– Ven conmigo, Stina; ¿te llamas así de verdad? -dijo Dorothy al tiempo que me guiñaba un ojo y cogía del brazo a mi mujer-. Quiero presentarte a un joven apuesto del que estoy segura que te enamorarás perdidamente. Piensa en la pensión alimentaria que podrás sacarle a tu marido cuando logres quitártelo de encima. ¡Menudo vejestorio! Míralo, debe de estar a punto de jubilarse.
¡Si supiera cuánta razón tenía! Las miré alejarse con una sonrisa de complacencia, pues era absurdo que un marido presentara a su esposa a los presentes en la sala; era mejor que lo hiciera la anfitriona a su modo histriónico y excéntrico. Stina se divertiría, conocería a gente, y Dorothy se sentiría satisfecha de cumplir con uno de sus deberes oficiales.
Me acerqué a las puertaventanas y miré hacia fuera. Rusty y Buddy -¡qué nombres tan americanos!, pensé- estaban conversando con una pareja mayor. Decidí ir a hablar con ellos y salí al jardín. El césped de la casa de los Jackson se extendía magnífico ante mí. Unos focos laterales iluminaban la imponente fuente central. Oí el agua correr, uno de mis sonidos favoritos, y pensé que armonizaba con el frío aire de la noche. Cuando me acerqué me alivió comprobar que Rusty, en lugar de sentirse irritado por mi intromisión, pareció contento de verme.
– Me alegro de verte, Matthieu -dijo, y me estrechó la mano.
– Hola, Rusty, Buddy -saludé con un leve movimiento de la cabeza. Esperé a que me presentaran a la pareja; ambos parecían muy nerviosos.
– Estábamos hablando de política -dijo Rusty-. Es un tema que te interesa, ¿no?
– Bueno, la verdad es que no mucho. No estoy muy al corriente de lo que ocurre, pues siempre que me involucro en temas de actualidad me veo arrastrado a un torbellino del que nopuedo escapar. -Al ver que nadie replicaba pensé que sería mejor dejar la retórica para Dorothy-. De modo que procuro mantenerme al margen -añadí en voz baja.
– Estábamos hablando de McCarthy -dijo Rusty.
Solté un gemido.
– ¿Realmente hace falta? Ahora no estamos trabajando.
– Hace falta, sí, pues es importante -replicó Buddy, sorprendiéndome, pues hasta entonces siempre había pensado que carecía de opiniones políticas. Incluso me habría sorprendido que supiera el nombre del inquilino de la Casa Blanca de entonces, por no hablar de los senadores del estado o los congresistas-. Si no hacemos nada, será demasiado tarde.
Me encogí de hombros y miré al hombre y la mujer que tenía a mi izquierda, quienes acto seguido hicieron una idéntica y breve reverencia, como si fueran japoneses o yo fuera un rey.
– Julius Rosenberg -dijo el hombre tendiéndome la mano, que estreché con firmeza-. Ésta es mi esposa, Ethel.
La mujer se inclinó e, inesperadamente, me dio un beso en la mejilla. Me gustó desde el primer momento, sobre todo porque al besarme se había sonrojado un poco.
– Hola. Soy Matthieu Zéla, uno de los productores de El show…
– Sabemos quién es -me interrumpió Rosenberg en voz baja.
Su respuesta me desconcertó un poco, y miré a Rusty, que retomó la palabra.
– Os digo una cosa -anunció, volviendo a la conversación anterior-: antes de Navidad, McCarthy tendrá la cabeza de Acheson. Metafóricamente hablando, claro.
Todos reímos, aunque, si de él hubiera dependido, el senador Joseph McCarthy habría eliminado la metáfora.
– Necesita gente que lo respalde. Y ahora la cuestión es: ¿conseguirá el apoyo de Truman?
– Truman apenas puede apoyar a su equipo de fútbol -dijo Buddy.
Yo no estaba de acuerdo. No conocía al presidente Truman personalmente y sólo sabía de él lo que aparecía en la prensa y la televisión, pero me parecía un hombre honesto que jamás dejaría en la estacada a un amigo.
– Mire lo que le pasó a Alger Hiss -dijo Rosenberg después de escuchar mi opinión-. ¿Acaso lo apoyó?
Me encogí de hombros.
– Eso es diferente. Era Acheson quien tenía que apoyar a Hiss, no Truman, y eso es exactamente lo que hizo.
