddy era un hombre muy capaz y necesitaba menos mi ayuda que yo un seguro de vida.

– No quiero que sepan demasiado de mi vida privada -me explicó un día-. Un hombre tiene derecho a preservar su intimidad, ¿no crees?

– Claro que sí. Pero ya sabes cómo son esas revistas. Si tienes algo que esconder, lo descubrirán y lo sacarán a la luz cuando menos te lo esperes.

– Por eso intento pasar inadvertido. Que vean la serie. Si les gusta, estupendo; les basta con eso. No tienen por qué saber más de mi vida, ¿no crees?

A esas alturas ya no sabía lo que creía o dejaba de creer, pero en cualquier caso me parecía que Buddy no tenía nada que ocultar. Estaba felizmente casado con una mujer de treinta y cinco años llamada Kate y ambos tenían dos hijos pequeños que visitaban el plato con frecuencia. Como llevaba en el mundo del espectáculo mucho tiempo no parecía que quedase nada de sus últimos veinte años que no fuera del dominio público. Supuse que tenía un carácter reservado y decidí respetar su intimidad. Y a fin de parar los pies a los fanzines, que exigían un mayor acceso a la vida de Buddy, concedía más entrevistas con las otras estrellas del programa.

Tras unos meses de duelo por la muerte de sus hermanos, el ánimo de Stina mejoró. Empezó a mostrar interés por mi trabajo e incluso se propuso ver algún capítulo de la serie, pero nunca consiguió llegar al final, pues le parecía una solemne tontería. En Hawai la televisión no era un medio muy popular. Con el tiempo volvió a interesarse por la política, como unos años antes, cuando nos habíamos conocido en aquel mitin antibelicista.

– He encontrado un trabajo -me anunció una noche mientras cenábamos.

Sorprendido, dejé el cuchillo y el tenedor sobre la mesa. Ignoraba que estuviera buscando uno.

– Ah, ¿sí? ¿Y en qué consiste?

Se echó a reír.

– No es nada del otro mundo. Un empleo de secretaria en Los Angeles Times. Esta mañana he ido a la entrevista y me han aceptado.

– ¡Qué bien! -exclamé, feliz al ver que se interesaba por algo y empezaba a superar la muerte de sus hermanos-. ¿Cuándo empiezas?

– Mañana. No te importa, ¿verdad?

– ¿Por qué iba a importarme? Una vez ahí te saldrán otras cosas, ya verás. Siempre te ha interesado la política; podrías estudiar periodismo. Seguro que en ese lugar abundan las oportunidades para jóvenes como tú.

Se encogió de hombros y no dijo nada al respecto, pero sospeché que ya había pensado en esa posibilidad. Stina no era la clase de mujer que se contentaba con trabajar frente a una mesa, sino que prefería la acción. Tenía una mente ágil e inquieta y estaba seguro de que el ajetreo de Los Angeles Times le resultaría estimulante.

– Conozco a algunas personas del periódico -dije, recordando a varios periodistas del mundo del espectáculo con quienes trataba habitualmente-. Estoy seguro de que es un buen sitio para trabajar. Podría llamarlos y decir quién eres; para que se fijen en ti.

– No, Matthieu -dijo, colocando su mano sobre la mía-. Deja que me las arregle sola. Me irá bien.

– Pero podrían presentarte a gente -protesté-. Así conocerías a otras personas y harías amigos…

– …que pensarían que, por el hecho de tratar con la mujer del productor de El show de Buddy Rickles, podrían acceder al programa y a toda la NBC más fácilmente. No, será mejor que lo haga a mi manera. Además, por ahora sólo soy secretaria. Ya veremos qué pasa dentro de un tiempo.

Asistimos a una fiesta en casa de Lee y Dorothy Jackson que estaba hasta los topes de gente importante de la televisión. RobertKeldorf, que fue acompañado por su nueva mujer, Bobbi («con i latina», como recordaba ella cuando alguien mencionaba su nombre), se jactó ante todo el mundo de haber conseguido arrebatar a Eye al presentador Damon Bradley para Alphabet. Lorelei Andrews se pasó la mayor parte de la fiesta apoyada en la barra, con un cigarrillo colgando de los labios y quejándose a cualquiera que la escuchase de lo mal que la trataba Rusty Wilson. Como se comprenderá, hice todo lo posible por eludirla.

Stina estaba deslumbrante; lucía un vestido azul pálido sin tirantes que recordaba el que Edith Head había diseñado para Anne Baxter en Eva al desnudo. Era la primera vez que se encontraba con muchas de las personas que yo trataba a diario y estaba entusiasmada ante tanto glamour: cada vez que pasaba un vestido despampanante abría los ojos como platos. Por desgracia, la gente no la impresionaba de la misma forma, ya que veía tan poca televisión que, si le hubiera presentado al mismísimo Stan Perry, seguramente se habría limitado a sonreírle y pedirle otro cóctel.

– ¡Matthieu! -me saludó Dorothy mientras se acercaba con paso majestuoso desde el extremo opuesto de la sala. Me abrazó con afectación y exclamó-: ¡Me alegro mucho de verte! Y de comprobar que sigues tan guapo como siempre.

Solté una carcajada. A Dorothy le encantaba representar el papel de mujer extravagante; empalagaba a aquellos que le caían bien con adulaciones excesivas, pero cuando aborrecía a alguien le lanzaba dardos envenenados.

– Y tú debes de ser Stina -añadió con aire juguetón, observando de arriba abajo a mi esbelta mujer, admirando sus formas suaves, la piel cobriza y los enormes ojos pardos. Aguanté la respiración, rogando que no dijese nada desagradable, pues le tenía simpatía y no quería indisponerme con ella-. Llevas el vestido más espectacular de la fiesta -dijo con una sonrisa; suspiré aliviado-. De verdad, me han entrado ganas de andar desnuda un rato por la sala para volver a recuperar un poco de la atención que me has robado, golfa despiadada.

Stina se echó a reír divertida, pues Dorothy había empleado un tono cariñoso y le frotaba el brazo amistosamente.

– Espero que no te moleste que adule a tu marido -prosiguió-. Pero soy la guionista y sin mi no habría programa.

– Bueno, Lee también es guionista -apunté para chincharla un poco-. ¿Y quién podría imaginarse El show de Buddy Rickles sin el mismo Buddy Rickles, eh?