– Y por eso el viejo Joe lo castigará -intervino la señora Rosenberg con una voz más grave que la de su marido o cualquiera de los presentes, a tal punto que por un instante dudé que fuera una mujer. Nos callamos y la miramos mientras ella nos daba su versión del caso Hiss iniciando un monólogo largo y enrevesado que, sospeché, ya había pronunciado en más de una ocasión.
Su versión de los sucesos era más o menos la siguiente: Alger Hiss había trabajado en el Departamento de Estado y había sido condenado por espionaje, una inquietante demostración de hasta dónde era capaz de llegar un país cuando hincaba el diente en uno de sus miedos más profundos. En Washington crecía el sentimiento de que los comunistas trataban de infiltrarse en el centro neurálgico de los negocios, las empresas, los órganos gubernamentales e incluso el mundo del espectáculo -en especial en este último-, y Joe McCarthy se había encomendado la tarea de revelar sus identidades, o de poner la etiqueta de rojo a inocentes.
Aunque no era muy amiga de Hiss, Ethel Rosenberg lo conocía lo suficiente para saber que sus únicos crímenes eran haber mentido en su primer juicio (el perjurio le valió una condena en un segundo juicio), y creer que McCarthy destruiría el país con su cruzada. Ella y su marido eran destacados comunistas, según admitieron esa noche, y sospeché que el odio fanático que sentían hacia el Comité de Actividades Antiamericanas era idéntico al del macarthismo, aunque se llamara de otro modo.
– Fue ese congresista californiano quien delató a Hiss -dijo Rosenberg-. Todo habría salido bien si no hubiese sido por esa rata asquerosa.
– Nixon -puntualizó Rusty, escupiendo el nombre del entonces poco conocido representante.
– Ahora está más vinculado a McCarthy que nadie, y van por Acheson. En cuanto lo tengan no tardaremos en pisar la cárcel.
– ¿Qué relación guarda eso con Acheson? -pregunté inocentemente, demostrando que no estaba al corriente de los tiempos.
Dean Acheson era el secretario de Truman. Había defendido a Hiss tras el arresto de éste, poniendo en peligro su reputación como político e incluso su integridad física. En efecto, declaró a los periodistas que, fuera cual fuese el veredicto, él jamás le daría la espalda; la amistad no era algo que se entregaba con facilidad, y mucho menos se quitaba. Como era de esperar, tanto Nixon como McCarthy sacaron el máximo provecho de esa situación.
– Sigo sin entender qué nos importa a nosotros todo este asunto -comenté-. Estoy seguro de que el senador es una figura pasajera. El día menos pensado todos lo habremos olvidado.
Buddy soltó una carcajada y negó con la cabeza como si yo fuera un perfecto idiota. Entorné los ojos y le dirigí una mirada inquisitiva; no acababa de entender lo que estaba pasando allí. Rusty me cogió del brazo y me hizo entrar en la casa; los otros tres se quedaron en el jardín.
– Mira, Matthieu -dijo en voz baja y controlada tras llevarme a un rincón tranquilo-. Aquí hay personas que no son comunistas pero que no se quedarán de brazos cruzados para que McCarthy destruya su vida profesional como ha hecho con la de tantos otros. ¿Has visto las listas negras, has…?
– En el mundo del cine quizá sea así -protesté-, pero en la televisión es distinto.
– Ya llegará, ya -dijo señalándome con un dedo admonitorio-. Ya lo verás, Matthieu. Y cuando eso ocurra, tendremos ocasión de comprobar quiénes son nuestros verdaderos amigos.
Sus palabras me inquietaron un poco, pues me sentía un simple observador de aquel gran drama. Se trataba, por cierto, de una sensación bastante infrecuente, y me quedé allí, nervioso, mientras Rusty se alejaba.
– ¿Sabes lo que dijo Hugh Butler de Acheson? -preguntó cuando ya estaba a unos pasos de distancia.
Negué con la cabeza.
– Después de que Acheson defendiera a Hiss -continuó-, Butler se puso de pie en el Senado y explotó: «¡Váyase! ¡Váyase! Usted representa todo lo que ha estado mal en Estados Unidos durante años.» Es el mismo cáncer que está extendiéndose a nuestro alrededor, Matthieu. No es el miedo a los comunistas o los rojos o como quieras llamarlos, sino a la antigua y simple retórica. Si gritas una idea con fuerza o contundencia, tarde o temprano vendrán por ti y te ahorcarán.